Número 64, abril 2015

No hay batalla en Carabobo
Alfonso Buitrago Londoño. Fotografía Juan Fernando Ospina

Fotografía Juan Fernando Ospina
 
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No hay batalla en Carabobo
 

La última vez que me atracaron fue en el Paseo Urbano de Carabobo, cerca de la esquina con la avenida Colombia. Fue hace cinco años, a eso de las seis de la mañana, hora de mi alegre camino hacia el trabajo. Vivía en el Centro, la distancia de la casa a la oficina era de unos veinte minutos caminando, la hora del amanecer en la que salía era propicia por el clima fresco y los pocos caminantes, y existía el pasaje peatonal de Carabobo, que cubría gran parte del recorrido como un embudo libre de buses, carros y motos.

En ese tiempo me ponía camisas de manga larga, chaqueta, pantalones con prenses y zapatos de cuero. Y usaba un maletín para cargar papeles. No me ponía corbata porque sudo como un caballo y cualquier cosa colgada al cuello me sofoca.

Debí creerme algún tipo de ejecutivo catalán que atraviesa Las Ramblas o un bonaerense que camina por Corrientes, qué sé shoooo, desubiques que a veces tiene uno. Cargaba un celular en el bolsillo del pantalón y un ipod en el de la chaqueta, claro, con sus audífonos blancos color crema dental enchufados en mis oídos.

A esa hora, los audífonos brillaban más que una cadena de oro en la nuca de una viejita jubilada. Pero yo iba por Las Ramblas, chavales. Boyacá, abajo del Parque Berrío, era la cuadra más temida, el último peldaño para alcanzar una alameda rozagante donde ya no me podía pasar nada. Ay, ¡esos arbolitos a lado y lado!, ¡y esas banquitas con patas de hierro y espaldares de madera!, ¡y yo con mi ipod escuchando alguna banda triste londinense! Así era imposible que mis equinas glándulas sudoríparas se acordaran de sus tareas.

Día a día caminaba triunfante por Carabobo. Hasta que una buena mañana, al girar la esquina de Boyacá con el Paseo Urbano, cuando se abría ante mí el camino de la prosperidad, vi una mujer amanecida que venía desde Colombia tambaleando, magra y desesperada. No quité mi mano del maletín ni saqué la otra del bolsillo, como hacía habitualmente al llegar al pasaje, pero quizás ese exceso de prevención la animó a caminar directo hacia mí. Me dirigí hacia el centro del pasaje, dispuesto a pasarla de largo, y nos encontramos a la altura de la entrada de Bancolombia.

Ahora entiendo que a esa hora, cuando la primera luz del sol pule la fachada dorada de piedra bogotana del edificio del banco, ella pudo pensar que el cordón de los audífonos era un collar y que lo que tenía en las orejas eran perlas, qué sé shoooo. Y entonces quiso aferrarse a él como si en ese botín se le fuera la poca honra que le quedaba.

Solo recuerdo haber dado un manotazo y correr. Corrí como un caballo desbocado en medio de los árboles, dejando atrás las banquitas, sin las perlas en mis orejas. Corrí dos, tres cuadras, mientras algunas persianas del comercio se abrían a mi paso. Corrí con la mano alzada y gritando “¡taxi!”, al tiempo que intentaba desenredar el cordón del audífono que colgaba de algún botón de la chaqueta. Y sudé. Sudé al punto de pensar, sentado en la silla trasera del taxi, que no podía llegar a la oficina sin un nuevo duchazo.

***

Cuando leí que la Universidad de los Andes había hecho un estudio que identificaba las cuadras en donde se concentraba el mayor número de denuncias por lesiones personales, hurto a personas y vehículos y microtráfico en la ciudad entre 2012 y 2013 (Universo Centro N° 63), pensé en hacer el mismo recorrido de hace cinco años, a la misma hora, para ver si acaso me encontraba con algún infortunio.

El mapa de las denuncias de esos delitos, la mayoría ocurridos en el Centro, me auguraba una buena posibilidad. Con suerte, le dije a un colega, me volverían a atracar y tendría una buena historia. Ahí estaban, resaltadas en el plano, las cuadras número 187092 y 263578, ambas sobre Carabobo, entre Colombia y Ayacucho, y entre esta última y Pichincha; justo en medio de mi recorrido del pasado. Eran los doscientos metros preferidos por los delincuentes de todo el Paseo Urbano de Carabobo; o por los denunciantes, según como se mire. Puede haber otras cuadras donde se cometen más delitos, pero los afectados denuncian menos; al menos yo contaba con un indicio con certificado de Policía y Fiscalía.

De hecho, el alcalde anunció recientemente la concentración del esfuerzo de las autoridades por combatir los delitos de “alto impacto” ciudadano —los que se reflejan en las encuestas de percepción y quitan o ponen votos en año electoral—, en nueve puntos calientes del Centro: El Paseo Urbano de Carabobo no hacía parte de ellos.

 

En marzo pasado solo se denunciaron ante la Policía dos hurtos en las dos cuadras mencionadas: uno de un celular y un anillo, y otro de un celular, una billetera y dinero.

Carabobo tiene por lo menos dos décadas de historia reciente de estarse cuidando sola. No por tener a su vera el antiguo Palacio de Justicia, que ahora sirve de tendedero a almacenes de ropa y calzado, sino porque allí empezaron a actuar las Convivir del Centro a principios de los noventa. En Carabobo no duermen ni caminan mendigos y, aunque ya no se ven esos hombres enchaquetados y con radios de comunicación en la mano de los noventa, las cámaras de seguridad son visibles en postes y terrazas.

***

Ahora me visto con bluyín, tenis y camiseta; no vivo en el Centro y pocas veces salgo a caminar. Tengo un celular que pago a cuotas y ya no uso el ipod. La tarde anterior al día en que haría el recorrido de madrugada estuve caminando por la zona. En los cruces de Colombia, Ayacucho y Pichincha había sendas parejas de policías. Visité el antiguo almacén Caravana, en la esquina con Pichincha, donde se inauguraron las primeras escaleras eléctricas de la ciudad, y que hoy se llama Elite Tiendas. Subí a la terraza del edificio

Hollywood, diagonal al Palacio Nacional, también en la esquina de Pichincha. Hollywood es el nuevo símbolo del lugar: atiborrado de modelos posando en vallas publicitarias. Desde su terraza se ve el Paseo cubierto por las ramas de los árboles, como una alfombra verde que atraviesa el Centro desde la avenida de Greiff hasta San Juan. Sobre una cámara de vigilancia, ubicada al frente de unas de las puertas del Palacio, vi una paloma espulgándose las alas, como queriéndome anunciar que tenía vía libre para un recorrido pacífico.

Caminando por el pasaje, sentí una especie de caos controlado; un murmullo improvisado pero con partitura. Vendedores anunciando ropa “de marca” y “menús baratos”; venteros ambulantes veteranos sentados en las banquitas con una cajita de chucherías y cigarrillos en las piernas; paseantes y compradores saliendo y entrando a locales comerciales con fachadas recubiertas de vallas con modelos en ropa interior; y en sus vitrinas, la ropa colgada sin maniquíes, como en el patio de la casa.

La madrugada del día escogido fue fría y lluviosa. Pasara lo que pasara, era difícil que saliera de allí sudando. En Boyacá, el paisaje no había cambiado: algunos vendedores ambulantes cubriéndose de la lluvia bajo el viaducto del metro, y pocos caminantes y vehículos sobre la carrera Bolívar. El periódico Q’hubo, oráculo de la vida roja del Centro, no me daba ninguna pista cercana a la que temer: un asesinato en La Estrella y otro en Copacabana acaparaban la portada del martes 21 de abril.

Minutos antes de las seis de la mañana, en la esquina de Boyacá con Carabobo, justo cuando iba a girar para coger el Paseo Urbano, vi un policía hablando con una vendedora de café y jugo de naranja. Al frente, en una cafetería, vi a otro sentado tomando tinto y en la esquina del atrio de la iglesia La Veracruz uno más, de pie, viendo llover. Me detuve y pedí un tinto. El policía que hablaba con la vendedora tomó un banco plástico y se sentó bajo el techo de un local de Gana.
—¡Estoy mamado! —dijo.

A su lado, sentado en otro banco, había un anciano con sombrero y poncho, con cara de pueblito de Oriente, que movía los labios. Modulaba con esfuerzo, pero no se le oía nada.

—¿Un carro de rodillos? —le gritó la vendedora.
—¿Un motor de cuatrocientos centímetros? —dijo el policía.

La conversación no prometía llegar muy lejos y el anciano cerró la boca. La explosión del mofle de un carro que bajaba por Boyacá levantó una bandada de palomas que picoteaban en el atrio de La Veracruz. Ascendieron dejando oír sus aletazos, y se posaron en los árboles y en las terrazas de los edificios. La lluvia seguía cayendo y el Paseo Urbano de Carabobo se veía tranquilo y despejado, iluminado por la tenue luz amarilla del alumbrado público. Un embudo sin buses, carros ni motos. Sentí que podía emprender de nuevo mi camino por el pasaje. UC

 

 

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