Número 66, junio 2015

“Entre llantos, versos y escritos
busco salir de este infierno
el hip hop es la nueva vida
que me prepara un mundo eterno”.
 
 
 

La mujer de la clase
Gilma Montoya Gómez*. Fotografías: Archivo familiar

 
Fotografías: Archivo familiar
 

De niña, Milvia Yurany acostumbraba a gastar sus tardes de tedio en juegos e imaginaciones con una amiguita. Representaban lo que veían a su alrededor, en su caso al papá y a la mamá. Entre risas se daban unos tremendos besos, de esos largos y encoñadores que a Milvia le quedaron gustando.

Ya grandecita, Milvia Yurani cambió las blusas con escote, por camisetas talla XL y cachuchas al revés, pañoletas, manillas de taches, correas gigantes, actitudes bruscas y vocabulario de macho decidido y bravero.

En su paso por el bachillerato tuvo que granjearse el respeto que precisa un hombre oculto tras las curvas de una mujer. A veces con desdén, por saboteo o cariño, le gritaban: “Milvio, pecueca, you you”.

Cuando se sentía agredida alistaba su puño derecho y lo descargaba en el rostro aterrado de sus compañeros de clase. Para deshacerse de su rabia agarraba a patadas las canecas de basura o le lanzaba palabras sucias a sus detractores. Decía que una mujer que ama a otras mujeres tenía que posicionarse y exigir respeto, y así lo hacía cuando a ritmo de rap se le escuchaba: “Ja, qué pasa / La gente me rechaza / creen que porque me gustan las niñas soy una asesina / si eso no se ve / sino en las cabinas de arriba / y me gusta la vida, me gusta pasarla bien / de noche y de día”.

A una de sus enamoradas la encontró sentada en el salón de octavo-cuatro. Tuvo que enseñarle a ese rostro infantil, con ojos de gata, que el amor puede vestirse del mismo género y la ayudó a enfrentarse a una mamá que no entendía cómo, habiendo tantos hombres, tenía que poner sus ojos en una hembra enrazada en macho. “Mita, ¿es malo querer a otra mujer?”, “no, mija, uno toma sus propias decisiones”.

El papá de Milvia Yurany se largó de la casa cuando se enfrentó a la responsabilidad de criar hijos y levantar hogar. Cuando su mamá se volvió a casar, la niña fue a parar a la casa de la abuela Amelia. Su fotografía ocupa un lugar privilegiado de la sala, junto a miembros de la familia que se los ha tragado la violencia de la comuna nororiental. Su abuela aprendió a entender la libre elección sexual, después de quince años de trabajo en el movimiento feminista Ruta Pacífica de las Mujeres. Durante su estudio perdió muchos años escolares. Su abuela con una pasmosa resignación le decía: “No importa mija, las escaleras no siempre se suben de a una”.

Alguna vez el profesor de matemáticas le dijo: “Yo me aguanto a un hombre acorralando una mujer, pero una vieja encima de otra vieja, eso no lo soporto”; lo decía con frecuencia, cuando la encontraba en los corredores aplastando con su cuerpo fornido a la chica de turno.

No hubo poder humano que la hiciera usar el uniforme de gala de las niñas del colegio. Por esto, ‘Milvio’ mantuvo una disputa con la coordinadora y solo se logró que asistiera a clases con el uniforme de educación física: camiseta y sudadera ancha y larga.

Los estudiantes solían decir que era injusto, que mientras ellos para conquistarse a una compañera tenían que invertir meses en regalitos e invitaciones, ella en dos o tres días, “con sus cancioncitas de rap”, lograba llevárselas para la cama. “Qué putería profe, que esta vieja se nos robe las peladas más chimbitas de la zona”.

Alguna vez se le asó al profesor de química porque el hombre dijo que todos iban a ganar el año menos ella. Milvia Yurany se le enfrentó de hombre a hombre y le dijo delante de todo el grupo que no se pusiera en esas porque le iba a sobrar bala.

Todo acto cívico que se respetara tenía que tener un punto donde Milvia se lucía con una canción y aprovechaba para declarársele a alguna de las peladas del colegio. Hasta que la coordinadora del plantel tomó la decisión de eliminar de la programación el punto donde ella cantaba y argumentó que no quería volver a ver a un marimacho en la tarima. Eso le dolió tanto a Milvia Yurany que en la siguiente clase de religión escribió: “Si volviera a vivir sería más mujer”.

Milvio seguía cantando, pateando, hijueputiando y sus cantos eran notas de resistencia. Tenía que hacerse escuchar y sus gritos reclamaban lo que la vida tantas veces le negó. Le cantaba a la muerte, a la injusticia, a esas mujeres que quiso tener pero debió dejar pasar, pues no era raro escucharles a las pretendidas: “Ni sueñe que me voy a dejar echar el cuento de una lesbiana, piroba y machorra”.

 

Sobresalió como arquera del equipo de fútbol de los hombres. Y muchas veces hizo canjes con el profe de matemáticas: en vez de ejercicios le recibía los versos de una nueva canción, le calificaba las letras en lugar de los números. Además, acostumbraba evadir clases con el pretexto de ensayar para un acto cívico y componer. Como todo un personaje, a su público le generaba odios y amores, pero como fuera, cada 20 de febrero, día de su cumpleaños, su casa estaba llena de amigos.

Para la fiesta de la antioqueñidad cada grupo escogía su reina, el grado décimo-dos, al que perteneció Milvia Yurany, era privilegiado, contaba con reina y rey: Milvio se paseaba majestuoso luciendo el cetro que representaba un espacio ganado.

Un día cualquiera, Milvia Yurany propuso a sus amigas hacer un parche para la tarde. Como nunca había plata para irse “pal tesoro o pa Unicentro”, les propuso hacer un arroz con leche: Ciro puso la casa, Yesenia el quesito, Kate la panela y el arroz, y Milvia la mano de obra. Se recostaron en la ventana y en la calle se escucharon los primeros tiros del día. Todas se tendieron en el piso menos ella. Kate le preguntó: “¿No te da miedo?”. Y ella le dijo: “¿Miedo por qué? Si aquí no pasa nada”, e inmediatamente se acostó en el suelo. “¿No dizque no le daba miedo?”. “Pirobas tan bobas, si yo no me quiero morir todavía”.

El 24 de noviembre de 2009, Milvia se fue a reclamar una plata cerca del control de buses del Popular 1. La acompañaban Yesenia y Katherine, mientras su abuela la esperaba para que junto con mujeres de la Ruta Pacífica de todo el país, fueran a recibir en Bogotá a otras que venían del exterior. Se vinieron caminando por el trayecto que ya le habían cantado que no podía transitar. Milvia, entre las dos mujeres que para esa fecha invadían su cotidianidad, recibió un tiro en la cabeza.

Convertida en mito urbano la gente comenzó a rumorar sobre el origen de su muerte. Que era prima del jefe de un combo, que era cuñada de un integrante de una banda, que se había convertido en carrito de uno de los grupos, que cruzó una frontera invisible, en fin, lo cierto es que en palabras de su abuela, “fue víctima de una guerra que por décadas ha teñido de sangre el barrio, y que es algo más que una guerra de galladas de esquina, sus autores simplemente han cambiado de ropaje”.UC

Fotografías: Archivo familiar

*Esta crónica fue escrita en desarrollo de un proyecto de la Corporación Vamos Mujer en contra del feminicidio.

 
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