Número 66, junio 2015

Tres gallinas para el almuerzo
Katherine Ríos. Ilustración: Verónica Velásquez
 
 

Miguel fue el que nos convenció de robarnos las gallinas. A ese potrero íbamos a fumar de vez en cuando y las gallinas siempre estaban por ahí pagando. Nos dijo que eso era fácil, que el viejo ya no oía y ni cuenta se iba a dar. Cada uno cogía una gallina. Javier le llevaba la de él a la mamá, vendíamos una y con la otra nos hacíamos un sancocho el Sábado Santo.

Como unos pendejos le seguimos el juego. El miércoles por la noche Miguel y yo nos volamos por el patio y salimos por la casa desocupada que hay en la cuadra. Nos encontramos con Javier en la tienda de doña Elvira. Nos fiaron tres Leonas puras y tres liberales.

De los tres, Javier era el único que trabajaba. Desde que al papá lo mató una buseta, le tocó mantener a la mamá y a las dos hermanas. Primero cargó bultos en la plaza y después un tío le ayudó a entrar de todero en las oficinas de la mina.

Javier llegó a la cuadra primero que nosotros. Él estudiaba en Los Libertadores y las hermanas en La Presentación. Ana y Luz tenían cara de solteronas desde niñas. Nunca saludaban y andaban juntas de arriba para abajo. Cuando la mamá hacía galletas de maíz nos llenaba un tarro de los de Noel y nos lo mandaba con Javier. Doña Nelly siempre estaba de buen genio y nunca le cascó a Javier. Ella tenía el gesto tranquilo. Incluso en el entierro de don Pedro mantuvo la calma y calmada siguió cuando el Seguro Social no le reconoció la pensión dizque porque don Pedro no había cotizado las semanas necesarias. Ahí fue que a Javier le tocó empezar a responder por la familia. Doña Nelly hacía costuras, pero la gente del barrio era muy tacaña y lo que le quedaba eran puras chichiguas. Entonces con calma le tocó aceptar que Javier no llegara del colegio a estudiar sino que se tomara una sopa y saliera a trabajar.

Miguel era un vago, pero un vago tramador. Engatusaba a todo el mundo, a unos para sacarles tareas, a otros para sacarles plata y a casi todos para que le hicieran favores. Se metía a cuanto comité y obra social organizaban en el colegio y siempre terminaba robándose algo. A las hermanas las tenía de melegas y a los hermanos de lleva y trae. Doña Helena, la mamá, siempre se creyó de mejor familia y miraba a los vecinos por encima del hombro. Ellos llegaron al pueblo por la misma razón de casi todos en el barrio: señores que consiguen trabajo en la mina y llegan con sus familias a vivir en esta urbanización de casas igualitas porque la mina les ayuda con el crédito de vivienda. Cuando llegaron ya venían con tres hijos, entre ellos Miguel. Cada vez que podía, doña Helena les recordaba a los vecinos que ella era de la capital y que este pueblo no le gustaba. El pobre marido nunca abría la boca pero se notaba que pasaba vergüenzas cuando doña Helena comenzaba a hablar de Bogotá como si fuera París. Desde que don Roberto consiguió trabajo en el pueblo ella comenzó a quejarse, y quejándose estuvo hasta que se devolvieron a Bogotá veinte años después.

Yo siempre me la pasaba con Javier. Ambos llegamos al pueblo el mismo año y nos metieron al mismo colegio. Los dos entramos a quinto de primaria, pero nunca quedamos en el mismo salón. La familia de él venía de un pueblo de Cundinamarca y la mía de Tunja. Yo era el único de la cuadra que no tenía hermanos y como las hermanas de Javier nunca jugaban a nada, nos la pasábamos juntos todo el día. Me gustaba jugar parqués con él y los domingos subíamos trotando a una loma. Lo bueno es que él era más bien callado y a mí no es que me guste mucho hablar. Además, doña Nelly le dejaba entrar los amigos a la casa y siempre me ofrecía algo, aunque fuera un jugo.

Cuando estábamos en cuarto de bachillerato organizamos un torneo de micro y fue ahí que conocimos a Miguel. Solo lo habíamos tratado de saludo porque estaba un curso por encima de nosotros. Llegó el día que estábamos haciendo las listas de los equipos y dijo que él no jugaba, pero que nos ayudaba. Nos consiguió el patrocinio de Pollos El Gigante, nos entregó las camisetas y después nos enteramos de que los de la pollería también habían dado plata para las gaseosas, pero esa plata sí se la embolsilló. Miguel era bueno para hablar y nosotros éramos tan callados que nos parecía entretenido. Era como andar con un radio prendido a toda hora.

Bueno, el hecho es que después de ese torneo terminamos de compinches con Miguel y dos años después estábamos sentados donde doña Elvira organizándonos para ir a robarnos tres gallinas. Más que planes, en la tienda estuvimos quemando tiempo hasta que nos echaron a las nueve. Como quien va para la cárcel, comenzamos a caminar para salir del pueblo por la iglesia nueva. Yo iba muy asustado y no entendía bien por qué le estábamos siguiendo la cuerda a Miguel. Solo pensaba que si nos cogía la policía mi papá me mataba y muerto y todo me metía al internado. Javier iba callado y creo que estaba asustado, pero creo también que poca carne se veía en su casa y le entusiasmaba la idea de llegarle con una gallina a la mamá y las hermanas. En cambio Miguel iba seguro y sin miedo, hablaba duro mientras nosotros no éramos capaces ni de soltar un sí o un no.

Como a la media hora llegamos al potrero. La casa del dueño estaba apagada y eso nos dio tranquilidad, o más bien, se la dio a Miguel que pasó la cerca muerto de risa preguntando dónde estaría el sancocho. Lo que no calculamos es que las gallinas no iban a estar sueltas donde siempre las veíamos. Empezamos a buscar a tientas y nada.

—Mejor vámonos —dijo aliviado Javier. Miguel hizo como el que no oye y yo no dije nada. Comenzamos a subir hacia la casa. Pasamos por un cultivo pequeño, yo creo que era de alverja porque tenía palos y cuerdas amarradas. Entre la casa y el cultivo encontramos el corral, al lado del lavadero. Tenía el techo de material y el resto estaba hecho de palos y malla de alambre. Miguel me mandó a devolverme hasta la cerca y a tenerla lista para poder salir rápido. Javier dijo que no, que una cosa era robarse las gallinas de un potrero y otra ir a sacarlas del corral.

—Tan güevón —dijo Miguel, y entonces lo mandó a él a hacer lo de la cerca y me hizo señas de que me quedara ahí con él.

La puerta del corral estaba ajustada por un alambre que pasaba entre dos armellas. Javier tardó algunos minutos desenredando los alambres hasta que destrabó la puerta.

—A ver, a ver ¿dónde están las más gorditas? —dijo Miguel mientras metía las manos al corral. Yo creía que cada cual iba a cargar su gallina, pero Miguel ya había pensado en eso y se sacó un costal de la cintura. Yo lo miré atónito y me respondió la mirada con un “no estamos jugando”. Cuando las estaba echando en el costal, unos perros que nunca antes habíamos visto empezaron a ladrar. La luz de la casa se prendió y casi al mismo tiempo oí la voz del dueño gritando.

—¡Estos hijueputas a mí no me van a robar!

Miguel se echó el costal al hombro y salió a correr loma abajo sin siquiera voltear a mirar. Yo seguí detrás de él, pero cada rato volteaba a mirar al señor que a zancadas se nos estaba acercando. Cuando estábamos llegando a la cerca ya no se veía el señor. No se veía nada, pero sonó un disparo. Miguel pasó de primero entre el alambre y yo lo seguí. Cuando Javier iba a pasar se enredó y se cayó. Dos disparos más. Mientras yo ayudaba a Javier a pararse Miguel dijo: —Par de pelotas, corran a ver, que se los van a bajar. —Mi mamá, mi mamá —era todo lo que decía Javier. —Ya llevo tres gallinas y no necesito más —refunfuñó Miguel mientras nos jalaba. Avanzamos unos pasos, hasta que Javier dijo: —Me dispararon, me dispararon.

Otro disparo. Javier quedó tirado en una zanja llena de barro. No lo pude alzar. No fui capaz de hacer nada. Miguel me agarró de la manga y me obligó a correr. Intenté devolverme y Miguel me cogió de la muñeca durísimo. Otro disparo. Seguimos corriendo.

 

Ilustración: Verónica Velásquez


Cuando llegamos a las primeras casas del pueblo bajamos el ritmo. El pueblo estaba solo y apagado. Miguel iba fresco, como si nada hubiera pasado. —¿Tiene un chicle o un dulce? — me preguntó. Le dije que fuéramos al hospital o la estación de policía. O que al menos les pidiéramos ayuda a sus hermanos para ir por Javier. Miguel comenzó a hablar con esa voz lenta y mediana que usaba para tramar a la gente. Me dijo que me calmara, que pensara bien las cosas, que si Javier estaba bien, pronto llegaría a la casa y que si estaba mal y nosotros nos íbamos a buscarlo, nos terminaban metiendo a la cárcel.

—Piense en su papá, Ricardito, piense en su papá. Además, nosotros no fuimos los que le disparamos.

Nos metimos por la casa desocupada. Miguel dejó las gallinas en el solar y cada uno saltó al patio de su casa. Entré sin hacer ruido y me metí en la cama. Traté de repasar lo que había pasado y poco a poco los pensamientos se me fueron volviendo un enjambre confuso entre la imagen de Javier tirado en la zanja y Miguel jalándome del brazo. No dormí nada.

Doña Nelly apareció después de mediodía en mi casa. Mi mamá la hizo pasar y me llamó. Contó que Javier no había amanecido en la casa y que estaba preocupada, que eso nunca había pasado. Me preguntó si yo le conocía alguna novia o si creía que tenía alguna mala amistad. No fui capaz de soltar nada. —Ricardito, si sabe algo de Javier dígame, o dígale que vuelva, que si es por el trabajo yo me pongo a coser más para que él no tenga que trabajar.

Al rato todos en el barrio comenzaron a hablar de la desaparición de Javier. Doña Nelly fue con las hijas a cada casa de la cuadra, al hospital del pueblo, a la estación de policía, a la cárcel y a todos los bares de mala muerte de la sexta que retaron al cura abriendo el Jueves Santo. Por la noche, en la misa del lavatorio de pies, el cura habló de Javier y oró para que estuviera bien y volviera al “seno del hogar”.

El Viernes Santo me tocó salir a la procesión. Me dolía todo el cuerpo y no podía parar de pensar en Javier y en la angustia de su mamá y sus hermanas. Miguel iba con su uniforme de monaguillo ayudando a cargar a Nuestro Señor. Cuando pudo, se acercó a decirme que cuidadito abría la boca. Se despidió diciendo: “Ya le dejé cuido y agua a las gallinas”. A mí me sudaban las manos y creo que tenía fiebre. Miguel estaba tranquilo y rozagante, se le notaba que la mamá había hecho mucha comida para esos días.

Esa noche Miguel golpeó en mi casa. Yo estaba en la sala y lo vi llegar. Le abrió mi mamá y él le entregó una gallina. —Señora Anita, le traje esta gallina que nos ganamos con Ricardo —se la dio a mi mamá sin que ella pudiera siquiera hablar—. Me invitan al sancocho.

Mi mamá cerró y me miró con cara de pregunta. Solo atiné a decirle que los curas habían rifado las gallinas que les sobraron de los festines de Semana Santa.

El sábado temprano mi mamá me dijo que matara la gallina. Ya tenía agua hirviendo para desplumarla. Mi papá siempre era el que hacía esas cosas en la casa pero preciso ese día estaba de turno en la mina. Cuando le reviré, dije que yo nunca había matado a nadie. En ese mismo momento pensé que sí, que yo había matado a Javier. Me dijo que dejara la bobada y le torciera el pescuezo rápido que no iba a quedarse toda la mañana con el fogón prendido.

Era una gallina gorda y fuerte. Apenas intenté agarrarla, empezó a revolotear por todo el patio. Se subió al lavadero, a la tabla de las matas y se enredó entre una ropa que se estaba secando. Por fin la logré agarrar. Mi mamá me miraba desde la puerta con cara de impaciencia. Yo la miraba a ella y a la gallina. La gallina comenzó a mirarme a los ojos, retándome. Empecé a sudar. La agarré del pescuezo. Las manos me temblaban. Las piernas me temblaban. Con mucha torpeza comencé a girar la cabeza. Ella seguía mirándome. Giré más y nada. El pescuezo se resistía. Debía estar sufriendo, pero no hacía nada, solo me miraba. Giré con más fuerza, esta vez con las dos manos. Enrollé y jalé como quién exprime un trapo. Un disparo. Javier en la zanja. Solté a la gallina cuando le empezó a escurrir la sangre y salí corriendo.

Resultó que mi mamá había invitado a doña Nelly con sus hijas y también a Miguel. Él repitió dos veces, elogió la sazón de mi mamá y le preguntó si tenía galletas de maíz para el postre. Estaba entusiasmado y les habló de lo feliz que me puse cuando me gané la gallina en el colegio.

—Es que Ricardo es muy de buenas —dijo.

Doña Nelly apenas cucharió la sopa. Mi mamá y mi papá la consolaban diciéndole que Javier no demoraba en aparecer, que alguna travesura estaría haciendo. Yo miraba la sopa y veía a Javier, no la pude ni probar. No aguanté más. Ahí, frente a todos, conté lo que había pasado. Les pedí perdón, aunque no me lo merecía. Doña Nelly se atacó a llorar. Miguel hizo cara de sorprendido y dijo que yo era un mentiroso.

—Doña Nelly, hable con mi mamá, el miércoles por la noche la estuve ayudando a coser el mantel de Nuestro Señor para la procesión.

Se fue de la casa furioso y tiró la puerta. La mamá lo secundó. Dijo que su hijo era un santo y les cerró la puerta en la cara a doña Nelly y sus hijas. El domingo de resurrección fue el entierro. Doña Nelly no dejó que yo fuera. Dos días después, y antes de irse internado para el seminario, Miguel dejó una gallina amarrada en la puerta de la casa de Javier. UC

 
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