Número 66, junio 2015

Sagas nórdicas
Alejandro Gaviria

 
Jorge Luis Borges
 

Muchos años después, ante la inminencia de la muerte, Jorge Luis Borges habría de recordar la hondura de una tarde ya remota, “las verjas de un jardín junto al ocaso”. Los recuerdos son revelados en Haydée Lange, un poema con nombre de mujer, uno de los cuarenta y tantos que conforman Los Conjurados, su último libro, publicado en 1985 en Ginebra, Suiza, una de sus varias patrias. “Tus ojos que miraban otras cosas, / el marco de una imagen que no veo, / las verjas de un jardín junto al ocaso, /…/ los viernes compartidos. Esas cosas, / sin nombrarte te nombran”, evocaba Borges con nostalgia de nostalgias.

Sesenta años atrás, en su primer libro, Fervor de Buenos Aires, Borges ya había mencionado a Haydée Lange, la misma mujer de sus nostalgias ginebrinas. Le dedicó allí un poema corto y enigmático, Llaneza, que comienza con la misma verja y el mismo jardín: “Se abre la verja del jardín / con la docilidad de la página / que con frecuente devoción interroga / y adentro las miradas / no precisan fijarse en los objetos /que ya están cabalmente en la memoria”.

Google el memorioso nos brinda más detalles sobre Haydée Lange, la mujer que aparece en el primero y el último libro del poeta de muchas patrias. Haydée vivía junto con su hermana Norah “en una casa situada en el borde de la ciudad, desde donde, a la hora del crepúsculo, se podía ver cómo el sol se ponía limpiamente en el horizonte”. Ambas eran altas, de ascendencia noruega y de refinados gustos literarios. Borges las visitaba todos los viernes al final de la tarde. Norah escribió un corto libro de poemas adolescentes que Borges prologó con emoción, sin ironías. En el prólogo, el primero de los 250 que escribiría durante su larga vida de promotor literario, aparece nuevamente la casa de la verja, del jardín y del ocaso: “una quinta que no demarcaré con mentirosa precisión topográfica y de la que me basta señalar que está en la hondura de la tarde”

Google también nos entrega una fotografía en blanco y negro en la que aparecen dos figuras sonrientes, un hombre de baja estatura, con saco cruzado y una barba tupida, y una mujer más alta, vestida de blanco y con un sombrero ladeado. En la parte inferior de la foto hay una inscripción en caligrafía legible, precisa: “Haydée Lange y Georgie de barba”, dice. La foto es de finales de los años treinta, más de una década después de la publicación de los poemas adolescentes de Norah y juveniles de Borges. Por aquella época Borges iba a esperar a Haydée Lange a la salida de su trabajo en un banco, le hacía a la distancia señas con las manos, invitándola a casarse con él, y ella le devolvía la seña con el dedo, diciéndole que no repetidamente.

 
El libro

Hace algunas semanas, en medio del desvelo de una noche de sábado y saltando de un lado a otro en internet, llegué a la página de una tienda de antigüedades en Buenos Aires, Argentina. Allí encontré una vieja edición, maltrecha y apolillada, de la célebre novela El agente secreto de Joseph Conrad. El dueño de la tienda llamaba la atención sobre un hecho peculiar, una curiosidad con valor comercial: el libro en cuestión había sido parte de la biblioteca personal de Jorge Luis Borges. Decidí comprarlo. No costaba mucho más que un libro nuevo y su deterioro no parecía del todo inexorable. Las cosas mueren mucho más lentamente que los hombres.

Dos semanas después llegó el recado argentino, envuelto en papel burbuja, sin notas ni explicaciones. En la última página, en una caligrafía diminuta, casi invisible, está la marca de su antiguo dueño. Aparece la T al revés que distinguió por mucho tiempo la rúbrica de Borges. Hay también una referencia de tiempo y lugar: Adrogué, 1948. Sobre Adrogué, escribió alguna vez el poeta: “Era muy lindo, un pueblo laberíntico. A veces, algunas noches de verano, salíamos mi padre, mi madre y yo a perdernos. Al principio nos costaba un poco de trabajo, pero luego nos perfeccionamos tanto que nos perdíamos enseguida”.

Borges había leído El agente secreto al menos diez años antes. En 1937 publicó una reseña de la película Sabotaje de Alfred Hitchcock que contiene una mención explícita a la novela de Conrad. Sabotaje, según Borges, es una mala adaptación de la novela conradiana. Borges cita un largo pasaje de la novela con el fin de contrastar la profundidad de Conrad con la torpeza de Hitchcock y denunciar al mismo tiempo la conversión de un drama psicológico en una fábula sentimentalista y en últimas, insípida.

Conrad, como Borges, era un conservador que creía que había poco que conservar. El agente secreto es una novela pesimista, casi una protesta contra el ser humano: el único personaje moralmente respetable, un muchacho retardado que no podía soportar el dolor de sus semejantes ni el maltrato a los animales, termina despedazado accidentalmente en un intento fallido por dinamitar el observatorio astronómico de Greenwich. “La historia la hacen los hombres, pero no con sus cabezas”, escribe el narrador en tono irónico al final de la novela.

 
Sagas nórdicas
 

El regalo

Borges marcó su copia de El agente secreto en 1948. El libro no tiene señales particulares de lectura: ni dobleces ni subrayados ni comentarios al margen. No parece haber sido manipulado en exceso. Por diez años, unos meses más, unos meses menos, hizo parte de la biblioteca del poeta, después cambió de manos, fue a parar a otra biblioteca de la misma ciudad de Buenos Aires, la biblioteca de Haydée Lange, la mujer que rechazaba las propuestas de matrimonio con el dedo.

Al principio no lo noté, me pareció un asunto irrelevante, pero varios días después el hecho que conecta las dos historias ya referidas se hizo evidente. El libro está marcado en la primera página con unas letras grandes, conspicuas, que contrastan con la marca diminuta, tímida del poeta. En la segunda página, se repiten las letras decididas, pero aparece un detalle adicional, una información sobre el origen del libro. “Haydée Lange, regalo de Georgie, 20-6-58”, dice la inscripción. La caligrafía es la misma, exactamente la misma, que aparece debajo de la foto de la mujer de blanco y el hombre con barba.

A comienzos de los años veinte le dedicó un poema, a finales de los años treinta le propuso matrimonio, a finales de los cincuenta le regaló un libro que se resiste a desaparecer, en los años ochenta, ante la inminencia de la muerte, le compuso un poema. Siempre, todos esos años, recordó la puesta del sol en su casa de juventud en Buenos Aires.

Al final de su vida, en 1984, Borges narra un sueño, una conversación con Haydée Lange en un restaurante del centro: “De pronto recordé que Haydée Lange había muerto hace mucho tiempo. Era un fantasma y no lo sabía. No sentí miedo; sentí que era imposible y quizá descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma”.

Ambos son fantasmas ahora, de los que quedan apenas las letras, sus letras en medio de un librito que ha resistido el paso del tiempo. Letras, firmas y fechas para mirar con lupa en medio de la historia de Mr. Verloc, espía y vendedor de tintas. UC

 
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