Número 79, septiembre 2016

CAÍDO DEL ZARZO

LA FUNCIÓN DEBE CONTINUAR
Elkin Obregón S.

Lugar, Valparaíso, Antioquia. Año, impreciso. Como el teatro del pueblo estaba en remodelación, alguna entidad (colegio, escuela, biblioteca, ayuntamiento) facilitó un local para la función teatral de esa noche. El recinto era estrecho, incómodo y penumbroso. La obra, La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca. El empírico director de escena, Javier Vélez (q.e.p.d.), valparaíseño de tiempo completo, arquitecto, recitador en uso de buen retiro. Los actores, estudiantes de bachillerato, algún maestro, todos debutantes en esas lides. Sobre el escenario, mesas, sillas y parroquianos que figuran una taberna pueblerina; detrás del mostrador, la zapatera, alma y nervio de la historia.

Al comenzar la obra, el autor (Javier, por supuesto) recitó ante el público el prólogo con el que todo comienza. Después, retomando su voz de siempre, se adelantó unos pasos y recordó a los asistentes los serios problemas energéticos que por esos días afrontaba el pueblo. No debían preocuparse, pues, si acaso la luz se iba en mitad de la representación; los actores se apresurarían a encender las velas que adornaban las mesas dispuestas en el escenario y la obra seguiría su curso sin tropiezo alguno. Así sucedió, en efecto. La luz se fue, el público esperó y aquella ceremonia de las velas, no deliberada, añadió un toque de magia a esa comedia llena de magias.

(Esa noche, en un café de la plaza, tuve el gusto de charlar con la protagonista, una modesta colegiala que, a golpes de intuición y bien guiada por su director, logró expresar toda la fuerza, la gracia y la lozanía de la zapaterita lorquiana. Que se sepa, jamás volvió a pisar un tablado. Debió vivir ese momento como una epifanía. Creo que lo fue).

He asistido varias veces, aquí y allá, a montajes de La zapatera prodigiosa, con actores profesionales y escenografías impecables. Ninguno de ellos me gustó tanto como aquel que se ofició en ese recinto oscuro perdido entre breñas antioqueñas. Pienso que el propio Federico, de haberlo visto, me hubiera dado la razón.

P.D. En la década del 70 (lo relata Rodrigo Saldarriaga, en su libro Tercer timbre), el Pequeño Teatro hizo una gira por caseríos costeros del río Magdalena. Por las noches, presentaban a los pescadores y sus familias espectáculos teatrales que estos recibían con asombro y entusiasmo. Terminaron su correría en un pueblito escondido en la montaña. Les dio allí calurosa acogida el cura párroco, un español exiliado desde los tiempos de la Guerra Civil; esa noche, al calor de unos guaros, les contó que siendo párroco en España de otro pueblo perdido en el mapa había recibido la visita del hoy legendario grupo teatral La Barraca, cuyo director, García Lorca, le relató anécdotas y aventuras de su amado grupo. Lorca nos une.

 

Elkin Obregon

 
 
CODA

No sé si el flamante campeón de la Vuelta España haya comido alguna vez torrijas, esas tortas veraniegas que, solas o con un buen vaso de horchata, son un auténtico manjar de dioses. Si alguien lo pone en duda, llamo a testimoniar al gran escritor español Antonio Díaz-Cañabate: “…la torrija se eleva a lo selecto, eso a lo que es tan difícil llegar, como escribir el castellano igual que fray Luis de Granada, sin aparente esfuerzo, porque sí, porque lo quiso Dios”.
Anímate, Nairo. Y buen apetito.UC

 
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