Número 79, septiembre 2016

Como alma que lleva el globo
David Vásquez. Ilustración: Mónica Betancourt

 
 
 
Me gusta el olor del agua podrida que toman las flores en los baldes. Me recuerda a mis amigos. Muchos tenían plata para salir a parques de diversiones o pasear fuera de la ciudad. Nosotros no. Éramos de esas personas favorecidas con la felicidad que se cocina en ollas gigantes sobre la calle, entre papas, yucas y hueso de cola.

Al lado de nuestro barrio quedaba el cementerio Campos de Paz, uno podía llegar a pie en diez minutos. Allá jugábamos. Los fines de semana llevábamos fiambre en hoja de biao y comíamos nuestro banquete por encima del de los gusanos; nos escapábamos entre los visitantes del que iba quedando en chucha cogida y nos escondíamos detrás de las tumbas para que no nos pillara el que nos tenía que buscar. Los verdaderos héroes gritaban “¡un, dos, tres por mí y por toda la barra!”.

Mi mamá y yo teníamos un pasatiempo: asistir a entierros. Los domingos nos poníamos los vestiditos más elegantes y nos íbamos a buscar muertos a punto de sepultar. No nos gustaban los entierros de viejitos porque la gente casi no lloraba. Para evitarlos, primero íbamos a las salas de velación para averiguar cómo se llamaba el difunto. Si era Epifanio, Teresita o María del Carmen, ni valía la pena arrimarse al ataúd; en cambio un Sebastián, un Juan Pablo o una Valentina nos hacía el día. El estrato no importaba: disfrutábamos del funeral de personas prestantes y encopetadas porque nos sentíamos de alta alcurnia; pero no nos perdíamos el de un pobre bien pobre, eso incluía serenata, tiros al aire, banderas de equipos de fútbol y hasta quebrada del vidrio por donde se asoma el tieso. En fin, mi felicidad colgaba de tristezas ajenas.

Una noche, un 24 de diciembre, cuando todos los adultos se emborrachan y se olvidan de los niños, el Gordo, Sandra, Santi, Quique y yo fuimos a escondidas al cementerio. Los otros niños no nos acompañaron por susto a que los papás se dieran cuenta; ellos nos admiraban. Por esa época, una gran cantidad de pequeños globos caseros vigilaban la ciudad desde el cielo. Nos divertíamos haciéndolos con engrudo, Thinner, espuma —de esa azul que parece un mar con olas y todo—, alambre dulce y, claro, papel globo. Era todo un ritual. Pero si había algo más emocionante que prender la mecha y ver cómo se elevaba un globo hecho por uno era tumbar el globo de otro. Esos globitos, ahí, flotando tranquilos, eran apuestas que no podíamos perder.

Y esa vez íbamos detrás de uno. Quique había sacado la aguja y el espejo, que no pueden faltar para pinchar el globo y obligarlo a caer. Los cinco corríamos tanto como nuestros tiernos pies nos dejaban. De verdad éramos felices buscándole la caída. Para eso Quique debía hacer una especie de magia, chuzar con la aguja el fuego en el espejo. Y nosotros le hacíamos barra detrás. Habíamos corrido muchísimo, mi vestido nuevo —el estrén que había cosido mi mamá con un corte que le regaló una señora— ya se había enmugrado todo con tierra de muertos; el dedo gordo se me pelaba contra el zapato, salía por un roto de la media que ya había sido zurcido tres veces; las piernas nos quemaban desde adentro y Quique nada que podía agarrar el reflejo.
—¡Ya lo tengo, ya lo tengo! —gritó.
—¡Chúcelo, chúcelo! —decíamos todos como si fuera a hacer un gol.
—¡Ay, no! —dijo Quique—. Cogió para otro lado.
—¡Ah, usté sí es bobo! —le dijo el Gordo—. Deme el espejo y la aguja, a ver.

En realidad no es que el Gordo supiera más de bajar globos que Quique, sino que se quería desquitar. Unos días antes, Quique lo había insultado diciéndole que por ser tan gordo no iba a poder ser piloto de avión y que le iba a tocar ser taxista; todos molestaban al Gordo, menos yo. Pero no había tiempo para chistar, el globo se iba cada vez más adonde los niños del otro barrio, así que no pusimos problema con el cambio.

Carrereábamos como alma que lleva el globo. Ya casi habíamos cruzado todo el cementerio y esa llamita envuelta en papel seguía allá arriba navegando en lo negro burlándose de nosotros. No dábamos más, pero el calor que ardía en el Gordo ya lo hacía volar a unos cuantos metros a la delantera.

No se veía mucho, solo unos punticos amarillos después del silencio. De repente, escuchamos retumbar el golpe de un bulto en la tierra. El Gordo no estaba por ninguna parte; y nuestro valor, que solo era valor en grupo, tampoco.

 
Ilustración: Mónica Betancourt

—¡Gooordo! —lo llamé temblando y con los ojos enjuagados—, ¿dónde está?
El lugar se había convertido en un campo de gente muerta y podrida que podía acariciar nuestros tobillos en cualquier momento.
—¡Aquí! ¡Sáquenme, sáquenme, sáquenme! —decía el Gordo en medio del terror lijándose el gañote a gritos desde un hueco de tres metros de hondo—.
¡Ayúdenme, denme la mano!
—¡No, Gordo, usted nos lleva! —decía Sandra.
El Gordo ya no era uno de los nuestros.
—Ay, a-má, a-yú-den-me, por fa-vor.
No era capaz de pronunciar una frase sin ahogarse de miedo.
—Gordo, nosotros vamos por alguien, ya venimos —le dije.
—¡No! No me dejen solito. ¡Olga, quédese conmigo!
—¡No, Gordo, usté me lleva!
Nunca tuve tanto miedo. Estaba como ciega. Todos los que yo había visto enterrar estaban con el Gordo allá abajo; sus miradas me tocaban.
—¡Olga, no me deje!
—¡Gordo, suba, suba! —más que animarlo a subir, se lo suplicaba.

Escuchamos las garras hundirse y deslizarse en el barro de las paredes de la tumba; del abismo salía una respiración muy agitada. Entonces, se asomó el sonido de quien hace fuerza apretando la panza; al mismo tiempo, unos dedos rechonchos intentaban arrancarle el pelo al pasto. Resucitó.

Todos lo abrazamos emparamados en sudor y llorando. Él, que siempre se hacía el bobo en clase de educación física, escaló por primera vez tres metros de tierra húmeda para salvar su vida…
Ese susto siempre fue nuestro secreto.

Hoy, la oscuridad de esa noche brilla. En la sonrisa negra y naranja de las montañas un globo me mira.

Ahora solo voy a los entierros que sí me toca.

Como el tuyo, Gordo.UC

 
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