Número 79, septiembre 2016

El caso es de amor
Ángela Cuartas. Ilustración: Verónica Velásquez
 
 

Ilustración: Verónica Velásquez

Río de Janeiro es una ciudad que ha encantado y ha servido de refugio a mucha gente. La familia imperial portuguesa burló a Napoleón y logró llegar hasta acá, donde tuvo que adaptarse y reinventarse a la fuerza, donde padeció todo el rigor de un territorio selvático, caótico, desbordado. Río siempre ha sido un oasis para el sufrido pueblo del nordeste: he oído no sé cuántas canciones sobre el desarraigo y la saudade que la gente del interior enfrenta cuando se viene a buscar un camino en estas tierras luminosas. No sé cuántas epifanías ha protagonizado, cuántas experiencias místicas, danzas, éxtasis poéticos, religiosos y botánicos ha suscitado. No sé para cuántas muertes, torturas, brujerías, traiciones y humillaciones ha servido como fuente y escenario. Aun así, a veces me sorprende haber terminado haciendo parte de esa multitud esperanzada y deslumbrada, del grupo enorme de personas que buscan agarrarse de la vida con las armas a la mano, con toda la fuerza de la que son capaces. Yo llegué acá buscando un lugar con mucho sol y savia, donde el grito de la vida fuera estridente y difícil de evadir. Me dio lo que esperaba: Río ha sido un remedio, con todo y lo amargo.

Hoy, caminando por Santa Teresa descubro una casa antigua tomada por la hiedra, pero no abandonada. Por la ventana más alta se asoma una cabeza blanca que me mira atentamente.

Las mangueiras cargadas, los almendros plácidos.

Más abajo, en el centro, un hombre me insulta. Porque sí, porque lo había mirado, o porque no. Policías conversando en voz alta mientras esperan: un tumulto está siempre por tomarse las calles.

Jóvenes y no tan jóvenes pintan letreros contra el voto obligatorio, contra el gobernador, contra la violencia policial, contra el sistema. Un artesano mira todo, aletargado.

Una turista, tal vez alemana, casi es atropellada mientras fotografía la puerta de un garaje.

La calle sucia, la vista al Pan de Azúcar, la selva, el mar.

El aire denso, un poeta ofreciendo su poesía, un empleado de la Unicef fingiendo entusiasmo, un pastor sosteniendo un letrero que dice: “Usted merece el infierno”.

Muchos durmiendo en cambuches de cartón, en plena acera, en horario laboral, con restos de comida al lado. Palomas aprovechando.

Mujeres bonitas, mujeres gordas, mujeres flacas, mujeres raras, mujeres con barba de tres días, mujeres desproporcionadas, mujeres con frío, mujeres con calor, mujeres crespas, mujeres alisadas, mujeres planchadas, mujeres con afro, mujeres embarazadas, mujeres viejas y arrugadas, mujeres elegantes, mujeres en chanclas con la barriga por fuera, mujeres que gritan, mujeres que miran por encima del hombro.

Pienso en el nombre. “Una ciudad que se llama Río está condenada a enamorarme”.

Franceses coqueteando con el caminado. Cafezinho. Libros de poesía. Obreros comiendo galguerías en su pausa del medio día.

Soñé que un negro en una moto me robaba. Yo le rogaba que me dejara el celular. Él negaba con la cabeza y me apuntaba con su arma. Ahora miro muchos negros con sospecha, me saludan, me dan miedo. Eso no me pasaba antes.

Un hombre obeso se chupa el índice y el corazón mientras conversa con dos muchachas bonitas.

En el banco el celador me ayuda. Me mira con condescendencia cuando descubro qué es lo que hace que la puerta pite. El cajero me explica todo con calma, sin perder la paciencia.

La mujer con los labios más gruesos del mundo me da información. Se echó brillo. El portugués me vuelve a sonar bonito, me sigue costando pronunciarlo. Mucho.

Parece que hay música en cada esquina, la gente comenta todo, lo explica todo, busca puntos en común. O discute sin compasión.

Veo el partido del Flamengo. Al bar no le cabe un personaje más. Todos me hacen reír, se me antojan caricaturas. “¿Será que yo miro mal?”. Cruzo miradas con el cajero del boteco que debe estar preguntándose yo dónde había estado metida. Lo saludo porque la situación ya se puso incómoda. Tiene ojos bonitos y está entusiasmado por el partido. La cerveza sabe a gloria, no sé cómo pude dejarla. Voy al baño y cuando salgo a lavarme las manos un tipo detrás de mí dice “Miaaauuu”. “¿Ah?”. “Su camiseta, dice miau”. Sí, mi camiseta tiene un gato estampado adelante y atrás dice miau.

Yo iba a escribir sobre sentimientos, los sentimientos que me despierta la ciudad, pero no los puedo nombrar: son muchos, se mezclan. La quiero, la idealizo y la sufro. La voy a extrañar cuando me vaya del todo. O tal vez la olvide con esa facilidad falsa y traicionera que tengo para fingir que el pasado no existe. Tal vez el grafiti que vi hace poco resume lo que siento en este momento por Río: “Passaria uma vida ao seu lado, mas não esta”.UC

 
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