Número 91, octubre 2017

EDITORIAL
Coca regulada

UCLas guerras imposibles se pelean con una sospechosa obstinación. Las cifras de los fracasos han sido inestables y sucesivas, como las cosechas. La pelea contra la coca tiene muchos triunfos costosos y efímeros, una gráfica donde la línea sube y baja según las leyes del mercado, de los ejércitos narcos de sierras y selvas, de la lluvia, de la presión internacional, del precio del oro, del rendimiento de los colonos, de los programas de sustitución y de otras líneas. La variable menos inquieta es la demanda desde el Norte. La demanda mundial, para no discriminar. Según el último estudio de Naciones Unidas el consumo de cocaína en el mundo ha mantenido su raya estable entre 1998 y 2014. Se ha movido del 0.3% al 0.4% de la población mundial entre 15 y 64 años. Mal contados son 23 millones de consumidores declarados en el planeta. En el clóset de los periqueros puede haber una cifra similar a la de los declarados. Los análisis en los desagües de las ciudades europeas y gringas dejan su rastro y entregan una cifra más segura que la de las encuestas. Aguas negras y aguas blancas.

Algo menos de 120.000 familias colombianas son la raíz del negocio. Un dato en las calles de Estados Unidos lo deja bien claro: el 92% de la coca decomisada viene de estos lares. Los campesinos colombianos siembran y venden la hoja fresca. No cocinan, solo riegan la coca y la raspan. Siembran y le responden a narcos varios, siembran y se esconden del Ejército y la DEA. Tienen los peores patrones y la peor competencia. Un poco menos de la mitad de la materia prima del mercado mundial se concentra en cinco municipios colombianos: Tumaco (Nariño), Tibú (Norte de Santander), Puerto Asís (Putumayo), El Tambo (Cauca) y Valle del Guamuez (Putumayo). La ganancia no es mucha pero la gente de los “entables”, los encargados de la primera cocción, va y recoge la cosecha. La gran mayoría de las familias cocaleras recogen un poco más de un millón de pesos mensuales sin descontar sus gastos de producción. Viven tan desprotegidos como quienes siembran maracuyá. Más del 85% tienen menos de una hectárea sembrada. Viven, por decir algo, entre la espada del Clan del Golfo y la pared del Estado.

Tumaco y el Catatumbo son los territorios del embale mayor. La economía cocalera es la regla y el Estado mira desde afuera intentando imponer alguna excepción. Tumaco tiene 250 000 habitantes. Se puede decir que el 25% de la población vive de cultivos, cocinas, despachos y sobornos. Sacar la coca, cuidar el entable, alabar al patrón, arriar la hoja por las trochas, buscar la gasolina, esconder los submarinos en el manglar, tripular las lanchas son buenas y únicas opciones. En el Catatumbo están las pistas y la frontera con Venezuela. Los despachos por aire son el pan de cada día. Los cultivos obedecen a una marea que iguala guerras y treguas. Según el informe anual de Naciones Unidas sobre cultivos en Colombia, en 2007, auge del gobierno Uribe y el glifosato, había tantas hectáreas como en el gobierno Santos, cumbre de la condescendencia cocalera. Un poco menos de 150.000 hectáreas en cada año. Estados Unidos aportó 15 000 millones de dólares en doce años de Plan Colombia para dar la pelea. Las Farc perdieron la mitad del Secretariado pero la coca se mantuvo. En el interregno las hojas subieron y bajaron, caprichosas, sin importar el presidente en la Casa de Nari.

En Estados Unidos murieron el año pasado cerca de 60.000 personas por sobredosis de todo tipo de drogas. Más de la mitad por sobredosis de opioides, bien fueran recetados o negociados por debajo. Creció el consumo de coca pero como un dato marginal respecto a la epidemia nacional de los gringos con los opioides. La coca sigue siendo una manera de hablar desde la superioridad del principal cliente y el principal enemigo. Se aspira pero con filtro. Ayer dijo el ministro de Defensa colombiano que por cada tonelada de coca que incautan en Estados Unidos se decomisan cuarenta en Colombia. Make Suramérica Great Again.

La guerra contra las drogas, que cada año deja millones de muertos más que el abuso de las drogas, ha marcado con la violencia la vida de millones de familias en América Latina. No se puede olvidar que el negocio empezó en Chile y hoy tiene a México como el mercado que le entrega valor agregado al producto. Fue un estigma andino pero desde hace más de una década se convirtió en un lío colombiano. Era más fácil contradecir en compañía, con las voces de Perú, Bolivia, Ecuador. Nuestro dominio del mercado nos dejó hablando del posible veneno mientras los vecinos hablan del uso ancestral. Tenemos el peor de los monopolios. Solo deja pérdidas.

Es hora de que Colombia comience a hablar de Coca Regulada, un concepto que desde hace años acuñó la gente de Acción Técnica Social (www.acciontecnicasocial.com). La idea parecía imposible hace una década, pero la marihuana ha mostrado que los cambios pueden ser rápidos. El año pasado los consumidores medicinales gastaron 56 billones de dólares en Estados Unidos y Canadá. La coca ha sido perseguida desde 1903 pero también estuvo durante años en las etiquetas médicas. Tiene usos ancestrales, medicinales y recreativos. Puede ser regulada y vigilada como sustancias arriba y debajo de su umbral de “peligrosidad”: alcohol, marihuana, heroína.

En el corto plazo seguiremos con la meta que ponen desde la era Trump, las franquicias del Clan del Golfo, las muertes en Tarazá, la república independiente del Catatumbo y la única economía del alto Putumayo. Hace unas semanas vimos la mayor de las lecciones y la mayor de las tragedias. Siete campesinos cocaleros asesinados en Tumaco. Hasta ahora no sabemos si los mataron quienes los combatían o quienes los alentaban. UC

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