Número 94, febrero 2018

 
 
Las diminutas dichas que se aferran
con sus mínimas garras a la vida,
¿serán el porque sí de todo?

Eliseo Diego, Álbum para pegar láminas.

 
 
Cultivar el asombro

 
Alejandro Gaviria U. Ilustración: Titania Mejía

Ilustración: Titania Mejía

Hace treinta años, durante unas vacaciones universitarias, leí la novela póstuma de Truman Capote, Plegarias atendidas. Era la novedad literaria del momento, traducida a muchos idiomas y considerada imprescindible por los críticos de entonces. Su importancia ha ido diluyéndose con el tiempo. Fue flor de un día, como casi todo. El librito yace descolorido en un rincón cualquiera de mi biblioteca. No recuerdo los detalles de una historia de escándalos y chismes, la memoria es imperfecta e impredecible. Pero hay dos fragmentos que me quedaron grabados, impresos para siempre en la memoria.

Uno de ellos narra el encuentro casual de uno de los protagonistas, un joven estadounidense recién llegado a París, aspirante a novelista y vividor profesional, con la escritora y periodista francesa Colette. En un momento de candidez, ante una pregunta de su célebre interlocutora, el joven hace una confesión: “No sé qué espero de la vida, pero sí sé lo que me gustaría ser, un adulto”.

La respuesta de Colette es inolvidable (lo fue para mí, al menos): “Eso es lo que ninguno de nosotros podrá ser nunca, una persona adulta […] Libre de malignidad, envidia, codicia y culpabilidad. Imposible. Voltaire, incluso Voltaire, llevó un niño entre sí toda su vida, un niño envidioso y malgeniado, un muchacho obsceno que siempre se olía los dedos. Y Voltaire llevó ese niño hasta su sepultura como haremos todos nosotros hasta la nuestra. Lo mismo podríamos decir del papa en su balcón, soñando con la carita perfecta de un guardia suizo. Y el juez británico bajo su exquisita peluca, ¿en qué piensa cuando envía un hombre a la muerte? ¿En la justicia, en la eternidad y en cosas serias? ¿O acaso se pregunta en cómo se las podrá arreglar para que lo elijan miembro del Jockey Club? [...] Tenemos por supuesto algunos momentos adultos, dispersos aquí y allá, y de ellos, el más importante es la muerte”.

El segundo fragmento es trivial en apariencia. Un pequeño paréntesis, una anécdota menor en la novela y en la vida del protagonista. Este llevaba ya Cultivar el asombro varios meses viviendo en Nueva York. La fascinación inicial comenzaba a diluirse, a romperse poco a poco bajo el peso infinito de infinitas miradas. Su protectora de entonces, una escritora decadente y dominante, le dio a cumplir una pequeña tarea. Una sobrina venía a Nueva York de visita y debía llevarla a recorrer la ciudad, a pasear de nuevo por las calles que había recorrido meses atrás con la felicidad del recién llegado.

“Recuerdo esos días con nostalgia… Fue como meterme en su cabeza y poder así observarlo y saborearlo todo desde ese observatorio virginal”, confiesa el protagonista. Treinta años después aún recuerdo esta anécdota literaria, perdida en una novela ya olvidada. No pretendo buscar explicaciones a los caprichos de la menoría (es un ejercicio especulativo). Basta con decir, por ejemplo, que en algún momento, durante los primeros días del año, con la luz renovada del mes de enero, muchos hemos experimentado la felicidad de sentirnos turistas en nuestra propia ciudad. La felicidad de abrir los ojos y salir momentáneamente de la sombra de la rutina.

Hace cinco años, en unas vacaciones, mientras hacía fila en un aeropuerto, leí un fragmento similar, una anécdota personal de otro escritor estadounidense, George Saunders. Volaba Saunders de Chicago a Siracusa. De repente oyó un ruido seco en un costado del avión. Un humo negro llenó la cabina en pocos segundos. Saunders comenzó a repetir irracionalmente “no, no, no, no…” mientras el piloto, con inocultable pánico en la voz, les pedía a los pasajeros permanecer sentados con sus cinturones abrochados. Saunders solo atinó a cogerle la mano a una pasajera que lloraba calladamente del otro lado del pasillo. Así estuvieron por varios minutos, congelados, esperando la muerte. Al final no pasó nada: el avión regresó a Chicago y aterrizó sin problemas. Los pasajeros pudieron seguir con sus rutinas. Simplemente habían sumado una anécdota más a sus vidas.

Pero cuenta Saunders que durante los días siguientes al incidente vivió en un estado de excitación. Disfrutaba cada instante. Saboreaba cada bocado. Apreciaba todos los colores, todos los pliegues de la realidad. Había recuperado su capacidad de asombro. La inminencia de la muerte le había devuelto la vida. “Si uno pudiera caminar así todo el tiempo, con la conciencia de que todo va a terminar, ahí está la clave”, escribió después.

Varias décadas atrás, Carl Sagan había dicho lo mismo de forma aún más directa: “Estar a punto de morir es una experiencia tan positiva, tan formadora que la recomendaría a cualquier persona, salvo, por supuesto, por el irreductible y esencial elemento de riesgo”. No hay mejor descripción del “efecto Saunders”.

***

Yo también experimenté el “efecto Saunders”. De una manera diferente pero comparable. Una mañana me levanté con una sensación de llenura, abotagado, inapetente. Doce horas después estaba recibiendo una noticia inesperada que cambió mi vida para siempre: “Usted tiene cáncer”. Nada más y nada menos. Ya contaré los detalles del diagnóstico y el tratamiento. Más allá de los aspectos terapéuticos o clínicos, de la inclemencia de la enfermedad, el cáncer me cambió la vida. Me hizo sentir como el personaje de Capote (y su perspectiva virginal) y como Saunders (y su conciencia de la mortalidad).

Ya había superado la mitad de mi tratamiento. No tenía un solo pelo en el cuerpo, con la excepción, quizás, de algunas hebras hirsutas que mal poblaban lo que habían sido mis cejas. No había perdido toda la vitalidad. Pero una infección me estaba enloqueciendo. Literalmente. No paraba de toser. Tosía de día y de noche. Sin tregua. Como un prisionero a merced de un torturador perverso que había encontrado una forma eficaz de cumplir su cometido. Estaba listo para confesarlo todo.

Pasé un fin de semana en el hospital. La tos solo era interrumpida por los cambios de turno de las enfermeras que medían escrupulosamente mis signos vitales. La fiebre iba y venía de manera caprichosa. Los antibióticos parecían ser capaces de mantener a raya a la infección, pero no de eliminarla por completo. Con el pasar de los días me fui llenando de un desgano inédito, de una falta de vitalidad que no había experimentado jamás.

Llegué a la casa un lunes al mediodía (al día siguiente jugaba la selección Colombia en Barranquilla). Me recosté en la cama a celebrar mi regreso a la vida, el asombro de estar vivo. Hice, entonces, un recuento de las cosas que me gustaría hacer. Quería compartir la lista con mi esposa y mis hijos. Las escribí en el teléfono lentamente, secándome las lágrimas cada cierto tiempo.

Decidí publicar la lista en una red social. Fue un impulso repentino, no meditado. Probablemente quería llamar la atención sobre la dimensión más obvia de la felicidad: la de contemplar el mundo, la de estar vivo. La lista causó una pequeña conmoción. Fue compartida y leída por mucha gente. Caí en cuenta, entonces, de que de vez en cuando, cada cierto tiempo, vale la pena mirar el mundo con los ojos nuevos del turista o del condenado.

Cosas que me gustaría hacer

Ir a Barranquilla, ver el partido de Colombia y olvidarme de todo, soltar diez o veinte hijueputazos y después, gane o pierda la selección, tomarme tres cervezas a la salida del estadio, echar carreta y especular tranquilamente sobre lo que fue y lo que pudo haber sido.

Salir a caminar por la carrera Séptima, llegar hasta la calle 70, bajar por Quinta Camacho hasta la librería Sanlibrario, comprar dos libros viejos, devolverme caminando, pensando en los problemas y las inclemencias del día, llegar a la casa, acariciar los libros, leerlos a medias, ubicarlos en la biblioteca y sentir que desde allí, de lejos, como si irradiaran algo, me hacen feliz.

Abrir el periódico, escoger una película al azar, cualquiera, sin grandes estrellas, llamar a mi esposa, encontrarnos, entrar a cine, ver la película, tomarnos después un café y hablar sobre la vida, los hijos que siempre nos sorprenden, la tragicomedia de las oficinas, las películas que hemos visto y las que hemos dejado de ver.

Salir al parque con mi hijo y hablar, cogidos de la mano, mientras damos vueltas y vueltas, sobre los temas de siempre, la raza del próximo perro, la indiferencia de los gatos (casi como la del universo), la inutilidad de las tareas y los videojuegos (que son como la vida).

Salir de la casa con mi esposa avanzada la tarde, dar la vuelta a la esquina, entrar al restaurante italiano, sentarnos en una mesa, no frente a frente sino del mismo lado, pedir una botella de vino y brindar porque estamos juntos y porque estar juntos es suficiente razón para brindar y brindar.

***

Pasaron las semanas. La tos no cesaba. La tortura no amainaba. Las inclemencias del tratamiento no disminuían. Yo seguía aferrado a una suerte de resignación estoica o de estoicismo resignado. Encontré, entonces, un refugio en la poesía. En las admoniciones de los poetas, en sus llamados a disfrutar las diminutas dichas. “Estoy cayendo precipitadamente en la autoayuda”, pensaba por momentos. “Pero qué más da, en últimas casi todo es autoayuda”, respondía, indulgente. En nuestras conversaciones íntimas, todos solemos pasar de la ironía a la autocomplacencia.

Un domingo en la tarde, mientras daba vueltas por un centro comercial enfrascado en mis pensamientos, compuse otra lista heterogénea, otra invitación a valorar las delicias de lo habitual. Llegué a la casa, transcribí la lista en el celular y decidí compartirla nuevamente. Ya tenía menos escrúpulos sobre la autoayuda. La poesía, en última instancia, no es más que una forma sublime de celebración y de protesta, una forma sofisticada de autoayuda, de asumir el absurdo de la existencia sin renunciar a los desafíos de la libertad.

Las diminutas dichas

Los escasos segundos entre el trueno rotundo que nos despierta y la lluvia difusa que nos arrulla otra vez.

El instante en que nos damos cuenta de que la inercia de la responsabilidad no tiene sentido y podemos seguir durmiendo, pues nadie nos espera un lunes festivo temprano en la mañana.

El asombro cuando miramos el cielo al final de la tarde y vemos la luna completa, perfecta: una presencia rutinaria pero sorprendente, un milagro repetido, predecible.

El domingo en la mañana con sus horas lentas y felices, que nos hacen olvidar lo que vendrá unas horas más tarde, la soledad de la existencia.

Los días previos a un viaje de vacaciones: la sensación de un nuevo comienzo, de un rompimiento: la promesa de la felicidad, que es la felicidad misma.

Hay otras pequeñas dichas que no menciono. La luz de la mañana, la luz de la tarde, una mano en la mano, una boca en la boca, el viento en la cara… “He sido feliz varias veces, casi todas tienen que ver con el viento en la cara”, escribió alguna vez un novelista estadounidense.

Yo también he sido feliz algunas veces. Muchas de ellas tienen que ver —no puedo negar al calvinista que hay en mí— con el deber cumplido: un viernes en la tarde, después de una jornada ardua, de terminar un escrito, dar una conferencia o liderar una reunión con éxito, tomarme tranquilamente una copa de vino en compañía, con la convicción íntima de haber hecho la tarea, de haber tratado de hacer las cosas bien. Los ascetas también tienen sus placeres, también viven las diminutas dichas, los momentos felices. UC

 

*Capítulo del libro inédito
El cáncer es como la vida

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