Número 94, febrero 2018

El último románticoEl último romántico
Juan David Jaramillo

 
No logro fijar su rostro. Aun haciendo el ejercicio racional y minucioso de retenerlo, se me escapa. Y me pregunto si en ese afán suyo de dibujarlo todo, de editarlo todo, de pervertirlo todo; terminó convertido en una abstracción, una viñeta aprendida de sí mismo.
—Entonces usted creció en el barrio La Raya, en Itagüí, pero luego se fue a vivir a Barrio Antioquia, en Medellín, a una casa que tenía su papá.
—Sí, mi papá se separó de la otra familia que tenía y mi mamá y mis hermanos nos fuimos a vivir con él.
—¿Y de esta familia usted es el mayor de tres?
—Sí, tengo 43 años ya.
—¿Desde cuándo usa gafas?
—Desde los quince años más o menos.
—¿Debido a qué?
—Miopía.
—Sin gafas no puede ver de lejos.
—Nada, pura bruma.
—¿No es eso lo que quiere un dibujante, tener una visión cercana de las cosas, abstraerse del entorno?
—Sí, pero no así.
—¿Cuadradas y grandes siempre?
—Sí. Decidí comprar algo que tuviera personalidad. No tratar de disimular con un marco pequeño o delgadito. Son como un antifaz. Tal vez tengan que ver con ese cuento de Clark Kent y Superman: lo único que los diferencia son las gafas. A veces me las quito y no me reconocen.

De ese antifaz de pelo y gafas, del que se me escapan los ojos, penden una chaqueta inglesa de paño y una camisa larga de cuello en puntas y puños ajustados, por la que se escapan unas manos largas de abedul que custodian un fuego y un espiral de cenizas frágiles. Una correa de taches metálicos lo parte en dos y deja libres, oscilando, unos pantalones negros y ajustados que terminan en dos botines puntiagudos de cuero opaco. Si lo viera caminar hacia mí, de lejos, no podría afirmar con certeza si eso que viene rayando la acera es una pluma de dibujo de un metro noventa, o una calavera esbelta, con traje y corbata, nacida —buena coincidencia para un dibujante— en La Raya.
—¿Y el pelo? En las fotos que vi de su infancia y adolescencia tenía, no solo las gafas grandes y cuadradas, también ese mismo corte de pelo tapándole la frente y las orejas.
—Aún hoy es mi mamá la que me corta el pelo; solo a los veinte años lo tuve largo hasta la cintura. No me gusta que un desconocido me toque la cabeza.
—¿Por qué?
—No sé. Me parece horrible.
—¿Cuántos años tiene su mamá?
—Setenta y dos.
—Pero no vive con ella hace rato.
—No, no, mis hermanos sí…
—En esas fotos que le mencioné también vestía camisas de manga larga y cuello en punta, sacos y chalecos. ¿Estaba construyendo algo desde pequeño, como con el dibujo?
—Pero no sé si era consciente.

Santa Bisagra Nº1

***

Por la cercanía a su casa en el barrio Trinidad, o Barrio Antioquia como también es conocido, la familia de Pablo optó por el colegio La Salle de Guayabal para que terminara su bachillerato. Salió en 1992 y empezó a estudiar publicidad en el Instituto de Artes, una universidad pequeña ubicada en el Centro de Medellín, extinta por entuertos administrativos. Se graduó en 1996 y trabajó dos años como graficador en empresas de publicidad (Zeta Colina y Esquema Publicidad) y luego conformó un equipo de trabajo con sus amigos, al que llamaron Plan Nueve; y con Createl, una casa productora para hacer dibujos animados. De ese grupo salieron dos pilotos para televisión: la serie animada La Capucha Roja y el falso documental Buscando a Wilmar, con los que viajó a Bogotá. Allí trabajó con una productora audiovisual (Teleset) durante siete años. Hasta que decidió irse a España con una novia a probar suerte. La crisis económica lo devolvió flaco y soltero.

Los años de estudio en la universidad y de trabajo en litografías le sirvieron para saber que no quería ser publicista. También para afinar el conocimiento de procesos editoriales, especialmente en diagramación. Lo que elevó la calidad de sus primeras publicaciones.

—En 1993 asistí a una feria del libro en el Palacio de Exposiciones, aquí en Medellín. Tenía poca plata y me tocó decidir entre comer o comprar una revista de cómics que me gustó desde que la vi; tenía la portada blanda, plastificada, policroma, y doce páginas interiores en escala de grises, perfectamente diagramadas en tamaño carta y con hojas de buen gramaje. Me la vendió usted por mil pesos. Es esta…
—A ver, ¡juemadre!, esta es la Agente Naranja número uno. De esta hubo una número cero, también. Salieron cinco ediciones. Luego publicamos Cítrico Extra, una versión más pequeña de Agente Naranja; Prozack, que era de cómic; Puta Vida, un fanzine mío; y tres ediciones de Santa Bisagra… Y aparte de eso estaban los manes de Sudaca Cómics, Marco Noreña, y Wil, publicando Culo, Banano, etc. Esa que tienes fue una de las primeras publicaciones que dirigí y en las que participé. Una revista de cómic y humor, básicamente.
—¿De dónde salió la idea de esta publicación?
—Nos reunimos cuatro amigos a hacer humor gráfico e historietas de forma muy personal, guiados por los gustos de cada uno: había humor ácido, liviano, con ínfulas artísticas, con mucha sátira. Fue una de las primeras cosas que pasaron en Medellín en cuanto a cómic. No somos pioneros, pero en los noventas hubo un boom en el que participamos fuertemente. Con Wil, Alejandro Lobo, Pipe, Diego Tobón, éramos la Junta Directiva de Agente Naranja. Luego se unieron otros: Eddy (La Piquiña), Alejandro Eusse, Fossy, y otros a los que ya les perdí el rastro. Eso fue hace rato, yo apenas tenía 24 años. Pero casi todos, desde pequeño, los había pasado dibujando.
—En Agente Naranja usted firma como Flakoz y lo que dibuja allí es un extraterrestre existencialista que es dejado a la deriva en un planetoide por su única compañera. ¿Adónde se fue ese ruido de la violencia de los noventas, intentó anular la estridencia forzosa de los narcos con cómics?
—Como todos, aprendimos a vivir en medio de todo eso. Ahí está Santa Bisagra en respuesta. Mano, fui metalero y punkero, pero nunca me encerré en nada. No me interesaba inscribirme en nada porque en todas partes había cosas buenas y malas; era mejor ver el panorama. Los punkeros y los metaleros fueron los primeros en hacer fanzines, por ejemplo. Yo siempre tuve el deseo de explorar medios y vainas, y de aprender.
—Hubo un asomo de problemas legales por Santa Bisagra, ¿no?
Agente Naranja Nº1.—Sí, en la feria del libro del 97 las directivas se dieron cuenta de que teníamos esa revista y otros cómics a la venta, y llegó un mojigato a decir que por ahí pasaban niños y que el evento era educativo y llamaron a la Físcalía y armaron un pedo. A raíz de eso hicieron una purga y sacaron todo lo que tenía metal, punk, una cresta o un motilado raro. En pleno gobierno de Samper con lo del escándalo de corrupción del Proceso 8000. Después de eso los de la Fiscalía nos hacían visita en las casas y los trabajos con cualquier excusa boba. En los medios salimos anunciados como “el brazo editorial de una secta satánica promoviendo el suicidio”. Y con falsos testigos en silueta diciendo que habían recibido la publicación. Nos tocó llamar a decir que nos estaban jodiendo, que comieran mierda. Y bueno, todavía está a la venta si estás interesado.
—¿Todavía tiene ejemplares guardados?
—Sí. Ja, ja, ja…
—Fue un éxito en ventas, entonces. Me llevo una antes de que se acaben. ¿La National Lampoon y la Mad fueron alguna vez referentes?
—Las conocíamos pero no nos llamaban la atención. Estábamos mirando para otro lado.
—¿Para dónde?
—Había una revista española que se llamaba El Víbora. Puro cómic underground. Tenía autores de muchas partes del mundo: Robert Crumb, Cherton, Liberatore, etc. Era una revista muy consolidada, políticamente incorrecta. La mamá de todos nosotros. Llegó como diez años después aquí, pero habían empezado a distribuirla por correo después de la dictadura de Franco, en los ochenta más o menos. También había otras de cómic fantástico como Heavy Metal, Fierro de Argentina. Nos íbamos nutriendo entre nosotros: cada uno tenía su colección limitada de revistas. Nos las íbamos prestando y conversábamos sobre lo que veíamos.
—¿Nosotros, quienes?
—En esa época, los mismos: Marco Noreña, Andrés Buitrago, Tebo, Wil, Truchafrita, Joni B., etc. Nos parchábamos en las Torres de Bomboná a hablar de cómics y música.
—¿De cómic latinoamericano qué más se veía?
Memín Pinguín, Condorito, todos esos cómics de editorial Novaro, mucho de México y Chile. Cómics picantes y fotonovelas, muchas en sepia y en blanco y negro. A los de nuestra generación les tocaba alquilar en los barrios las revistas. Cobraban como cinco pesos por un día entero. O menos si uno la leía en el alquiladero. Yo alquilaba puras revistas Vaquero. Un wéstern a color.
—¿Y porno?
—Pero esas las vendían en las farmacias. El primer cómic que me compré se llamaba Wallestein il Mostro. Pura serie Z italiana. Era sobre un hombre que podía cambiar su cara por la de otra persona. Siempre había una o dos rubias que violaban, o torturaban o cualquier cosa. Yo la compré por el monstruo y cuando la abrí dije: ¡Wow, qué es esto! Fue mucho antes de conocer El Víbora y tantas otras.
—¿Usted es un Wallestein del cómic?
—Ja, ja, ja… Hombre, puede ser. Puede ser que me mimetice con otras cosas… Pero igual sigo siendo yo. El personaje, en cambio, siempre engañaba a los otros con lo que hacía…
—¿El arte no juega un poco a eso?
—Pero yo siempre pongo la cara en lo que hago.
—¿Hay una intención decididamente provocadora en todo lo que hace? Tengo la sensación de que por el trato que le da en sus cómics a temas como el racismo, la misoginia, el homosexualismo, a veces no es comprendido estéticamente.
—Yo creo que por estos días es más provocador ser políticamente correcto.
—Empezando tuvo problemas con el humor negro, ¿no?
—Sí, lo que te conté con Santa Bisagra, hace veinte años, cuando vender una revista en la que se mostraba una triple penetración no funcionaba en una feria del libro. Aunque tenía otras cosas, no solo porno, había poesía, religión, manuales para ahorcarse, Artículos sobre pedofilia, letreros de animales perdidos… ¡Pero es que no existía ni internet!
—En una ciudad tan goda como Medellín eso era un ataque directo.
—A la institución, sí, a la autoridad…
—A lo establecido…
Zinema Zombie Fest Bogotá, 2011.—Total, total. Pero más que provocación era transgresión, porque todo lo que usábamos eran las mismas imágenes de los medios. Reutilizábamos cosas del periódico El Espacio, por ejemplo. Alguna vez, con la imagen de un decapitado publicamos un texto humorístico.
Le estábamos mostrando a la gente lo mismo desde nuestro punto de vista. —¿Y por qué esa decisión de hacer énfasis?—Teníamos premisas en esa época: hacer lo que nos diera la gana. Sin filtros. Y crear un sacudón en los espectadores con un cambio de sentido. Era propiciar un ambiente de autorrevelación para quien lo estuviera viviendo. Inicialmente estábamos muy aburridos y muy deprimidos y luego nos dimos cuenta de que teníamos un poder que podíamos utilizar de forma política. No eran chistes ramplones sino invitaciones a hacer una segunda lectura de las cosas. Así logramos tres ediciones de Santa Bisagra. Luego cada uno se fue a hacer lo suyo. Vivíamos en un entorno de barrio donde estaba enquistada esa violencia grande. Sin humor no se sobrevive porque todo se vuelve grave y siniestro. Aún cuando fuera un chiste en una situación horrorosa eso ayudaba a llevar la situación, o a comprender las cosas.
—¿Hay una intención marcada de extender la idea que tiene de narrar?
—Sí, claro, hay una idea que ronda en diferentes medios. Es tomar todo lo que haya a la mano para contar historias. Ahora estoy concentrado en hacer cómic y música.
—¿Ha correspondido eso a una década, a una corriente estética?
—Puede ser que sí, pero inconscientemente.
—¿La música ha influido en esa estética? Le gustan mucho las camisetas de grupos musicales…
—Pero más como fetiches.
—Por eso las usa debajo de la camisas…
—Sí.
—Con estampados de bandas de metal.
—Venom, Masacre, Dream Theater… Yo escucho de todo, y cada género tiene una manera de vestir. Cuando voy a poner música o hay una fiesta especial es como vestirse de gala.
—¿En ese momento es usted o un personaje?
—Con el Último Romántico es un performance. Una manera de hablar y de tratar a la gente en un ambiente y un escenario especial para eso. Es ser el personaje pero también el concepto de la fiesta.
—¿Quién es el Último Romántico?
—Todo el que se atreva a cantar en público. Comenzó como una fiesta que hice en Barcelona hace diez años para escuchar música romántica. Aunque en Bogotá ya había hecho cositas; en Europa no existían bares de ese tipo de música, como sí los hay en México o Colombia. Comencé con un grupo en Facebook en el que montaba videos, y me empecé a conectar con la gente. Luego vinieron los eventos, y las fiestas de karaoke. Me visto para la ocasión, hago sonar mi colección de elepés, pongo un video proyector con baladas románticas y aliento a la gente a que salga a cantar en vivo y a que pida canciones, a que se sumerja en las letras, en la música, en esa estética.
—¿Qué le gusta de ese tipo de música, su mamá escuchaba baladas románticas?
—Sí, como casi toda la gente de esa época. Lo que me marcó fue un estilo de música irrepetible: la música romántica. Que a pesar de que contenía muchos géneros seguía conservando el sentimiento puro. Era cantar desde el corazón las vivencias de quienes escribieron esas letras. Sea lo que sea, porque dentro de la música romántica hay balada, rocanrol, disco; Amanda Miguel, por ejemplo, hizo heavy metal… No sé quien de los dos es el que está perdiendo más / no sé si te das cuenta con la estúpida que estás / yo sé que no podrá quererte como yo / así no te amará jamás.
—¿Y Leonardo Favio, punk, con Mi tristeza es mía y nada más?: Que nadie me hable del amor / para mí la luna es un lugar / que parece ser azul / solo mi tristeza es realidad.
—Claro, es que había hasta grupos de rock progresivo de los setentas que tenían baladas con versiones en español. En los ochentas y a principios de los noventas, por ejemplo, a los de Poison y Whitesnake los productores les pedían baladas, y eso fue lo que pegó aquí.

***

Macho y Puta“Amorcito”, así llama Pablo a su novia y compañera desde hace tres años, María Luisa Isaza. Ella, de pocas, casi ninguna palabra y un talento admirable, trabaja como diseñadora gráfica en Medellín. Creadora, entre muchas otras cosas, de ilustraciones en las vallas públicas, una especie de “pinturas digitales”, que conocemos del Parque Explora. Viven juntos en un segundo piso en el barrio Belén Granada. En un rezago de tapias, techos de cañabrava y baldosas coloridas de una casa que está en pie desde los años cincuenta. Por mascotas han tenido un periquito y un conejo, que ahora custodian desde la nada, convertidos en recuerdos y dibujos; las abundantes colecciones de cómics; la colección de elepés de diversos autores y géneros; los baúles con casetes de VHS de películas serie B y Z; los modelos didácticos de cuerpos humanos; la colección de especias y pimientos picantes; y muchas plantas, philodendros, limones y zamioculcas las preferidas. Se respira amor, y humo de los cigarrillos que Pablo enciende constantemente mientras conversamos.
—¿Quién más ha sido usted, Pablo? —le digo mientras le paso mi segunda cerveza para que la destape con el culo de un encendedor chino.
—Pablo Marín Ángel, Flakoz, FKZ, El Señor Juanito, Sudacateka, Cinema Zombi, Carcomeme, Prozack, el Último Romántico, Zafiro Zafiro...
—¿Quién fue el primer romántico?
—Un hombre en una caverna, seguro. Por ahí debe seguir pintada en rojo su mano entre estalactitas.
—¿Por qué si el amor es amor y lo es desde siempre yo debo cambiar?
—Mano —contesta con desenfado mientras se empuja con el índice las gafas—. Te ganaste una invitación al primer concierto de Zafiro Zafiro, mi nuevo grupo de tecnobalada.
—Solo quería citar...
—Claro, Nicola.
—¿Lo voy a ver cantar en vivo?
—Y yo a usted, señor Di Bari.UC

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