Número 95, marzo 2018

Celadores
Jhon Agudelo García. Ilustración: Carolina Rivera

Ilustración: Carolina Rivera

Hace un tiempo, en una de mis revistas favoritas, leí un cuento que me atrapó de principio a fin. En él se repetía un acto, absurdo, que me daba la impresión de contener un mensaje que como lector atento debía decodificar. Un hombre, durante todo el cuento, sigue al narrador hasta el cansancio. Pero no solo lo sigue, lo sigue con un paraguas, con el que lo golpea. Le propina una y otra vez lo que él llama paraguazos. El cuento lo escribió Fernando Sorrentino, leí al final. Leí, además —hurgando en su biografía—, que no solo escribía cuentos, también ensayos. “Ha escrito ensayos completos de autores clásicos”, leí exactamente. Leí, más adelante, un cuento de Luis Fayad en el que un perro sigue a Leoncio, personaje principal del relato, con la misma intensidad del hombre de los paraguazos, sin un motivo aparente. También, como otra lectura difusa en el tiempo, leí un cuento de David Betancourt en el que un viejito, con un bastón, sigue a la protagonista, durante todo el día, golpeándola mecánicamente. En los tres cuentos se repite, infiero, la resignación: la falta de voluntad de los perseguidos para rebelarse. También los finales son similares: los perseguidos han fortalecido una extraña conexión con el sujeto que los acosa. Han creado, interpreto, una relación de dependencia. Podrían tratarse, estos cuentos, de los sistemas de dominación de los que buscamos ser parte para sentirnos partícipes del mundo, ligados a algo o alguien, aunque nos golpee. Quizá de allí provenga la palabra sujeto para referirnos al humano. No sé. Estoy cayendo en el fangoso terreno de la especulación. Y lo que quiero, al menos ahora, es conectar estas lecturas con lo que me pasó hace un tiempo.

Venía de un bar, caminando, escuchando música, cuando sentí que debía mirar hacia atrás. A unos metros, ya muy cerca de mí, se acercaba un hombre corriendo, con un palo, elevado en la posición de quien prepara un golpe. No iban a ser golpecitos, como en los cuentos, sino un gran golpe, definitivo. Por obvias razones, estas cosas no las pensé en el acto; lo que hice, por instinto, fue correr. Corrí sin volver a mirar, sin saber si aún me perseguía. El corazón, como se dice, se me iba a salir. La calle, a las 3 a.m., solitaria. Más adelante, sin embargo —tres cuadras adelante, calculo—, unos hombres me preguntaron qué pasaba. Eran cuatro o cinco, no recuerdo con precisión, que jugaban cartas en las gradas de una cancha de baloncesto, en el complejo deportivo del barrio. Les dije, haciendo un gran esfuerzo por hablar, que un hombre me seguía con un palo. No les dije que un hombre como el del cuento de Betancourt, ni como el de Sorrentino, ni mucho menos un perro como el de Fayad. Un hombre, con un palo, solo eso. Me preguntaron si yo era el hijo de Victoria. Ignoraba cómo lo sabían, pero les dije que sí. Tres de ellos fueron a buscarlo. Esperé.

Nunca nos habíamos presentado, pero los conocía. Solían estar en la esquina de la cuadra, jugando cartas y tomando cerveza, casi siempre, o a las afueras de algún colegio cercano esperando en su moto a una adolescente maquillada en demasía. A veces los veía en la otra cancha, de microfútbol, detrás de un arco, sobre todo en la noche, muy tarde, rodeados de intimidantes perros, compartiendo lo que en su creativo vocabulario llamaban bareta. También invertían las sílabas de las palabras, como al decir misaca o fercho — refiriéndose al conductor, principalmente, de un bus—; cosas de las que me fui empapando al compartir con ellos en el único pasamanos del barrio, haciendo barritas, ejercitándonos, siendo partícipes de esa camaradería de los hombres al entrenar: ceder un espacio, sugerir un consejo para estimular eficazmente un músculo, etcétera.

Con algunos de ellos jugué en la infancia, cuando pasaba las tardes en la cancha, esperando integrar un equipo. Jugábamos todo el día, todos los días —excepto cuando mataban a alguien—, con el sueño de ser profesionales pero sin saber ni importarnos cómo llegar a serlo. Jugábamos por la gaseosa, hasta caer exhaustos y hablar tonterías. Alguno decía, con orgullo, que era hermano de un Chata —que era una pandilla muy respetada—; otro decía, con el mismo orgullo, que su padre le había enseñado a disparar, que fue su regalo de cumpleaños. Todo esto era natural. Había noches, recuerdo, que escuchaba disparos hasta quedar dormido. Imaginaba lo que estaba pasando, como un juego, y así me arrullaba. Al otro día era normal encontrar balas en el camino al colegio. Las recogía, las coleccionaba, si bien nunca quise dispararlas. Y no querer no me hacía sentir, en ese tiempo, como una buena persona, sino como un débil, confirmaba lo cobarde que era, daba pie a las burlas de los niños que me veían como un tiernito. Me limitaba a acumular las balas en una cajita, mezcladas con las láminas del Mundial de Francia: el Tino, Zamorano, Suker, eran, por ejemplo, cañoneros que descansaban al lado de mis balas, esperando que papá me consiguiera el álbum de Panini.

Los niños crecieron, claro, y los juegos se fueron convirtiendo en otra cosa. Algo más serio, por así decirlo. Muchos abandonaron el colegio y se dedicaron a asuntos más rentables. En cuanto a las mujeres, si me refiero exclusivamente a mis compañeras de colegio —que aparte de un par de primas feas eran las únicas con quienes tenía contacto (o hubiera querido tener, para ser más preciso)—, la mayoría sabía lo que era el embarazo antes de los quince años. Parecía que eran irresistibles los hombres que las acechaban a la salida del colegio, sin bajarse de la moto, luciendo unas camisetas con imágenes religiosas y el cabello corto arriba y a los lados y generoso atrás, en alisadas colas. Las mujeres que me atraían, que proyectaban cierta actitud desafiante, vestimenta roquera, aparecían a gotas: en promedio dos al año que, además, ya estaban ligadas al hermoso y sucio peludo de turno que integraba una banda —de música, en este caso— local.

Estoy hablando de finales de los noventa y principios de este siglo. Colombia ya no funcionaba ni como equipo de fútbol: derecho al fracaso, en el ocaso de sus ídolos, ganó una extraña Copa América de local, a la que no vino Argentina y la mayoría de equipos trajeron nóminas suplentes. Todavía conservo, no sé si con nostalgia o como prueba de una estafa, la boleta que prometía un Uruguay contra Argentina, clásico del Río de la Plata, que en la cancha del Atanasio se convirtió en un insípido Uruguay (suplente) contra Honduras.

El presidente del país, Pastrana, había emprendido un proyecto de negociación con las Farc, sin éxito tangible. Era un verdadero acontecimiento: cada tanto se reunían líderes de la guerrilla, del gobierno, Marbelle, entre otros, en una zona especial, llamada de distensión, a negociar el fin del conflicto. Había treguas, esporádicas liberaciones de secuestrados, tecnocarrilera, pero lo esencial continuaba sin resolverse. Entonces empezaron las nuevas campañas a la presidencia, y apareció en nuestro radar un hombrecillo, bajito como Hitler y Napoleón Bonaparte, con un discurso que sedujo a mi familia y amigos —a todos los que conocía, en realidad—, plagado de referencias católicas y diminutivos. Un éxito. Aseguraba que si era elegido acabaría con la guerrilla, bombardearía los lugares que el gobierno actual le había cedido, habría sangre y muertos para que por fin viviéramos en paz. Y la gente aplaudía, mi familia aplaudía, cómo no.

Sigo.

Como decía, en mi barrio los que cuidaban eran esos hombres que habían crecido conmigo. Los llamábamos celadores. Salían en las noches, con un silbato, a asegurarse de que las cosas estuvieran en orden. A falta del Pibe en la selección, ellos se sacrificaban por un mejor país. Trasnochaban haciendo sus rondas. De verdad se esforzaban estos buenos muchachos. Desde mi cuarto, a la hora de dormir, oía el sonido agudo del silbato, indicándonos que estaban ahí, que el mundo de afuera era un lugar seguro. Pues a pesar de todo, el conflicto para nosotros no era más que un programa de televisión, o la imposibilidad de visitar la finca que no teníamos. Era muy natural, insisto. Nunca me sentí en peligro. A pesar de no vivir en una burbuja moderna (unidad cerrada, edificio con portería y las múltiples variantes del desarraigo urbano), la guerra era algo que ocurría en otra parte. Mi familia, lo recuerdo, se solidarizaba con el horror que veía en las noticias: alguien a quien le rodeaban el cuello con una bomba, personas que perdían miembros de sus cuerpos al pisar una mina explosiva, la pipeta de gas que hacía estallar una iglesia repleta de inocentes y, claro, los secuestros. Era solo un ángulo de los hechos, pero suficiente para saciar el apetito de indignación de mi familia. Alguien tenía que salvarnos, el bajito iba a salvarnos: Argentina vendría con gusto al próximo torneo de fútbol que organizáramos.

Los fines de semana pasaban por cada casa, estos solidarios hombres, a saludar y, como cualquier cosa, a preguntar si se quería colaborar con su noble labor. Visto así, no usaré la palabra que escuchaba en casa, que era vigilar, claro que no, era y es más que eso: proteger. Así, entre visitas, mi abuela empezó a trabar amistad con el que se acercaba a nuestra casa, que era cada domingo el mismo flaco, casi siempre con una camiseta de Nacional y una gorra vieja de los Orioles de Baltimore. Una forzada combinación de colores. Seguro fue él quien le dijo a mi abuela que me habían visto en otro barrio tomando una cerveza, que me cuidara. Yo solo había hecho eso: tomar una cerveza en la tienda del barrio de un amigo que me estaba enseñando a tocar guitarra. Pero mi abuela lo dijo con horror, que me cuidara. Tal vez porque mi abuela, recordé, había tenido un problema, mucho tiempo atrás, con un miembro de la pandilla más popular de ese entonces, La Ramada, quien se negó a detener un partido de microfútbol que se jugaba en la calle, a pesar de que un anciano cruzaba la zona. Por el contrario, pateó adrede contra él, según dice la anécdota familiar, propiciando la estrepitosa caída al piso que acarreó su muerte. Días después, evitando una acción legal por parte de mi abuela, una hija del recién fallecido llevó una carta a su casa, contundente y precisa, en la que le sugería olvidar el asunto, y, si era tan amable, abandonar el barrio antes de dos días.

No volvería a aquel barrio, claro. La abuela decía que aquí te matan por rechazar un aguardiente.

El mundo de la niñez, inabarcable, se iba achicando. Como un hombre que te sigue con un paraguas, de lado a lado, golpeándote insistentemente, hiriendo tus ganas de luchar, podía sentir la asfixia, el acecho de fronteras invisibles, un ineludible camino de escasas oportunidades. A diferencia de ellos, no obstante, sigo siendo débil, no estoy hecho de ese material que permite imponerse al otro con la ley del miedo. Yo solo soy el que espera. Esperé en esas gradas hasta que volvieron, turnándose la bareta, y me dijeron entre risas que me fuera tranquilo, que no volvería a pasar, que saludara a doña Victoria de su parte.

Podía ser la paranoia que al huir del hombre con el palo me invadió, pero creí ver sus camisetas salpicadas de sangre fresca. No estoy seguro. Solo debía irme, tranquilo. Hicieron justicia, tal vez, porque hay mucha gente mala en el mundo. Convencerme de eso e irme. Saber que estoy protegido y no darle más vueltas.UC

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