Número 98, julio 2018

Capitalismo al rojo
Pascual Gaviria. Fotografías por el autor

 

Fotografías: Pascual Gaviria

La hoz y el martillo nos reciben en las insignias de las azafatas de Aeroflot. Contrastan sus maneras suaves con los fierros que sembraron de esperanza y terror el siglo XX. Rusia va a cumplir treinta años desde el comienzo de la Perestroika y el adiós definitivo al comunismo, pero difícilmente podrá deshacerse de algunos símbolos de la URSS. Algo similar a lo que sucede cuando una empresa cambia de dueño pero conserva su marca. Ver ese escudo como sello oficial en solapas y cornisas cuando estamos acostumbrados a su aparición en paredes y panfletos produce cierta extrañeza, en últimas parece que María Fernanda Cabal tenía algo de razón. La mezcla con la estética de las aerolíneas es bien extraña: las azafatas muestran el símbolo rudo y algo descontinuado en su uniforme, una insignia que las hace parecer casi militares, pero al mismo tiempo aparecen en la publicidad de las revistas de avión rodeando al gerente de la compañía con sus sombreritos rojos y sus guantes blancos, y con unas sonrisas perfectas para un casting de Ilona llega con la lluvia. Una imagen que causaría múltiples despidos en cualquier empresa de la Unión Europea.

En la estación donde nos dejó el tren traqueteante que nos sacó del aeropuerto de Moscú encontramos la escultura de un soldado, bayoneta al hombro, que se despide de su mujer con una mirada penetrante. Es una escena repetida de película de guerra y Rusia entrega escenas de ese tipo en bronce regadas como si fueran simples fotogramas. Las armas son la otra herramienta clave de ese país hecho a punta de guerras y matanzas, de heroísmos y sangre, de batallas y fosas. Hay un dato clave para mirar a Rusia con unos ojos al menos prevenidos, no compasivos porque tal vez no sea hora y un turista sentimental es peor que uno borracho, pero los datos pueden servir para entender el silencio crudo en el metro, que parece impuesto, una cierta rudeza triste en los modales de los más viejos y una extraña relación que dicen los rusos tienen con la muerte. La suma la hace a mano alzada Manuel Vásquez Montalbán en su libro Moscú de la revolución: “Entre 1914 y el final de la guerra civil, en 1921, murieron veinte millones de rusos; durante el estalinismo, fuera por represión directa o por las mortandades de hambre y enfermedades derivadas de la ciega política de colectivizaciones agrarias, las estadísticas actuales hacen sus cuentas y salen otros veinte millones de muertos, y durante la segunda guerra patria contra los alemanes, entre 1941 y 1945, veinte millones más”.

Pero dejemos por lo pronto a las estatuas y las armas de bronce y yeso para enfrentar el primer uniforme, un humilde policía de 1,60 armado de un bolillo y una sonrisa de 42 dientes diminutos además de una gran curiosidad. Con solo salir de la estación de tren en busca del metro llamamos la atención de dos grupos solícitos: voluntarios de la Fifa y policías. Los últimos ganaron la carrera hasta nosotros y comenzó el divertido interrogatorio. El agente que nos correspondió, coronado con su quepis como una tachuela reluciente, nos preguntó en inglés nuestra nacionalidad. Hasta ahí era un policía ruso y nosotros unos temerosos turistas con amplias maletas para requisar. Dijimos Colombia y el hombre sufrió una especie de transformación, nos felicitó, nos entregó su más amplia sonrisa y nos aseguró que en nuestro país la cocaína era muy pura. Ya entrados en gastos lo desmentimos, le dijimos que no tanto, que la mezclaban mucho, mientras él repetía convencido, parado en su raya: muy pura, muy pura, muy pura… Sus dos compañeros miraban a prudente distancia, risueños, sin entender absolutamente nada. Luego comenzó a preguntar por los salarios en Colombia, estaba excitado, estoy seguro de que celebró los goles de Mina días después. Poco a poco logramos que la tropa de niñas voluntarias de dieciséis años lo fueran retirando, nos despidió con la misma mirada de tristeza del soldado de bronce que dejaba a su mujer.

Luego de cuarenta minutos de metro llegamos al número que señalaba nuestra dirección cerca de la Avenida Sebastopol. El barrio en el distrito Cheremushki está formado por decenas de edificios idénticos de dieciocho pisos, que luego vimos regados por toda la ciudad, un molde que se debió fundir en los años cincuenta. El parque automotor solo conservaba un Lada azul entre los variados Audis, BMW, Mitsubishis, Opels y Renaults. Pero los edificios y los carros eran lo de menos. Los árboles imponían el movimiento en ese barrio quieto y silencioso. Despedían una pelusa voladora que brillaba por todas partes, miles de nubes diminutas, hipnóticas, pasaban incesantes y desordenadas. La historia de esas semillas se emparenta con Stalin. Luego de la renovación urbana de Moscú en los años treinta era necesario sumar algo de verde a las moles de cemento y concreto. Los álamos (topol, para los rusos) fueron la opción elegida por los jardineros de Stalin por su velocidad de crecimiento y los veinte metros de altura para dar sombra a barrios y avenidas. Una cuarta parte de los árboles de Moscú son álamos. El mito dice que solo trajeron álamos hembra que en el verano florecen y sueltan sus semillas en vano, sin posibilidad de encontrar machos que las fertilicen. Esa hermosa “nevada de verano” fue el recibimiento luminoso y alucinante de un Moscú que mostraba sus flores e intentaba convencernos de su interés por el fútbol con algunas banderas.

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Hace algo más de sesenta años García Márquez escribió para Cromos una serie de reportajes sobre sus noventa días tras la Cortina de Hierro, que él describió como una “barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”, y que por entonces dividía al mundo y a buena parte de la política de Occidente. Luego se publicaron reunidos bajo el título De viaje por los países socialistas. En ese momento eran mundos de signos opuestos, realidades escondidas tras la propaganda negra y los alegatos ideológicos. Todo sorprendía al periodista colombiano, todo se veía distinto tras esa frontera. Pero hay una singularidad que García Márquez describe con gracia en varios puntos de sus reportajes: la avidez de los soviéticos, de los moscovitas principalmente, por conocer gente del “otro mundo”, por llevarse un botón de su camisa, por regalarles una flor, por soltarles un discurso ininteligible: “La gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero para saber que estaba hecho de carne y hueso. Nosotros encontramos muchos soviéticos que no habían visto un extranjero en su vida”.

Pues en algo no ha cambiado Rusia en los últimos sesenta años. Rusia es todavía un país como la URSS que decía García Márquez llevaba cuarenta años aislado del mundo. En el primer restaurante al que entramos en Moscú, donde los peruanos coreaban su sonsonete, fuimos recibidos por un administrador tan solícito que rayaba en la demencia. Supo que éramos colombianos y comenzó su ritual de atenciones. Soltaba unos largos parlamentos en ruso y cuando notaba que no entendíamos nada intentaba hablar en otra lengua, sin conocerla, con el simple esfuerzo, y terminaba rojo, atorado en un pequeño ataque de tos. Le acercábamos el teléfono con el traductor del ruso al español y su excitación lograba bloquearlo. Salía corriendo a la cocina, volvía y nos jalaba hasta las peceras donde estaban algunos peces que se ofrecían en la carta. De pronto soltaba una pequeña carcajada que un minuto más tarde opacaba una mueca de impotencia. Al final optó por el lenguaje universal y nos regaló dos jarras de cerveza como muestra de buena voluntad ante la cara atónita de meseros y comensales.

Pero no fue el único, en los buses nos miraban con sonrisas mal disimuladas, los niños nos señalaban, mostraban nuestros crespos, se soltaban de sus padres para llegar hasta nuestras rodillas. En el metro un joven se quitó sus audífonos y se concentró en nuestra conversación durante veinte minutos, nos grababa con sus ojos bien abiertos, al final se acercó y como pudo nos dijo que admiraba nuestra forma de gesticular, de hablar como si hiciéramos “mímica”, mientras ellos solo sabían conversar con su cara de palo. Cuando topamos con un grupo de seis jóvenes bien bebidos a la entrada de un restaurante, con solo mencionar la palabra Colombia tuvimos una botella de champaña en la mano y una de vodka en la otra. Nos instaban a beber y no podíamos hacerles el desplante. En San Petersburgo, cuando llegamos a un bar con señales literarias en su puerta, Bar Bukowski, apareció un joven barman quien dijo ser amigo y discípulo de Julio Cortázar. Bastó que supiera que hablábamos español para que se abalanzara sobre nosotros. No sé en qué idioma me habló de Borges y sus poemas y me recalcó su amor por el español que desconocía. Tenía un aliento digno del patrono de su bar y sirvió dos jarras por su cuenta. Al final nos pagaron el taxi hasta la casa antes de que se levantaran los puentes y tuviéramos que soportar toda la “noche blanca” en su grata compañía.

En ese candor atónito y amable de muchos de sus habitantes, Moscú sigue siendo la aldea que describió García Márquez, “una nación de locos que inclusive para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones”.

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No hay un solo turista en las afueras del Instituto Smolny en San Petersburgo, desde donde Lenin dirigió el inicio de la Revolución de Octubre hace poco más de un siglo. Solo el revoloteo de los matrimonios en la iglesia cercana del mismo nombre. Novias blancas, familias comiendo pizza y brindando con copas plásticas en las afueras y un tío abuelo con las insignias militares en su saco prestado. Lo que fue internado de señoritas y cuartel general revolucionario, hoy es oficina pública en plena remodelación. Lenin sigue dirigiendo la marcha desde su pedestal y pasa desapercibido a la vista de obreros y burócratas que cruzan la puerta de seguridad con sus tarjetas magnéticas. Afuera está la bibliografía, Marx y Engels sobre un piso de flores rojas que bien podrían llamarse sugerentes. La cabeza de Lenin sigue asomando en las ciudades rusas a pesar de la falta de devotos a su causa, Marx también es piedra solemne y grafiti de estación de metro. Pero donde vi al Lenin más real fue entrando al mercado Izmailovo en Moscú, en los pañuelos donde algunos viejos lo ofrecían en insignias desteñidas y botones despicados. Ahí estaba de verdad cuarteado por el sol de unos cuantos desfiles. También ahí vi el único signo antiimperialista: un payaso de McDonald’s ahorcado encima de un asado ruso que ofrecía chuzos de cordero, pollo y res. Allí encontré una Rusia del rebusque que es escasa, una ciudad donde las señoras de pañoleta se refugian del sol bajo los árboles mientras exhiben los sobrados de otro tiempo en sus trapos, migajas humildes, baratijas de siempre. Tanto vi a Lenin ese día en Moscú que al salir del mercado se me pareció al viejo cocinero del aviso de KFC, cuando en realidad ese asador de pollos es más un Trosky.

Pero la mejor escena con Lenin fue la de una plaza cercana al Parque Gorki donde los skaters hacían sus trucos sobre el pedestal de uno monumental recortado contra un cielo azul. Nada puede mostrar la mayor domesticación de un símbolo. No había ni ofensa ni transgresión. Por algo un dadaísta ruso, Viktor Shklovsky, escribía en 1924: “Insistimos: / No convirtáis a Lenin en un cliché / No imprimáis carteles con su retrato, ni manteles / ni platos, ni tazas de té, ni ceniceros. / Nada de estatuas de bronce de Lenin… / Lenin es nuestro contemporáneo. / Sigue entre los vivos. / Lo necesitamos vivo, no muerto. / Por esta razón: / Aprended de Lenin, pero no lo canonicéis”. En esa plaza nos soltó su testimonio sobre los rusos una francesa de aires freudianos y humor bien toreado. Una conductora acababa de pasarse un semáforo en rojo y la francesa nos oyó comentar la infracción. Durante quince minutos fuimos todo oídos: “Deberían ponerles multas más fuertes, son unos animales para manejar, siempre van compitiendo”. Llevaba cuatro años viviendo en Rusia y tenía varias ideas sobre sus anfitriones: “Tanto tiempo de los hombres en la guerra hizo que las mujeres muchas veces los vean como simples proveedores de esperma. Tal vez eso hace que tengan algo uterino que las hace parecer en permanente desfile, se creen eso de ser las más lindas del mundo, no saben cuándo comienza el show y cuándo termina, van siempre en pasarela”. Nos preguntó qué tal nos había parecido la comida y ella misma respondió: “Las legumbres son arrugadas, viejas, el pescado parece planchado, una, dos, tres veces, en un intento de que no quede ni proteína ni sabor, los hongos son grandes, muy grandes, creo que sembrados en Chernóbil. Y qué decir sobre el borsch, ¿una sopa fría de remolacha?”.

La idea de la francesa es de algún modo la visión de Europa sobre Rusia, donde encuentra una sociedad tosca y aldeana comparada con sus raseros. A sus ojos los rusos son algo así como nuevos ricos a los que les sobra bastante fuerza y algo de plata, y les falta gusto. Te pueden pisar tratando de darte paso y aturdir con la estridencia de sus parlantes nuevos. Pero tienen el Hermitage y las “noches blancas” de San Petersburgo que casi no necesitan vodka para emborracharte, y unos ríos azul cobalto que nunca me atreví a tocar. Y los reinos hipster de San Petersburgo, los anticafés, son envidiados en París y en Berlín, de modo que la Rusia más joven es vanguardia y la más vieja es todavía memoria y anticuario del siglo XX.

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Rusia es un país macizo con un capitalismo que no necesita de cartón paja ni escenografías recién montadas. Sus alardes son ciertos y su historia es larga. Mirando la estatua monumental de Vladimir en Moscú un peruano nos preguntaba quién diablos era ese gigante con espada. “Llevo todo el día frustrado, tomando fotos sin saber a quiénes, nos deberían ayudar un poco”, nos decía. Algunos países deben inventar su historia para el turismo, Rusia está por inventar su manual para que el turista pueda mirar con un ojo medianamente entrenado. Por ejemplo, si usted visita las tiendas GUM, un simple centro comercial con los mejores diamantes de Bulgari y Cartier, construido entre 1888 y 1893, se entera de que meses después de la Revolución, Maiakovski sirvió de publicista para las tiendas oficiales que se instalaron tras sus vitrinas: “Saber quién es uno mismo y saber qué hora es / Sólo se consigue con un reloj Mozera”. “Del tiempo antiguo sólo valen la pena, ¡mira! / los cigarrillos IRA”.

Las murallas del Kremlin parecen de juguete por su simetría y su rojo encendido, los remates de la catedral de San Basilio, a quien llamaban El Simple, podrían ser un sencillo envuelto de azúcar y las estrellas rojas que coronan las siete torres de la fortaleza que originó Moscú brillan como papel celofán. Pero todo es cierto y sólido, las estrellas reemplazaron las águilas zaristas con piedras preciosas de los Urales a comienzos de los treinta y por rubíes en 1937, cuando esas piedras ennegrecieron. Rojo y bello son sinónimos para los rusos y el rubí hace honor a esa semejanza. Esa es Rusia, donde todo es un poco más sólido de lo que parece a la vista y la bendición se cruza al revés sobre un dios inexistente durante más de setenta años. UC

Fotografías: Pascual Gaviria
Fotografías: Pascual Gaviria
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