Número 98, julio 2018

Crónica de un intento de crónica
Tomás Lopera. Fotografías por el autor

Fotografía: Tomás Lopera

Me fui para Fredonia a buscar voces del derrumbe de Combia. En julio de 1995 uno de los cerros donde está construido el pueblo se vino encima de un barrio y mató, hirió y dejó sin casa a decenas de pobladores. Yo no olvido la tragedia porque mi familia y yo nos chocamos en la carretera que va de Fredonia a Venecia con un carro que llevaba al pueblo ataúdes para niños. Nosotros íbamos para la finca en un Nissan Sentra. El espejo retrovisor del carro voló y le hizo una cortada en la cara a mi hermano, que dormía. No pasó nada grave pero a mí la idea de los ataúdes de niño no me ha dejado de dar vueltas en la cabeza. Mi hermano tiene una cicatriz recta en un cachete, casi invisible, marcando ese día. “Fue un sábado”, me dice don Omar, un vendedor de aguacates. “Yo me salvé de milagro porque estuve allá mismito, trabajando en una cañuela para que corriera el agua, hasta el mero viernes. Pero mi dios es muy grande y terminé justo ese día, hermano. Yo me salvé de esa y la cañuela no sirvió. Eso fue un diez de septiembre”. Le compré dos aguacates que ofrecía a mil, pero por ser a mí, me los dejó a dos mil. Los tenis bonitos, la camisa, la cara de citadino, el pago así sin mucho regateo. “Venga hermano, que yo sí lo quisiera orientar a usted como mejor”, fue lo que me dijo, interesado. Nos quedamos en la esquina de la plaza conversando un rato. Me servían las impresiones de él, por lo menos. Pasó una señora encartada con el mercado y Omar la saludó, ella le devolvió el saludo. “Esta señora vivía ahí cerca de la bomba, cuando se vino Combia”. Ella nos miró impaciente porque las bolsas de mercado tensionaban los músculos de su antebrazo. “¿Y ya habló con Antonio Estrada?”. “Lo estamos buscando”. Aproveché para preguntarle si a ella le había tocado la tragedia, pero me dijo que gracias a dios ese día no estaba en la casa. La casa que perdió debajo del barro y las rocas. Un día uno tiene casa, al otro no.

Otro Omar había estado unas horas antes preguntando por la gente que vivía en el barrio El Tapado en el tiempo del derrumbe. Este Omar es mayordomo de la finca donde temperamos desde hace más de veinte años en la vereda Sabaletas, trabajo que acompaña con guitarra y voz en el grupo Los Parranderos de Fredonia con sus hermanos. Él fue en “avanzada” a hacer unas vueltas personales y de querido me hizo el favor de ir buscando un testigo del día en particular. Pero cuando llegué y me vi con él, al frente de un café en el atrio de la iglesia, me dijo que no había podido. Que la gente no quería hablar de eso. Que muy duro. Entonces confirmé lo difícil que iba a ser encontrar las historias desde las voces que las vivieron. Estoy escribiendo un texto largo que espero, algún día, pueda llamar novela y quería meter una crónica de la tragedia del pueblo que tira a matar. Un pueblo suicida, porque es sobre sí mismo, sobre sus barrios, que se derrumba. Más arriba Cerro Bravo es testigo, cuando la bruma deja ver algo, de que Fredonia tuvo mejores días, que fue importante y hasta bruja famosa había. En los últimos años la economía ha estado mala, los edificios se ven envejecidos, los balcones despintados, los comercios y las miradas entristecidas. Pero se percibe un renacer, un olor a café bueno, como el de antes. Le dije a Omar, el músico, que si sabía dónde vendían los pandequesos buenos. No sabía. Entonces un señor de bigote, flaco y bien peinado, pidió disculpas por meterse en la conversación y nos dijo que los mejores estaban por la cuadra de abajo del parque, a la izquierda, ahí casi al final. Omar me lo presentó, yo lo saludé y de una vez le pregunté por Combia. Era profesor de Matemáticas en el colegio, ahora está jubilado. Me contó que no solo se vino encima en el 95 —cuando lo del choque en el carro familiar—, sino que hubo otro derrumbe antes, en el 88. “Estaban en una pelea por un nacimiento entre dos vecinos, en esas el agua, como decimos los campesinos, se aprofundó, y se llevó a uno de esos vecinos que peleaban”. De esa primera vez en que un pedazo de pueblo quedó debajo del fango pude averiguar que fue un sábado en la noche, que donde murió más gente fue en la finca de un odontólogo, los atropelló la montaña en medio de una fiesta. También dijeron que ese derrumbe tapó la casa de un prestamista, un tipo de plata, y que al otro día los oportunistas aparecieron con palas y picos dizque para ayudar a rescatar a los sobrevivientes, y mentiras, lo que querían era sacar las caletas del rico. De esa fue de la que se salvó don Omar, el de los aguacates, que ahora cojea y tiene un bastón, y que dejó tirados a los que nos van a sacar de pobres según un candidato a la presidencia, para llevarme a la biblioteca a ver si allá estaba el libro Se nos vino Combia, escrito por un periodista de RCN que cubrió los días posteriores al evento y que, dicen, tiene la información que busco.

Antes fui por los pandequesos que, confirmo, son bien buenos. Me regalaron también un pastelito de arequipe. Después fui a comprar dos bolsas de carbón para hacer un asado en la tarde. Pregunté en dos partes y no había. La carretera al pueblo está cerrada y ya se ve que faltan algunos productos. Dicen, además, que todo está más caro. Los tiquetes de los buses, que se tienen que ir por una carretera estrecha y con precipicios azarosos, están al doble de lo que costaban. Una de las muchachas hizo una llamada y me guardaron dos bolsas en una ferretería cercana. Me fui dando las gracias y preguntando si ese no era el almacén de los Vargas —donde mi abuelo me llevaba los domingos a comprar la prensa y lo que hacía falta para la finca—. No, no era. Salí pues por el carbón y pasé por una esquina donde un voceador gritaba a ocho días de la elección definitiva: “Cuando uno comienza un trabajo nuevo siempre hay alguien de experiencia que le ayuda, entre más experiencia mejor, por eso Uribe le ayuda a Duque, no es que lo mande, sino que le ayuda”, una voz amplificada es arma de respeto. El voceador era un señor bajito y pelirrojo, diría que albino, pero no tengo clara la frontera entre alguien pecoso y pálido y otro con el trastorno genético. Comenzaba a bajar por un andén estrecho cuando se me fue mi pie talla 43 por un ladito, me desequilibré y caí pleno, con mis 190 centímetros y 0,1 toneladas sobre los dieciséis pandequesos que acababa de comprar. Inmediatamente salió un señor de barba de una tienda de ropa y me ayudó a parar. Yo le dije que no me pasaba nada, que tranquilo. El hombre me creyó y me dejó ir, caminando con más cuidado, hacia la ferretería y al encuentro de rostros que se repartían entre preocupados y risueños —digamos setenta por ciento burleteros y treinta por ciento los otros—. Conseguí el carbón y fui a guardarlo al carro que estaba parqueado en una de las calles contiguas al parque. Los pandequesos, flexibles y esponjosos, sobrevivieron.

La biblioteca estaba cerrada por ser domingo así que volvimos a la esquina y verificamos que estuvieran completos los maduros del sancocho. Llegó a tocar una chirimía pagada por los seguidores de Petro. La política no deja hablar a la gente en los pueblos, se hace a todo volumen. En plena pollera colorá, don Omar se le acercó al que tocaba el tambor y le preguntó si sabía dónde estaba Antonio Estrada. En medio de la bulla, el hombre nos aclaró, con cara de contrición, que la gente estaba muy indignada con él por andar musicalizando la campaña de Petro, cuando todos sabían que él era “de Duque”, pero que trabajo era trabajo. Nos dijo también que fuéramos a la tienda de Nando Vásquez, que allá nos daban razón de Antonio. Salimos pues para allá a paso de bastón, yo ya apenado de las vueltas en las que tenía al hombre y pensando en las bolsas de carbón para el asado y el aguacate para el almuerzo que esperaban en la finca, pero contento de haberme encontrado a Fredonia así de frente. Tantas veces y hace tantos años que he venido al pueblo: a comer velita y coco, a jugar Nintendo en las salas de juegos, a comprar la prensa con el abuelito, a las fiestas del café, y nunca me había dado de frente con la gente. Cómo será, que no conocía ni la tienda de Nando Vásquez, el tertuliadero oficial de los fredonenses —a mí me suena mejor fredonitas, pero en las publicaciones que compré sobre el poblado dice fredonenses y en temas de gentilicios mandan los nombrados—, según me enteré en la revista Fredonia Histórica que me regaló Antonio, cuando por fin lo encontramos. “No lo jalés pues, no lo jalés. ¿te lo vas a llevar para vos?”, le dijo don Omar mientras bajábamos a un señor que traía a un niño, un poco alcanzado, de la mano. El hombre se rio acostumbrado quizá al humor de mi acompañante y le respondió, “siendo mío, pa dónde quién más”. En ese tono íbamos de un lado a otro, porque Nando Vásquez, que estaba apretando un costal con una piola, no nos supo dar razón. Volvimos a la esquina y entre una canción y otra, el de Duque que trabajaba para Petro nos hizo el favor de llamar a Antonio Estrada. “Sube en quince minutos, que anda haciendo pereza todavía”. Le agradecimos y se despidió para seguir con la chirimía. Mientras esperábamos llegó el del megáfono ofreciendo crédito para la compra de la estufa y el televisor para ver el mundial. Cuando terminó nos saludó de mano, “Pelica, mucho gusto y a la orden”. Cuarenta años de perifoneo. La voz del hombre es más conocida que la de cualquier alcalde. Siguió con su voz amplificada y su pinta colorida cuadra arriba y nosotros seguimos esperando a Estrada.

El hombre llegó con camisa rosada de bolsillos y cierres, bluyín, mocasines, un bolsito cruzado y un pelo negro profundo. Nos saludó con una sonrisa amplia y generosa, como generoso fue también al invitarnos a tinto, que ellos se tomaron con varios cubos de azúcar. Le conté sobre mi “novela” y lo que necesitaba y él comenzó a contarme que parte de su familia fue víctima de la segunda avalancha. En el momento del desastre Antonio estaba con los miembros del Comité de Prevención y Atención de Desastres en la vereda El Repollal, porque había preocupación con unas aguas que podrían causar una tragedia. Y la tragedia se causó, pero no allá. Yo quería saber cómo sonaba un derrumbe de ese tamaño. Nadie sabe. Duro. Dicen. Antonio es maestro, poeta, chavista, historiador, geógrafo, medio político, buen conversador, diría que parrandero, escritor. Por eso todos me decían que lo buscara si quería saber sobre el desastre. Me contó que el barrio El Tapado, que es como se llama gran parte de lo que el Combia se llevó en el 88 y en el 95, no se llama así por esos derrumbes, sino porque a comienzos del siglo XX el mismo cerro ya se había llevado un barrio. Hoy ya no hay casas, después de la tercera desmoronada la gente dejó eso así, tapado. Seguimos hablando un rato y me vendió dos libros, uno de fotos de Fredonia y otro, escrito por él, sobre la historia del pueblo. Como con los aguacates, pagué precio de turista, pero los he disfrutado en estos días y aunque fui buscando unas voces que no quieren recordar, encontré otras del pueblo “donde no nacen bobos, solo vivos, locos y ladrones”, que fue lo último que me dijo el hombre mientras yo me alejaba con mis libros bajo el brazo. Ni en Google, que lo sabe todo, he podido encontrar el libro del periodista de RCN. Creo que lo mejor será volver con tiempo y sin carro, para ver si entre copas de aguardiente aparecen las historias que estoy buscando.UC

Fotografía: Tomás Lopera

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