Número 98, julio 2018

Sí, acepto
Carolina Calle. Fotografías por la autora

Esa no era una boda común y corriente. Si el sacerdote hubiera sabido en qué condiciones se enamoraron los novios, se hubiera ahorrado algunas preguntas. Como no sabía, entonces le preguntó a esa mujer lo de siempre. Que si tomaba a ese flaco por esposo, para amarlo, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad. “Sí, acepto”, respondió con un brillo en los brackets. Y así, sin titubeos, Edith se casó con ese hombre recién salido de la cárcel.

Fotografía: Carolina Calle A las nueve de la mañana del 20 de agosto de 2010, cuando aún estaba adentro, Diego la llamó, le confesó que estaba nervioso, que sentía un cosquilleo en los pies. Él solo sabía que la misa era a las seis de la tarde. No sabía el resto, ni cómo, ni dónde, ni con qué iba a casarse. Edith y su cuadrilla de amigas se encargaron de toda la logística. Él solo tenía que salir de Bellavista y dejarse llevar.

Diego le hizo la propuesta un año antes. Ella no le creyó, le dijo: “Baboso, sobre todo”. Él insistió, le juró que era en serio. “No se meta con un preso”, “él no está enamorao, él lo que está es amurao”, “la va a dejar cuando salga”, recordó los comentarios de la gente y luego pensó: “Pues de malas, me caso”.

Al día siguiente Edith buscó los anillos en el Centro. Él le sugirió que no fueran de lata, que parecieran finos, que no se doblaran ni se oxidaran con el tiempo. Encargó las argollas, no eran de oro puro pero algo de oro tenían. Se las entregaron en una semana y las guardó por dieciséis meses mientras preparaba la boda.

Diego salió de la prisión un viernes antes del atardecer, como si volviera de la guerra, hambriento y sin equipaje, con ansias, con afán de vivirlo todo a la vez. La responsable del transporte y de la indumentaria del novio lo estaba esperando en un taxi. Lo saludó, le dio un trago de aguardiente y, cuando ya iban en camino, le pasó el traje.

El saco le quedó ancho, los zapatos estrechos y el pantalón corto. Diego no se quejó, solo se reía, nunca en la vida se había visto tan elegante. La amiga que les regaló las fotos del matrimonio se encargaría luego de alargar el pantalón en Photoshop. La familia de Edith estaba triste. Nadie la entregó al novio en la ceremonia, ni su padre, ni sus hermanos. Todos se quedaron en la banca haciendo fuerza por el paso en falso que estaba a punto de dar. No les cabía en la cabeza que eligiera a un hombre que encontró por accidente en la prisión. A las 6:05 de la tarde, Edith vestida de blanco, caminó hacia el altar y se entregó sola.

***

Edith le tiene pánico al agua fría y a las alturas. No sabe montar en bicicleta ni en patines. Les tiene respeto a las arañas y a las mariposas negras que se posan detrás de la puerta de la casa. En cambio, para entrar a un penal no tuvo ningún cuidado, ningún agüero, ningún miedo.

Llegó por primera vez a Bellavista a visitar al sobrino. Entró al patio quinto y en medio del tumulto, del encierro, del barullo, perdió el juicio. Él tenía veintiún años, ella pisaba los treinta, la miró, lo saludó, él le echó un chiste, ella una carcajada. Era el último domingo de enero de 2003 cuando ese joven, alto y desgarbado, coqueto y risueño, cambió la ruta y la historia de Edith.

No fue amor a primera vista. En realidad, ese domingo hubo un reencuentro. La vida volvió a presentarlos con otros ojos y con otra estatura. Se conocieron en el siglo pasado, en una vereda, cuando él era un niño y ella una quinceañera. Fueron vecinos de finca en un pueblo del Oriente antioqueño. Edith era más alta que Diego y él más necio que ella. Él perseguía conejos y arrancaba flores. Ella mataba cucarachas y espantaba culebras.

A pesar de la diferencia de edad, Edith y Diego alcanzaron a coger frutas y a jugar canicas juntos hasta que aparecieron hombres de verde. Tanto la familia de Diego como la de Edith fueron desplazadas por la guerrilla. Cada una llegó a la cumbre de una montaña diferente en Medellín y desde entonces no volvieron a verse.

Edith no pudo terminar la escuela. En la ciudad le tocó vivir en un rancho de tablas, trabajar en casas de familia haciendo el aseo. A los diecisiete años se fue a vivir con un señor, tuvo tres hijos y, antes de cumplir treinta, se separó por el maltrato, por el encierro, por la mala vida.

La mamá de Diego fue la celestina que volvió a presentar a esos viejos amigos. Doña Fabiola reconoció a Edith en la fila dominical para entrar a Bellavista, la llamó, la invitó a reconocer a su muchacho y allá, rodeadas por bolillos, cámaras de vigilancia, concertinas afiladas, empezó el amor por Diego y la amistad con la suegra.

A Edith la rebozó el ímpetu. Cambió de trabajo, dejó los bares, el tufo y el guayabo. Trabajó en confecciones, recogió basuras en las madrugadas, abrió una guardería y cuidó niños en la mañana. En las noches retomó el colegio para terminar su bachillerato.

Edith ingresaba al penal cuatro veces al mes. Cada domingo se convirtió en el mejor día de su vida. Salía de Bellavista como si saliera de un spa o de un motel: radiante, despelucada, caricontenta. Aprendió a ser feliz en la brevedad, a disfrutar la ausencia y a saborear la añoranza entre semana. Cuando no se aguantaba las ansias de volver a verlo lo visitaba a escondidas de la guardia.

En la parte trasera de la prisión se trepaba a un muro, se agarraba de la malla, le silbaba, le acariciaba las manos, le daba besitos a través del alambrado y se despedía echándole la bendición.

Las cartas también ayudaron a matizar la espera. Ambos, ella en su pieza, él en su celda, escribían una bitácora de ausencia. Cada domingo había intercambio de correos. Así comenzó a coleccionar, ordenar, memorizar cartas de amor escritas por Diego. De cada año de noviazgo tenía sus fragmentos preferidos:

Fotografía: Carolina Calle2003: “Agradezco a Dios que me haya tenido en este lugar para que nuestras vidas se cruzaran”.

2004: “Algún día, por algún motivo, perdí lo más preciado de todo ser humano, la libertad. Sin embargo y a pesar de haberla perdido salí ganando porque sin buscar o sin pensarlo, te encontré”.

2005: “No te imaginas cuánto le agradezco a mi madre por haberte traído a mi vida esa mañana de enero de 2003, recuerdo que la primera vez que te vi, sentí la necesidad de volverte a ver y luego fue imposible verte y no hablarte, hablarte y no tocarte, tocarte y no besarte, besarte y no enamorarme”.

2006: “Lucho día tras día por salir de esta prisión, para demostrarte no acá sino en tu mundo que este sentimiento es verdadero”.

2007: “No te imaginas las ganas que tengo de estar a tu lado pero afuera”.

2008: “Estos días que tuve que pasar sin verte me sirvieron para darme cuenta de lo mucho que tú vales para mí. Pues las horas son días y los días son años, una semana se pasa pero dos son insoportables”.

2009: “Te amo como eres y qué hps. Y si no te gusta así pues te va a tocar aguantarme porque ni por el putas te voy a dejar”.

2010: “Hoy digo con mucho orgullo y sin temor a equivocarme que en 28 años, 4 meses y 9 días eres lo más hermoso que ha podido pasarme”.

Siete años más tarde, un cura los declaró marido y mujer. Después de la marcha nupcial empezó una tormenta de película de terror. Los invitados y los curiosos comenzaron a cuchichear: “Van a sufrir”, “les va a ir mal”, “no les conviene estar juntos”. El ventarrón, los rayos, los truenos, todo era un mal presagio.

Escampó y a la salida llovió arroz. Ambos parecían felices, convencidos de esa locura que acababan de hacer. “¿Ahora qué hacemos?, ¿para dónde vamos?”, preguntó Diego en el atrio. “Vamos a comprar un pollo asado”, respondió Edith. A Diego no le chocó que la recepción de su boda fuera en el asadero de la esquina.

Caminaron sobre la calle mojada y se desviaron hacia el salón donde sería la fiesta. Al ver las bombas, las flores, el bizcocho, Diego se puso las manos en la cabeza, abrió la boca y lloró. Después de tanto tiempo encerrado había olvidado lo que era un festejo.

No hubo dinero para tarjetas de invitación, Edith simplemente regó la noticia entre vecinas, amigas, colegas, conocidas y esa boda la armaron entre todas como si fuera un convite de cuadra.

A punta de empanadas pagaron el alquiler de los vestidos, los ingredientes de la comida y la luna de miel que empezaría el domingo. Una colega puso el equipo de sonido y la música parrandera. La madrina puso las flores para el yugo y la decoración de las mesas. Las sillas y los manteles los prestó el grupo de la tercera edad del barrio.

Otra amiga puso la vajilla desechable para la cena. El padrino puso una caja con botellas de ron. Y aunque sabían que ese matrimonio tenía las horas contadas, los invitados y los colados se confabularon y brindaron, bebieron y bailaron como si el fin del mundo estuviera cerca.

La pareja llegó al amanecer del sábado y durmió hasta el mediodía. Hacía muchos años a Diego no lo despertaba el sol. Diego desempacó los regalos como un niño, jamás en su vida recibió tantos: perfumes, una licuadora, una olla pitadora, una plancha, vasos de cristal, toallas, un collar, un par de chanclas, un bóxer, unas tangas y algunos sobres con plata.

En la tarde fueron a devolver los vestidos, caminaron cogidos de la mano, Diego estaba aturdido con el sonido del Centro, extasiado con tanta gente, no paraba de mirar el cielo despejado, sin garitas, sin rejas, sin alambres de púas.

***

Fotografía: Carolina CalleDiego Sánchez llegó a la cárcel Bellavista de Medellín nueve años antes de su matrimonio. Lo capturaron a finales de octubre de 2001 por un delito que sí cometió, no era inocente, era culpable, autor material e intelectual de los hechos. Las autoridades lo presentaron en sociedad como un asesino. Le tomaron las huellas, le asignaron un número y lo llamaron interno, preso, recluso. No tenía nombre ante el Estado porque nunca hizo un trámite, no tenía cédula de ciudadanía.

Era un N.N., una persona indocumentada, no tenía cómo demostrar su identidad, tampoco su nacionalidad, su edad, su pasado. No era nadie. Tenía veinte años de edad y el único registro de su existencia era un papel que fijaba el 21 de septiembre de 1981 como su fecha de nacimiento.

Sus padres anduvieron por varios pueblos de Antioquia. Su papá, don Antonio, era camionero, alto, flaco y barrigón. Su madre, doña Fabiola, trabajaba la tierra y la casa, tenía la piel blanca y la voz dulce. Emigraron al norte del país. Vivieron en una finca rodeada de cultivos de papaya. El papá viajaba a Medellín en el camión y vendía las frutas que cosechaban.

Diego era el mesero de la finca. La mamá preparaba la comida de los trabajadores. A él le tocaba ir y volver. Llevar y traer platos a un salón repleto de hamacas, machetes, costales. Otros hombres de verde les dieron una orden de salida, los paramilitares necesitaban “limpiar” la zona.

Los padres tragaron saliva y tristeza, miraron el reloj y comenzó la mudanza. Salieron de noche. Empacaron una parte y dejaron casi todo. No había tiempo ni espacio para trasladar un hogar. Así le dijeron adiós al campo y llegaron a Medellín en los años noventa.

El carro fue la casa en la ciudad. Como no había dinero para un hotel durmieron adentro del camión. A los días el papá llegó con el cuento de que tendrían una casa en la montaña.

Les advirtieron que ese terreno era propiedad privada, que no lo podían habitar porque los sacaban. Pero no había otra opción. Cogieron un pedacito de montaña mientras el Estado los desalojaba. Podía pasar un día, o podían pasar años.

Las primeras noches hicieron fuerza para que no lloviera mientras armaban la casa. Les alcanzó para que tuviera paredes de madera, tejas de cartón, piso de tierra. A esa parte de la montaña la llamaron “barrio de invasión”.

Tenían la mejor vista de Medellín. A la mamá le florecieron las matas, aparecieron dalias y rosas amarillas. Tuvieron una ardilla, un perro y un conejo que se murió de viejo.

Diego ingresó a una escuela nocturna. Descubrió que ya sabía leer cuando leyó en la montaña del frente una palabra verde luminosa que decía COLTEJER. A la salida se iba a ver la noche, las estrellas. Planeaba travesuras, le tiraba piedras a la luna. Su sueño era manejar un carro grande, viajar por Colombia con frutas a bordo, ser como su padre al volante.

El proyecto duró poco porque los desalojaron. Bajaron, cruzaron el río y subieron a otra montaña. El papá cambió el camión por una tienda, vendía legumbres a los vecinos del nuevo barrio. Diego ya no podía estudiar, para que la vida fuera posible tenía que trabajar y cumplir responsabilidades de adulto.

Los jóvenes de su edad estaban estudiando, otros estaban en esquinas o en billares, jugando cartas, algunos “vigilando” el barrio. A esos les decían milicianos, eran representantes de las guerrillas en la ciudad. La fama del miliciano era de “matagente”, era el que “limpiaba” el barrio de viciosos, ladrones y extraños. Abajo mandaban unos, arriba otros. Cada sector tenía su dueño, la recomendación era no cruzar las fronteras.

Los fines de semana pedían un dinero a la comunidad. A esa cuota le decían “colaboración” y la destinaban para el sostenimiento de la organización, para seguirlos “cuidando”. Aunque el papá decía que no era justo trabajar para otros, daba su aporte por miedo.

Durante años pagó sin falta la extorsión semanal. Un domingo le cobraron la vacuna y él la pagó. Minutos después se acercaron otros hombres y volvieron a cobrarle. Le advirtieron que quienes habían pasado temprano eran desertores de la organización. El papá se opuso a pagar de nuevo y lo mataron en la tienda.

Diego perdió el equilibrio, quedó en el suelo. El asesinato de su padre lo tumbó. Las autoridades subieron a recoger el cuerpo. Le entregaron unos papeles a la mamá para que pusiera la denuncia. Doña Fabiola no sabía leer ni escribir. Tampoco tenía documentos de identidad. No tenía fuerzas para hacer trámites en medio del duelo. Pedir justicia era perder el tiempo. Dejaron las cosas así.

Ocho días después los asesinos volvieron a la tienda a pedir la “colaboración” de esa semana. Diego estaba desbaratando lo que quedaba del negocio para irse del barrio. Al verlos, recordó los catorce disparos que le dieron al papá, lo imaginó arrastrándose por la calle, pidiendo ayuda mientras los milicianos lo miraban morir, sintió impotencia, explotó, perdió el control y vengó su muerte.

En cuestión de minutos lo capturaron. La policía lo presentó como el resultado de un exitoso operativo contra los grupos armados ilegales en las comunas populares de Medellín. Lo hicieron posar junto a una mesa con fusiles, escopetas, granadas. Le tomaron fotos, lo sacaron de la ciudad y la cárcel Bellavista lo recibió con sus rejas abiertas.

***

Fotografía: Carolina CalleEl domingo Diego y Edith se fueron de luna de miel con veinte personas. Alquilaron un bus y tomaron la vía al mar. Diego se pidió la ventanilla para oír el viento. Salieron a las siete de la mañana y después de un par de horas de camino llegaron a una piscina para pasar un día de sol en San Jerónimo.

“Esto sí es alegría”, “esto es la libertad”, “¿qué más le puedo pedir a la vida?”, exclamaba Diego. Se daba la bendición y miraba al cielo como los futbolistas cuando meten un gol. Bromeaba, corría, saltaba, empujaba, abrazaba, gritaba, nadaba, cantaba, bailaba, reía, sudaba, vivía. Diego era la felicidad en persona.

Cuando Diego llegó a prisión su memoria era un laberinto. Afuera quedaron su infancia, su juventud, su madre. Creyó que ese era el final de todo. Solo quería morirse. Contaba los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, el tiempo no corría, no encontraba salida, solo podía mirar hacia el pasado, revivir la tragedia, maldecir su suerte, reprochar sus decisiones, llenarse de remordimiento, anhelar la muerte.

Todo le daba vueltas. Lo que hizo, lo que dejó de hacer, lo que quedó atrás, lo que pudo ser. Un compañero de celda le dijo: “De aquí para adelante hay otra vida. Tenemos que morir acá para nacer en el mundo de la libertad”.

Para volver a Medellín debía aprovechar esa temporada de reja. Le hizo caso. Se miró al espejo y empezó a fabricar el hombre que quiso y no pudo ser cuando estuvo libre. Por eso valoró lo que ese presente le daba de sobra: tiempo libre.

Adentro tuvo lo que no encontró afuera: acceso a la educación, a la salud, por primera vez tuvo un trabajo estable. En vez de pensar en las pérdidas, pensó en cuidar lo que quedaba, pensó en su vieja y le juró que algún día lo vería en libertad.

Doña Fabiola lo acompañó a lo largo de seis años. Quedó sola, viuda, sin empleo, enferma. No faltó un domingo en Bellavista, así le tocara irse a pie. Caminaba por horas, al sol y al agua, de ida y vuelta. Visitar a su hijo era su motivo de fuerza mayor.

Edith la invitó a vivir a su casa para cuidarla. Tomó vitaminas, estuvo en quimioterapia, le aplicaron morfina. Con el tiempo perdió el cabello, la fuerza. Aumentaron los dolores, poco a poco, la cama la fue agarrando hasta que no pudo volver a levantarse.

A finales de noviembre de 2007 empeoró. Tenía fiebre y los pies fríos. Le rogó a Edith que de esa casa no la sacara más. Que no le prolongara el sufrimiento. Miraba con pesadumbre al cuadro del Corazón de Jesús y repetía el nombre de su hijo.
—No me lo deje solo —le suplicó doña Fabiola a Edith presintiendo que moriría antes de tiempo.
—Doña Fabiola, váyase tranquila a descansar, yo no lo voy abandonar —le prometió Edith.

Llamó al médico, pidió ayuda: “Está alimentando el cuerpo, dele agua y morfina. Si la lleva al hospital le va a alargar la mala vida”.
—Su mamá está muy mal —le dijo Edith a Diego a través del celular ese jueves en la noche.
—No deje que se muera mi mamá, dígale que me espere —le imploró Diego.
—No la torture más, déjela ir, libérela de esa promesa —le insistió a Diego.

Diego apenas balbuceaba, intentaba hablar, esa impotencia de no estar presente a la hora de una muerte le apabullaba las palabras.

Edith le acercó el celular para que doña Fabiola pudiera escuchar la voz de su hijo.
—Madrecita… yo creo que no te voy a poder cumplir ese sueño...
—Ah… —suspiró un lamento y salieron lágrimas de renuncia.

A primera hora del día siguiente Edith llamó a la cárcel.
—No me cuente nada —le advirtió Diego presintiendo que su madre ya había muerto—.
¿Me va a traer a mi viejita?

Edith llamó al director del penal, explicó el caso y le permitió entrar en coche fúnebre para que Diego pudiera despedirse de su madre. Edith llegó en la tarde con las ojeras del luto, el conductor de la funeraria bajó el ataúd y lo condujo a la primera reja.

Edith estiró los brazos para la requisa. La guardiana hurgó en sus axilas, entre los senos, en el vientre, en los muslos, en las pantorrillas. Le advirtió que no podría entrar con tacones, que a la cárcel se entraba de chanclas. Como Edith no estaba de ánimo para demostrarle que en las suelas no traía droga, dinero, armas, ni celulares, entró descalza.

Mientras un guardián fue al patio a notificar a Diego, otro puso a un perro a oler el féretro. Luego ordenó abrirlo para requisar al cadáver. Diego llegó cabizbajo y esposado. Al encontrar la mirada de Edith se descompuso, la abrazó cuando tuvo las manos libres y sollozaron en coro. Se le acercó a su madre, le acarició las manos, le quitó una cadenita que ella traía en el cuello, le puso un escapulario de él y le habló en voz baja.
—Mi viejita, cuánta falta me vas hacer…

***

Fotografía: Carolina CalleEl lunes Diego amaneció despierto, callado, pensativo. La sonrisa del primer día ya no era la misma. Después del día de sol y del alboroto, pidió estar un rato en silencio con su mamá. Compró una rosa en las afueras del cementerio y cuando llegó a la bóveda se persignó y se sentó en el piso por un buen rato a hacerle la visita.

Edith asumió la condena de Diego como su causa. No fue difícil cumplirle su promesa a la suegra porque el amor la despertaba y le tenía el ojo abierto desde las dos de la mañana del domingo que salía a hacer la fila para verlo.

Consiguió el Código Penitenciario y Carcelario, estudió el artículo 147 de la Ley 63 de 1993. Supo que el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario concedía permisos hasta de 72 horas para salir del penal, sin vigilancia, a quienes hubieran trabajado o estudiado durante la reclusión.

Diego cumplía con todo. Estudió y se graduó con honores del colegio de Bellavista. Empezó a descontar días de su pena laborando como reciclador, panadero, barrendero. Como jamás tuvo un llamado de atención, lo ascendieron y trabajó en la granja, en el galpón y en la marranera.

Edith se encargó de hacer la gestión del permiso para que Diego tuviera un respiro, una degustación de libertad: fue, volvió, fotocopió, firmó, entregó, insistió, llamó, reclamó, presionó, esperó, recibió y nueve meses después de papeleos le aprobaron el primer permiso de salida el 20 de diciembre de 2009.

Diego se especializó en hacer rendir los recuerdos, guardaba reservas para prolongarlos en los días venideros de cárcel. De esa primera vez aún tenía memoria del humo y de las luces de la discoteca, de la sazón casera, de la velada romántica, de los alumbrados del río, del amanecer despierto, del horizonte sin muros, del atardecer desnudo.

Ocho meses después, volvió a salir y en 72 horas tuvo una boda, un sol de miel, una luna sin rejas y una separación prematura. De regreso a Bellavista compró una cerveza enlatada y la bebió lentamente mientras miraba la calle a través de la ventana del taxi. En el bolsillo llevaba un pedazo de torta negra que sobró de la fiesta.

A las 4:55 de la tarde ya estaba en las afueras de la cárcel con su esposa. Le pidió el favor al taxista de que la esperara un par de minutos mientras se despedían. Diego la abrazó, la cargó, ella se colgó de su cuello, lo besó. Ambos lloraron, se dieron las gracias, se separaron.

Edith lo vio entrar por la puerta grande. Le agitó la mano y cuando dejó de verlo la desbarató una sensación de vacío.
—Mis respetos señora, yo no haría eso — le dijo el taxista—. ¿Uno recién casado y ya separándose?
—Vamos a ver cómo me va —le respondió y se tragó un suspiro.

Edith no sabía en qué se estaba metiendo y, para ella, eso era lo mejor de esta historia. Apenas ajustaba tres días de casada con un hombre condenado a 38 años y seis meses de cárcel. UC

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