Número 107, junio 2019
Hoy en día un texto contra la oscuridad presuntuosa de la jerga posmoderna parece una obviedad. Hace dos décadas era una pelea encarnizada entre la vanguardia y los rezagados, un diálogo de sordos. Para los unos, confunde y vencerás; para los otros, refugiarse en una sabiduría clara e incuestionable. Este texto del profesor Jorge Alberto Naranjo (1949-2019), escrito en 2003, recuerda esa polémica. Renacimiento de un tropel.
 

Leonardo y la posmodernidad
Jorge Alberto Naranjo Mesa. Ilustración: Señor Ok

Ilustración: Señor Ok

La posmodernidad inventa, día tras día, el agua tibia. Vacía de sustancia las cosas viejas, las viejas filosofías, y después las reasume como su propia sustancia, como su adquisición más novedosa, y hasta su aporte al pensamiento. Es un síntoma evidente de su propia oquedad espiritual, de no ser sino un formalismo, pero revestidos con esa terminología que la posmodernidad acuña para no ir a llamar al pan pan o al vino vino, las cosas y pensamientos parecen recién descubiertos en los talleres posmodernos, en esos discursos y esas obras que proponen. Así reinventan “el cuento breve” o “el arte urbano” o “la enseñanza lúdica” o “las pérdidas colaterales” y “la guerra preventiva”. Depende, claro, del taller y las especialidades de cada uno. Pura apariencia para reinventar lo ya sabido y practicado por los hombres, a veces desde hace por lo menos cuatro mil años; pura simulación de novedad a propósito de las cuestiones más diversas. Y tal vez se explica por la ignorancia crasa de casi todos los pensadores posmodernos en cuanto no sea su especialidad o no tenga que ver con el motivo que los lleva hasta doctorarse en una baldosa, y que por lo general los deja en el limbo de un subdesarrollo espiritual acerca de cuanto no se refiera a su práctica “específica”, “concreta”. Por esto la posmodernidad es profundamente conservera, reaccionaria. Disimula su servilismo a lo dado, al hecho, con terminologías grandilocuentes, que le dan estatuto de acontecer nuevo y revolucionario del pensar, pero solo son palabras, mi querido...

Así acontece con la “interdisciplinariedad”, con la “multidisciplinariedad”. Parece que el solo término (¡ocho sílabas, y en un poema hasta nueve!) ya debe significar una cauda de pensamientos, que solo acuñarlo debió exigir el trabajo de uno o varios profundos pensadores. ¡Y qué va! Es jerga de burócratas posmodernos que aprendieron a hablar en el taller de reformas académicas que manipulaba Mockus, y que copiaba jerga conventual. Estamos ante un “concepto” que, como el de “flexibilidad de los programas curriculares”, disimula esa cerrazón de espíritu y esa rigidez con que formaron los primeros alumnos de esos talleres de educación posmoderna.

Desde los presocráticos hasta nuestros días se pueden citar multitud de ejemplos de sabios que conjugaron, por lo mismo que eran tales, saberes múltiples, técnicas y artes muy variadas. He ahí a Pitágoras: matemático, geómetra, astrónomo; educador de niños, hombres, mujeres; legislador y consejero de Estado; geógrafo y viajero; iniciado en los cultos de diversos dioses, sacerdote a su vez; dietista y salubrista... O bien, he ahí al docto entre los doctos, enciclopedia del saber antiguo, Aristóteles de Stageiros; o bien —puesto que el estagirita puede no ser del agrado de alguno de los eventuales lectores—, he ahí a Epicuro, el de la triple ciencia, Ética, Lógica y Física, el filósofo de la amistad, el practicante de la temperancia y el suave placer, el físico del clinamen y las declinaciones de los cuerpos y las inclinaciones del alma. Y entre los romanos se podrían citar muchos ejemplos, desde los Plinios y Séneca hasta San Jerónimo. Y la Edad Media está literalmente llena de eruditos y sabios en varias artes, ciencias y técnicas: desde el gran Alberto de Maguncia hasta William Turner, encontraremos sabios cuya preocupación por las criaturas y las cosas de la tierra, cuyo ánimo de sistematizar vastísimos conjuntos de observaciones no decae nunca, ni su amor por las bellas artes, antes bien, crecen sin cesar a medida que corren sus vidas hacia el término.

O bien, puesto que todos esos ejemplos pueden ser desagradables para un cierto espíritu posmoderno que no se reconocería —¡qué horror!— en ningún sabio escolástico, ni en santurrones, y que se piensa a años luz de esas elucubraciones aristotélicas, ahí esta Leonardo de Vinci, ya en pleno Renacimiento, como ejemplo de una mente multidisciplinada, con capacidades intelectuales amplísimamente desarrolladas en campos muy diversos de la sabiduría: mecánico y cocinero, músico y pintor, arquitecto y escultor, hidrólogo y metalurgista, ingeniero civil e ingeniero militar, biólogo y anatomista, geólogo y poeta, geómetra e inventor, maestro de ceremonias y consejero de Estado, filósofo y artista notabilísimo. Y no tuvo escuela ni doctorado alguno: era —como él mismo se definía— un “uomo senza lettera”, hombre sin educación (formal). El hijo de Ser Piero, sin la apertura al mundo que le significó vivir con su madre y el esposo pastelero, no hubiera pasado, probablemente, de ser notario como su padre, señor como su padre, una aurea mediocritas de la época y el medio. Fue ese afuera con el que se topó desde niño, fueron las tutorías del padrastro, y el profundo amor de Caterina, lo que le dio esas artes inventivas, lo que sembró en él esa curiosidad permanente y, también, lo que heló su corazón y lo permeó con la indiferencia sentimental. Leonardo era frío como el hielo, aunque su inspiración fuese cálida como una llama y su personalidad fluida cual el agua.

La “multidisciplinariedad” leonardesca es lo menos escolástico imaginable. Nació de la observación atenta de los hombres y la naturaleza, de la fabricación de experiencias incontables, experimentos preparados o acaeceres repetidos aunque incontrolables (aguaceros y tormentas, truenos y avalanchas, erupciones, pestes, guerras, no menos que modelos a escala de puentes y esclusas y fuentes, o juegos de luz en la atmósfera y en el gabinete óptico). La misma actividad cognoscitiva le mostraba la interrelación de los saberes, la unidad profundísima de los saberes que presupone el conocer realmente a las cosas y los acontecimientos. De la óptica al sfumato, de la metalurgia a la escultura, de la zoología y la botánica al retrato, del sentir al expresar, todo para Leonardo estaba ligado por un continuo de saber y reflexión. ¡Cuál multidisciplinariedad! Era mejor una sola y verdadera sabiduría, un abrazo total a lo que es, con su misterio inagotable.

El término “disciplina” aplicado a un saber o una práctica es altamente inconveniente. Sugiere unos rigores, unas penas y costos de aprendizaje o de oficio, que rara vez corresponden con lo que es la realidad de su aprehensión o su ejercicio. Tanto peor ahora, cuando en nombre de cada “disciplina” académica se pervierten los títulos académicos, unos desinflándose y otros inflándose, sin que por parte alguna se vea una mejoría de la calidad humana, antes bien, constatándose un “devenir–Bartleby” cada vez más pronunciado de nuestros doctos intelectuales. Tanto peor, porque habrá bidisciplinados, tridisciplinados, y tetra..., avalado cada grado por el correspondiente cartón y título y aumento salarial y pérdida de humanidad. Es para reírse de tales tonterías si no fuera porque la posmodernidad se toma sus jergas y métodos muy en serio. En todo caso ¡qué lejos estaremos de Leonardo por semejantes caminos de herradura, perdón, de erradura, perdón, de cerradura multidisciplinar.UC