Número 107, junio 2019

Vestigios de éxtasis
Ángel Castaño Guzmán. Ilustración: Hansel Obando

Ilustración: Hansel Obando

Tiranía melancólica

Al verlo cruzar la puerta lo supe: en las líneas de los poetas parroquiales abundan las referencias a las aves porque ellos hacen — hacemos— parte del inventario de la ornitología. J. J. Abella, Gavilán, se acerca al cubículo con el bamboleo de Napoleón de parque, de quien cree que el universo está en deuda con él. Saluda de beso en ambas mejillas a la secretaria del departamento y sin permiso se apoltrona frente a mí. Por el cuello y las mangas de la camisa le salen las puntas del plumaje, y se le abultan en la espalda. Antes de dejarlo desenrollar su perorata, le muestro la palma de la mano pidiéndole guardar sus graznidos mientras concluyo unos versos: “…Te veo / y nada. / Ni el pálido deseo de antaño / ni la tenue alegría de entonces / ni el sol de la infancia de ciertos momentos. / Ahora eres pecho vacío / cara muda”. Estiro la espera para recordarle el orden jerárquico en nuestra relación: soy Sirirí Ramírez, inmejorable apodo para quien ejerce la crítica literaria.

Al terminarlos y quedar nada conforme, estrecho la seca zarpa de Gavilán. No puedo dejar de reparar en su peinado de olas amansadas por el gel y en la extrema delgadez de su cara. El visitante tiene el vicio de los miopes: permitir el descenso de las gafas hasta la mitad del pico y mirar por encima de ellas. Desanuda el saludo y abre el maletín. Ya sé el motivo de su presencia: viene a mostrarme poemas inéditos. En virtud de mi expediente académico —ensayos y monografías sobre los escritores del Gran Caldas, la mayoría alimento de polillas— me he granjeado fama aldeana de inteligente, de oráculo en las cuestiones literarias. Esto no me produce el menor orgullo: ¿qué honor trae consigo ser el tuerto monarca en el reino de los invidentes? Mi modesta celebridad no da testimonio de dotes —tal vez de disciplina de monje—; en lugar de ello da fe de la medianía de los plumíferos de aquí. Tal prestigio me hace el candidato perfecto de los bardos para prologar sus poemarios o ser el primer lector de sus escarceos con las musas.

En efecto, Gavilán Abella extrae una resma de papel y me la acerca. Trilogía de mutismo leo en grandes letras en la primera página. Un vistazo arroja un resultado agridulce: se trata de un conjunto de sonetos de temas profanos —a la manera del Diablo de Pereira— y amorosos. Dibujo en mi gesto el signo de pregunta: levanto las cejas, los hombros y las palmas.
—Quiero un prólogo tuyo para estos… —suelta y despliega un simulacro de sonrisa.

Casi siempre rechazo invitaciones de este tipo. Me escondo en la excusa de cien compromisos ineludibles. Cualquier cosa sirve para escurrir el bulto: largas jornadas en comités de la universidad, asesorías de tesis de grado o investigaciones chapoteando en el tintero. Lo hago por pudor y para no agriar las amistades: mi pellejo conoce la afilada fragilidad que se siente cuando se buscan ojos evaluadores para las cuartillas propias. Si el lector lo ignora le basta imaginar sus miserias puestas en papel y sometidas al escrutinio del respetable. Espeluznante, lo aseguro. Pocos sentimientos se comparan a ese coctel de vértigo y duda paladeado por el poeta cuando abre la caja fuerte. Los segundos entre el final de la lectura y el dictamen son pegajosos, una marea de baba.

Le doy un chance. Le devuelvo los poemas diciéndole: muéstreme tres, solo tres, los mejores, y si me gustan, escribo mil palabras. Ni una más ni una menos. Gavilán se atraganta, tose, se pone patas a la obra. No tarda en su escogencia: veo con gusto que toma uno del inicio, otro de la mitad y uno del final. Siguió mi consejo: en una conferencia recomendé a los jóvenes poner en el pórtico, en el centro y en la salida del libro los escritos logrados, los mejores. Los leo. El reloj hace su labor de comején: el garbo y la pedantería del Gavilán Abella —lleno de sí hasta el borde, seguro de la brillantez de sus borradores— se evaporan con el tictac para darle espacio a un apenas perceptible temblor en el párpado derecho, a ríos de sudor en la cara y el pescuezo. Conozco los poemas, publicados en un plegable universitario. ¿Qué decir? ¿Cómo llenar el vacío con oraciones justas pero benévolas? Con guantes de seda llamo a la inmadurez de la propuesta estética una búsqueda distante de las certezas y de la meta. Al oírme, recobra la compostura. Recompone el atuendo de galán de ninfetas, aplaca las hebras del peinado. Recordarlo me hace reír.

—Maestro Sirirí, diga eso. No quiero halagos, ni más faltaba. Quiero su justo concepto —así hablan los poetas de provincia: peroran, lanzan discursos.
—Hombre, Gavilán, ando corto de tiempo y no sé si pueda medírmele al encargo — riposto con la falsa esperanza de salirme de la trampa.
—Maestro, lo espero, no hay afán. Escriba lo que quiera. Será un lujazo —sabe masajear el ego.
—Bueno, bueno. Lo pensaré —le respondo con el ánimo de librarme de él para después hacerme el loco.

Intermedio

Una gripe conspiró a favor del Gavilán Abella: por precepto médico Sirirí Ramírez reposó una semana. Despojado de distracciones —tiene las dosis necesarias de esnobismo para creer que las series de Netflix son sofisticados facsímiles mileniales de las telenovelas de los ochenta y noventa— emprendió la tarea de redactar una sobria nota para Trilogía de mutismo. Remitió la cuota prometida de letras y olvidó el asunto. Camufló los reparos, los ocultó en la dura prosa del docente experto: destinó varios párrafos a la poesía de la comarca y pocas frases al poemario en sí. Transcurrido un trimestre encontró en la correspondencia un ejemplar del libro con el prólogo: un modesto trabajo litográfico con pifias en el diseño. Sirirí lo hojeó por encima, lo guardó en una caja de zapatos debajo de la cama matrimonial: a ese lugar van a parar los papers en revistas indexadas y los prólogos con su rúbrica. Ese debió ser el punto final de la historia, ¿no? Pues no.

Musas leves

Al ver el mensaje de Ramírez en mi bandeja de correo electrónico la alegría desplaza al recelo. En la ventanilla del barrio compro tres botellas de vino, una cajetilla de cigarrillos y preservativos erizados. Le mando un wasap a Susi, la aprendiz de tatuadora, mi crush de fin de semana (en uno de los sonetos de Trilogía de mutismo menciono la curiosa coincidencia: los veinteañeros nombran al amor platónico con un vocablo que traduce aplastar). Susi es un milagro de la anatomía, la carne blanca de la manzana. La suya es una belleza arisca, próxima a la espina, lejana del pétalo. Llega pronto. Se quita las botas negras y con los dedos del pie, las medias tobilleras. Rápida, se deshace de un tirón de la blusa de tiras. Miro el reloj daliniano grabado con tinta china sobre el teclado de sus costillas. Descalza, husmea en la nevera, en la biblioteca. Esta chica no da respiro, una nerviosa electricidad la recorre, la mantiene en movimiento. Le encantan mis piropos, se sonroja cuando le digo pata de conejo o talismán. Introduzco en el río de la charla el prólogo de Ramírez. Espero su reacción. Ninguna. Habla de Valeria, de la novia de Vicky, del meme enviado por Popeye, su gurú espiritual, de la reciente trifulca en el Twitter, del nuevo video de Yuya. Para Susi su voz es melodía —está enamorada de ella— y el silencio el enemigo al cual debe asediar, perseguir, eliminar a cualquier costo. Aprovecho un paréntesis en su metralla para aludir de nuevo a Ramírez, al texto en mi mail. Hace muecas de molestia, finge espasmos de vómito, pero acepta leerlo.

Acostado en el sofá, libando vino, la escucho. Tropiezan en el filo de su lengua las palabras sinalefa y sindéresis. Lo reconozco, Sirirí es un cinturón negro. Con rápidas pinceladas retrata la lírica. Define bien los desvelos románticos de Baudilio Montoya y el coraje vanguardista de Luis Vidales. Ya imagino las caras de los compañeros de taller pintadas a brochazos con verde envidia al enterarse del prólogo para mi libro. Muchos trataron de disuadirme de ir a su oficina a mostrarle mis poemas. Acudieron a la vieja leyenda urbana de Ramírez y el novelista amateur. El pobre muchacho le dejó con la secretaria el producto de un semestre de escritura, de vigilias y privaciones. Al volver a la semana por el veredicto encontró una nota manuscrita de Ramírez anexa con un clip al manojo: “¿Lo rompe usted o lo rompo yo? R”. Levito: estos recuerdos y mi regodeo visual en Susi me hacen perder por instantes el hilo —¿qué verá ella en mí? No lo sé y temo averiguarlo—. Estalla en risas al verme en esta nube de beatitud. A veces la baña una luz de museo o de claro de bosque. A veces su chabacanería es insoportable, un reto enorme a la paciencia: las costumbres de masticar con la boca abierta y de dejar en el lavamanos sus tampones son misiles nucleares contra mi ataraxia. La sangre corriendo libre por la blanca loza me estremece. Los días pasan, las fisuras en el otro se agrandan, palidece el fulgor de la farsa. El hastío lo empolva todo, coloniza cada palmo del sexo y de la charlas en común. Hasta el orgasmo es una moneda triste y vieja.

Los enormes ojos de Susi me interrogan, me sumergen en un compasivo asombro.
—No sé mucho —dice como quien prepara el terreno antes de soltar la bomba—, pero creo que este tipo te toma el pelo.

Autónomas, mis manos van a la cabeza y comprueban la pulcritud del cabello. Quemado por el rayo salto al comedor, le arrebato el portátil y releo con lupa. Lo hago una, dos, tres: en cuatro ocasiones. Sopeso cada frase, interrogo los párrafos uno a uno. En todo el texto le dedica tres oraciones al libro en sí. Oigo en mi tórax un húmedo crac, un hueso se astilla, un árbol se desploma en mitad de la tormenta. Sirirí Ramírez me cree imbécil, tal vez lo soy. La ira crece, bota espumarajos y madrazos por mi boca. En un santiamén los objetos a mi alcance vuelan hasta colisionar contra las paredes, se hacen añicos, estropicios: la botella de vino (¡plas!), el cenicero (¡crac!), el computador (¡bang!). La mirada de Susi alcanza el tamaño de la hipérbole, el deseo la hace sudar, parece recién salida de la ducha, un caballo en plena hégira. Hijueputa, grito, rebuzno, ladro. Hijo de la gran puta, aúllo desde el vientre, con la bilis del fracaso inundando mi garganta. Lloro por mí y por Ramírez. Víctimas de idéntico monstruo: la poesía. La perra podrida nos dio a mamar veneno de sus tetas. Nos dio la sed pero escamoteó el talento.

En pago a los discursos de la siguiente campaña un edil con hambre de diputado aceptó pagar la mitad del tiraje de mi poemario. El dinero restante salió de mi magro sueldo de docente de escuela. Maté el anhelo de vender ejemplares y recibir reseñas en la prensa: de haberlas estarían firmadas por amigos interesados en el tráfico de influencias o en el intercambio de zalemas. Trilogía de mutismo es mi tiquete de entrada a un club detestable, el de los poetas conscientes de la naturaleza de su talento. En esa tribu los miembros inflamos con helio nuestros torsos para compensar en algo el vacío de las obras. Repartimos los papeles de un libreto en el cual el trago y los fármacos confieren donaire a las almas secas. Organizamos festivales y editamos revistas —aprendemos a tocar las puertas del concejal, del alcalde, del empresario, del mecenas— para promocionar a los cofrades, para hacerle bombo al amigo que sabrá devolvernos la gentileza al invitarnos a su pueblo a recibir una medalla, un diploma. Usamos las antologías como premio a los aliados y azote a los enemigos. El tiempo dará a cada quien su lugar en la pirámide alimenticia de los poetas, del juicio nadie escapa. Eso lo sabemos. No obstante, nuestras maquinaciones procuran postergar el instante, aplazarlo un poco, huir del moho.

Así le cueste reconocerlo, nosotros justificamos el apostolado de Ramírez. Somos la paja en el granero, la maleza en el jardín. Él, poeta vergonzante y crítico implacable, ¿quién sería sin canciones chuecas, estrofas desafinadas, versos torpes para diseccionar? El fango incrementa el brillo del oro, lo hace puro, sublime. ¿Qué haría Ramírez con sus sarcasmos molotov si no tuviera a quién hacer blanco de ellos? ¿De qué le serviría su sapiencia espartana si en el mundo no hay bufones? ¿De quién se reiría con elegancia en Santo Sonorilo, su revista de reseñas? ¿Quién haría más cálido su exilio de los poemas, su divorcio con la lira? Con nosotros, los poetas minúsculos, prescindibles, la vida imita el trato del jíbaro al adicto: reserva vestigios del éxtasis, migajas de ambrosía. A veces nos roza con el acero de sus puñales, hunde su lengua en nuestras bocas. Lo hace y huye, por eso hay versos sinceros —pocos— en nuestros libros, disimuladas perlas en medio del barro de los cerdos. ¿Quién conforta las fatigas del crítico? ¿Quién se compadece de su agonía de ser inferior a la vanidad?

A Sirirí Ramírez le haré una jugarreta: modificaré el prólogo, lo haré ridículamente elogioso, zalamero. Y lo incluiré en 499 ejemplares de los quinientos del tiraje total. En el restante, el que le haré llegar, irá su prólogo intacto. Será la forma de equilibrar la balanza. UC