Número 110, septiembre 2019

La unidad de la pelea

David Eufrasio Guzmán. Ilustración: Laura Ospina

 

Aquel viejo domingo completaba una semana sin salir a la calle. Estaba castigado por una batalla campal que protagonizamos los de la Unidad Residencial contra algunos estudiantes del Pascual Bravo. Aunque en esos tropeles los más pelaos solo tirábamos piedras salvaguardados en los bloques que lindaban con el Pascual, a Monareta lo agarraron y le abrieron la cabeza con unos chacos. Esa vez se nos entraron por un roto que le hicieron a la malla. Cuando mi papá supo que un amigo estaba grave en el hospital se puso furioso y me agarró a cantaleta, que Medellín estaba cocinada en violencia, que todo el mundo dispuesto a hacerse matar por cualquier pendejada: ¿La gente no puede rivalizar sin matarse o qué?, ¿no puede enfrentarse sin sacar un fierro?, ¿cómo así, hijo, que manoplas y piedras?, si tienen tantas ganas de pelear, ¿por qué no se dan unos puños sanos como hacíamos antes y siguen su vida tranquila, así sea con la boca reventada?, ¿siempre tiene que heder a muerto en esta ciudad? Queda castigado hasta nueva orden pa que no joda.

Yo en realidad era un pelao pacífico y salvo las batallas donde todos éramos del mismo ejército, evitaba a toda costa inmiscuirme en tropeles; si alguna situación con alguien se iba poniendo delicada o insinuaba un bonche, me abría del parche. No sé si por este comportamiento cobarde los pelaos de la unidad empezaron a decirle a Ramirito que así fuera más chiquito que yo, me podía cascar. Vos fijo cascás al Chino, le decían delante de mí y yo esquivaba la mirada, ignoraba la situación, porque si decía que no, de pronto me tocaba comprobarlo, y si decía que sí, manifestaba yo mismo mi cobardía y falta de carácter, una doble humillación que no estaba dispuesto a patrocinar. Bien o mal terminaba huyéndole al tema, buscándole el chiste. En esa época era un deporte imaginar las peleas de los manes grandes de la unidad, ¿Cómo será un bonche entre Pingua y Umaña?, Gana Pingua, ¿Y entre Mánimal y Agonía?, Gana Mánimal sobrado, Creo que José Jairo levanta a Manolo, ¿Y entre José Jairo y Pingua?, Pingua toda la vida, Juango sí los levanta a todos, Pero porque está loco ese hijueputa, y así los mejores carteles de boxeo callejero pasaban por nuestras mentes sin sospechar que algún día estaríamos en el ring. Porque cada tanto, cuando pasaban días y días sin acción, sin peleas a correa entre los grandes y los padres de familia, o contra los celadores, o a piedra contra los estudiantes del Pascual o el Liceo Antioqueño, el aire se avinagraba, los grandes se llenaban de sevicia y les daba por poner a pelear a los más pelaos, Hay que irlos preparando para la guerra, decían. Ahora pienso que no podíamos vivir sin la adrenalina del tropel, lo que explotaba afuera en las calles se repetía a una escala de juguete en la unidad. Y entonces nos azuzaban, Ramirito, usted casca al Chino, usted a ese man lo casca.

Ilustración: Laura Ospina

Para mi angustia, el pelao se empezó a tragar el cuento. Al olfatear mi miedo se fue armando de seguridad y valentía. Era un mulato cabezón con poco pelo como carne molida mal esparcida por la cabeza, con algunos calvos y una frente enorme que parecía calvicie prematura, pero apenas tenía doce años, dos menos que yo. Su hermano Eduard era un misterio, famoso porque un día borracho salió con una motosierra asustando a todo el mundo en la unidad, a mí no me tocó pero decían que era loco, tal vez simplemente tenía una teja corrida, yo lo veía como un man que no se le arrugaba a nada y podía cascar a dos de la misma edad al mismo tiempo. Eso sí me tocó verlo. Pero Eduard era de los grandes y era muy difícil que los grandes nos dieran, si Pingua no me cascó el día que por error le dije Pingüi no había nada que temer, a mí me daba susto era de Ramirito, que era un vecino sin ley, una plaga, necio como un diablo y atravesado, un Eduard chiquito. Recuerdo una semana de diciembre en que el hombre estrenó lunes, martes, miércoles y jueves. Cada día un pantalón nuevo, una camisa nueva y dos pares de zapatos nuevos que turnaba. El viernes, cansado y orgulloso de haber estrenado tantos días seguidos, el hombre volvió al lujo y a la comodidad de vestirse como siempre, de camiseta descosida, pantaloneta desvaída, tenis sin medias, y salió “grasa”, como dicen en Argentina. Afuera los grandes se la montaron, que cómo así que estrena todos los días menos el viernes, entonces Ramirito se entró para la casa y volvió a salir con uno de los pantalones y una de las camisas que se había estrenado en la semana, combinándolas para no repetir muda. Todo elegante pero con ganas de chimbiar y enmugrarse. Era un pelao que prendía empujado, por eso poco a poco me hice a la idea de que, así lo tratara de evitar por diferentes medios, en algún momento me iba a tocar darme puños con él. Era eso o convertirme en la burla eterna de los dioses, y las diosas.

El domingo que me levantaron el castigo, después de la jornada futbolera, estábamos en un arbolado dentro de la unidad y por la actitud de Ramirito me di cuenta de que lo habían preparado, era el día elegido para que me cascara, su botín de lujo, levantar a uno más grande para probar finura. Estaba sentado en un tronco cuando me empezaron a decir vainas, Qué va, Dejen de bataniar, No chimbeen más, respondía con un nudo en el estómago; en un punto muerto alguien dijo como dando una orden, ¡Desen pues par de gonorreas! Miré a Ramirito y no sé por qué hoy lo veo tan nítido, lanzando ganchos al aire como en calentamiento antes de la pelea, ¡Pelea, pelea!, gritó Umaña, su mánager. Me paré lentamente, con una parsimonia que a mi contrincante le debió haber parecido eterna y me fui poniendo de pie con las manos abiertas en las rodillas, inclinándome hacia adelante, como diciendo, A ver pues qué es la cosa, pero callado, Uy, ¿va a peliar?, murmuró algún incrédulo. Ramirito me esperaba con las manos empuñadas, parado de medio lado. Me acerqué y sin ningún tipo de técnica o antesala le metí un puñetazo en el centro de la cara. Lo reventé de una, la sangre se le vino por la nariz y se agachó como atontado, como si se le hubiera caído un dije de oro. Por esos años alguien me había dicho que el que pegaba primero pegaba dos veces, o ganaba, o algo así. La gente gritaba y animaba, Ramirito, que sollozaba furioso con la bemba llena de sangre, agarró una tabla que había en la manga con unos clavos oxidados salidos en desorden. A mí me ofrecieron otra tabla del mismo arrume, pero salí corriendo y me resguardé en la portería de los carros mientras Ramirito blandía el tablón amenazante. Alguien le dijo, Venga pelee como hombre, a puño, usted lo casca, Es a puño parcero, venga pues, le insistió otro. Volvimos al ruedo, el pelao ya tenía la sangre seca en las fosas nasales, las lágrimas secas a medio camino, una pasta babosa acumulada en las comisuras de los labios. Retomamos la pelea como cansados, dudosos, ninguno mandaba puños ni se le iba encima al otro para revolcarlo, era como una danza circular, ridícula. De repente Ramirito se puso a llorar y casi al tiempo yo también me emperré desahogando la presión; envueltos en llanto nos abrazamos y apretujé su humanidad antes temida contra mi existencia como si solo así pudiera salvarme, No, mirá estos malparidos, decía la gente decepcionada, otros se reían, Déjelos, déjelos ya.

Luego de unas semanas con las energías saneadas, sentí que Ramirito en el fondo había quedado maluco, como que le ardía esa herida en el ego a la que los grandes le exprimían gotas de mertiolate con limón, En un añito usted ya casca al Chino, Se tiene que desquitar, y lo cierto es que se estaba embarneciendo y a veces me miraba rayado con unos ojos distintos, cada vez más opacos y rasgados como los de Eduard. Cuando ya esperaba su venganza, como al año del bonche, la familia se tuvo que ir de la unidad y solo así pude descansar, al menos unos días mientras nos trasteábamos para el apartamento que habían desocupado, un primer piso que mi mamá siempre quiso. Obvio me correspondió la que era su habitación. Transformado, mi temor ahora era que regresara por lo suyo como un fantasma que atraviesa paredes, una pesadilla que no terminó hasta que fuimos nosotros quienes abandonamos la unidad. UC

Universo Centro N°110

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