Número 110, septiembre 2019

Tres minutos sin aire

Julio César Duque Cardona. Ilustración: Elizabeth Builes

Ilustración: Elizabeth Builes

No señor, ¿cómo se le ocurre? Suponga que a usted le cortan el aire por tres minutos: en el segundo minuto no tendrá ánimos para hacerme la misma pregunta. ¿Tres días sin agua en el río? ¡Ah! ¿Sería que eso fue lo que me pasó a mí? No, no sé si reírme o llorar. Recuerdo esos años viviendo de lo que nos regalaban aquellas aguas turbias y me pregunto: ¿qué hubiera pasado si en aquella casucha de las vegas del Cauca nos hubiera faltado la comida del río durante tres días? ¿A robar? No, no se ría, ni robando es fácil conseguir la comida para cinco hermanos. Pero les iría peor a los bocachicos, que en verano suben a poner sus huevas en las aguas limpias y de pronto ¡zas!, arena, piedras, cascajo… Y yo qué hago, dónde pongo mis hijos, me dijiste que era por aquí, mamita, en las aguas claras, está cerrado el paso. No, aguanta que ya vas a llegar... Vete por la margen izquierda. Usted me dice que solo tres días, tres días con un chorrito delgadito, como si se hubiera estropeado la manguera de la tierra.

Para mí el Cauca es como un abuelo dadivoso y querendón. Cada vez que paso por sus orillas me echo mil bendiciones, me mojo la cara y el pecho en sus aguas y me digo que estos huesos que al fin alcanzaron casi un metro con cincuenta centímetros se los debo a los animales del río. Porque esa agua sucia de tierra y palos, como usted dice, nos daba bocachicos en enero y bagres en septiembre; bocachicos que robábamos halando con fuerza el anzuelo. ¡Llevo! Así anunciaba papá cuando algo vivo se enredaba en su anzuelo. Y ellos boquean en la bolsa de fique con el chuzón en la barriga. Y cuando se les descama y destripa, encuentra uno esa huevamenta millonaria que apenas chisguetea en el aceite caliente. O los bagres, cuando les dejas descansar la plomada con la lombriz en el barro. El bagre es como la rata del fondo del río: aspira el piso por un lado de la jeta y por el otro expulsa el barro que no le sirve; deja lo útil en su barriga así la lombriz esté muerta. Pero si en la carnada está camuflado un anzuelo, chumbulún, el metálico enredado en sus tripas, a jalar, sí, porque tienen la fuerza de un tanque de guerra. Su carne es blanca y grasosa. Mi mamá recibía los bagres con alegría, ah, y lo bueno era ver quebrar la terrible espina que los defiende en el lomo; se necesitan manos fuertes y un alicate. El caldo grasoso y caliente se deslizaba en nuestros dedos y hasta se pueden masticar los huesos sin carne. Y así usted dice: qué importa que sequen el río por tres días. ¿Cuáles bagres piensa pescar? ¿Y cuáles bocachicos atrapar si la subienda es detenida? Y dígame dónde pondrían ellos sus huevos. ¿Sobre las piedras? No.

En luna llena cuando el río se volvía tacaño, porque los peces tenían el tragadero lleno de insectos, papá organizaba su arma más letal: la atarraya. Se puede tirar desde la orilla siempre que te asegures de que no vaya a dar contra ninguna empalizada. En sus lianas cuadriculadas se enreda todo, especialmente la sardina que bien sabe tostada y con arepa. Lo aburridor es destriparlas porque eran cientos, y hay que quitarles las escamas una a una, que es como una piel diminuta, delgada y transparente que se pega en los dedos y hace brillar la ropa. Horas de trabajo en casa, antes de hacer las tareas de la escuela. Cuando papá tiraba la atarraya era señal de que al otro día yo no podría llevar todas las tareas. ¡Tres días sin agua! ¡Jummm! No me imagino el día en que yo pueda conocer las entrañas del río, donde viven los bagres y cazan los caimanes. Tampoco podrías pasar el río en canoa. ¡Ahhh! ¿Pero y la gente del otro lado, qué? Cuando papá quería ir a pescar doradas silbaba de alguna manera y luego venía don Jairo hasta nuestra orilla. Nos llevaba a los chorros a probar el anzuelo en los grandes charcos. Y si el agua estaba clara, pescábamos con mariposas metálicas, que contorsionan sus alas en la medida en que rozan los bordes del agua. De tirar y jalar en las noches me dolían las manos. Pero cuando se pegan son los grandes, porque tienen que dar saltos sorpresivos para atrapar la engañadora mariposa. ¡Y ahí sí había fiesta de pescado y huesos en la olla de mamá! Ella se alteraba:
—¿Vos por qué llevás ese muchacho a los charcos? Si todavía no sabe nadar. Enseñale primero a nadar.
—Hay que esperar a que crezca —contestaba él.
—¡El que vive de ilusiones muere de desengaños!

No, no se ría, yo ya tenía ocho años y no medía más de un metro. Debió ser que algún día también me quitaron el oxígeno, como usted el agua dulce a los bocachicos… Sí, ustedes, que piensan que eso no es importante en la vida. Yo crecía dos centímetros por año y, según el médico, sería solo hasta los quince, cuando se me cerraran las junturas de los huesos. “Debe practicar dos horas diarias de ejercicio. Hágalo caminar por lo menos cinco kilómetros diarios, señor, y recuerde: las tres comidas del día…”. Así que caminar fue la materialización sudorosa de mi sueño de crecer. Un kilómetro y medio para ir hasta el río Cauca a buscar las tales tres comidas después de la escuela, y un kilómetro y medio para volver a casa con aquella comida en la bolsa de fique, en las tardes, cuando la luna comenzaba a reemplazar el sol. Todos los días, ir a atrapar la comida hasta que papá consiguiera un trabajo estable. En las mañanas él iba a buscar empleo al centro de Cali y yo a la escuela. Y en las tardes, conmigo a pescar. Pero si él no volvía porque había encontrado alguna venta ambulante, entonces yo debía ir a pescar, algunas veces solo o casi siempre con el hijo de don Gonzalo, un amigo de papá. Sacábamos las lombrices del patio de mi casa y cogíamos camino. Y si era subienda o vacaciones robábamos los bocachicos al río con los anzuelos grandes, tirándole a la suerte. ¡Llevo! Y en la época de lluvia hundíamos el anzuelo con las plomadas más pesadas para engañar a los bagres.

Con el hijo de don Gonzalo aprendí a pescar con cucarachas. Es la mejor carnada, nunca falla con las sabaletas jefes. Papá se reía a carcajadas, pero le daba asco o miedo cogerlas y mamá nos prohibía terminantemente cazar cucarachas en las alcantarillas. Es fácil: no se puede tener asco o miedo. Se les coge del medio, apretando bien las alas, pero sin destriparlas, como para que no escapen; se voltean sin dejar que sus desesperadas patas se peguen de tus dedos; molestan sus enviones como agujas. Rápidamente con la otra mano se introduce el anzuelo por debajo de la cabeza hasta el fondo del estómago. Listo. Y en el agua ellas, amarradas al chuzo metálico, despliegan las alas y parecen más grandes. Y al primer lance tienes la mejor comida del río. ¡Qué tal que nos secaran el cauce, así fueran solo tres días! Creo que se acabarían las mismas cucarachas, las lombrices y hasta el charco de las doradas, como un desierto de agua.

En ese charco atrapé una vez un pez culebra. O una culebra pez. Era una hermosa cazadora con cabeza de pescado, dientes y lengua viperina, delgaducha, transparente y alegre en la cola como si el anzuelo le hiciera cosquillas. Yo iba a devolverla al agua pero papá me dijo: “También se come y es buen alimento”. Y yo pensé inmediatamente, si es tan buen alimento, tal vez Dios me ha enviado con ella el secreto de crecer. Me la comí yo solo, sancochada y con toda la ceremonia de que iba a llegar el esperado milagro. Nada. Y mucho menos si ustedes secan el río. Cómo sería el asunto que ya estando grande, es decir, viejo, cuando entré a estudiar a la Universidad de Antioquia el profesor de deportes me preguntó: “¿Y vos por qué tan enano, si sos tan buen corredor?”, y entonces me hizo inscribir en el restaurante gratuito de la universidad. Y hubiera crecido mucho menos, si gente como ustedes nos secaran el río, así sean tres días o tres minutos, lo suficiente para cortarnos el aire, o lo que a usted le dure el oxígeno en las branquias, perdón, en los pulmones. Ya le recuerdo: ustedes construyeron un muro en el río. Entonces ahora van a comer los de arriba y los de abajo lo que sobre, así sea un chorro de agua filtrada. Eso ha pasado siempre aquí: los de arriba mandan a hacer paredes o cercas, luego se comen lo mejor, y los de abajo o los de al lado, ellos verán. Eso fue. Algo así debió haber pasado, cuando en algún momento que yo no recuerdo me cortaron el aire. UC

Universo Centro N°110

ver en el número 110:

Descargar pdf