Número 110, septiembre 2019

Mi primera comunión

Ricardo Carvajal V. Fotografía: Archivo familiar

 

Fotografía: Archivo familiar

El día de mi primera comunión me levanté un poco aburrido, traumatizado por la peluqueada a la que nos obligó mi padre a mi hermano y a mí para que recibiéramos al Señor “como es debido”. Él, que había trabajado en Barrancabermeja para la Tropical Oil Company, más conocida como “la Troco”, era un ferviente admirador de los gringos que laboraban y vivían en los campamentos cuidadosamente separados de los colombianos. Y aunque los gringos siempre los trataron como personas de segunda clase en su propia tierra, mi padre hubiera dado cualquier cosa para que sus hijos tuvieran el porte y la gallardía de esos monos ojiazules, así que le ordenó al peluquero: “Motílelos a lo americano”. Mi hermano y yo no supimos de qué se trataba hasta que nos miramos al espejo y vimos nuestras cabezas casi peladas. Solo quedaba una pequeña sombra de pelo en la parte superior y un diminuto copete encima de la frente. De mis ojos rodaron dos inmensas lágrimas que se fundieron con los crespos que quedaban sobre la capa blanca con que nos cubría el peluquero. Luego de que nos untaran piedra alumbre en el cuello para la irritación, nos bajamos de la silla y caminamos callados hasta la casa, maldiciendo por dentro a nuestro padre y a don Cipriano, el peluquero. Tal vez por esas maldiciones tuve la sensación de haber recibido mi primera comunión en pecado, pero ya no había tiempo para confesiones, así que empecé a organizarme para asistir a la misa donde otros treinta niños esperaban ansiosos a que el Señor entrara en sus corazones.

Por el lado del vestuario tampoco nos fue muy bien aunque mi padre insistía en que debíamos vernos como unos dandis. Un mes atrás nos había llevado a Everfit para que nos confeccionaran vestidos de paño con camisa blanca de cuello duro, corbatín y guantes blancos, y le había ordenado a un hermano suyo, zapatero, que nos fabricara unos zapatos de puro cuero y con suela volada para rematar. Nosotros, que hasta ese momento solo habíamos vestido pantalón corto y tenis, o zapaticos Panam de caucho, nos sentíamos como envueltos en un paquete en el que difícilmente podíamos movernos.

La ceremonia fue extenuante. Con el agravante de que salimos de la casa sin tomar una gota de agua por de ayuno de seis hora que había que guardar para poder comulgar.

La misa Tridente (llamada así por el Concilio de Trento 1545-1563) era muy diferente a la que se celebra después del Concilio Vaticano II (1962-1965), cuando se hicieron algunas reformas para atraer a los feligreses que se estaban alejando de la iglesia. En primer lugar se celebraba en latín, cosa bastante extraña: si el nuevo testamento está en griego y Jesús hablaba arameo, por qué le hablaban a Dios en latín. Lo otro es que se oficiaba de espaldas a los feligreses, aunque la iglesia dice que es para no darle la espalda a Dios, cosa que tampoco entiendo si es cierto eso de que Dios está en todas partes.

La misa comenzaba cuando el padre subía al altar precedido de los monaguillos y se echaba la bendición en latín: “In nomine patris et filii et spiritus sancti amen”… era tal vez lo único que entendíamos. “Ora pro nobis”, “Agnus Dei”, “et cum spiritu tuo”, “mea culpa”, “Kyrie eleison”, “Deo gratias”, “veni sanctificator omnipotens aeterne deus”, “per omnia saecula saeculorum”… eran frases que escuchábamos y repetíamos sin saber su significado pero con mucha devoción. La mayor parte de la misa no se entendía por el sonido deficiente de la época y por el susurro habitual de los curas, así que uno realmente no participaba, aunque se la pasaba arrodillándose, parándose y sentándose. El momento más sublime era el de la transubstanciación, es decir, el momento en que el vino y la hostia se convierten en la sangre y el cuerpo de Cristo. Todo el mundo se arrodillaba, el padre levantaba la hostia y el vino por unos segundos. Los monaguillos hacían sonar la campanilla tres veces. En ese momento se podía escuchar el aleteo de una mosca. Seguía el ritual hasta llegar a la comunión.

Me acerqué tembloroso por el temor a Dios que me habían infundido siempre. Mis zapatos nuevos ya comenzaban a sacarme ampollas. Cuando el cura extendió su mano con la hostia saqué mi lengua tímidamente para recibir al Señor. Tenía un miedo terrible de morderla, era una de las prohibiciones repetidas, imaginaba al mismísimo Niño Jesús chorreando sangre en mi boca, así que la subí contra mi paladar donde quedó pegada. Pasé el resto de la misa tratando de despegarla con mi lengua, hasta que pude tragarla más aterrorizado que feliz.

Después de hora y media que duró la misa, fuimos a desayunar a la casa teniendo mucho cuidado de no manchar el vestido. A las once de la mañana con mis pies ampollados me subí al carro que le prestaron a mi padre, un Studebaker modelo 1951 en el que nos llevaría hasta la sorpresa que nos tenía reservada: conoceríamos a la Madremonte en el Cerro Nutibara. Todo iba muy bien hasta que en la subida del cerro el carro se varó y nos tocó bajarnos a empujar con esos enormes y pesados zapatos que me querían matar, y en medio de un calor que nos derretía pues el viejo insistió en que nos dejáramos el vestido para las fotos en el cerro. Como era imposible empujar hacia arriba, empujamos hacia abajo hasta lograr que el Studebaker arrancara y volvimos a casa donde los niños vecinos nos esperaban impacientes para romper la piñata que mi madre había preparado. La Madremonte quedó convertida en mito.

Pensaba que todo lo que me estaba pasando era un castigo del Señor por haber maldecido a mi padre. Así que entre frustrado, arrepentido y un poco ansioso me dispuse a abrir los regalos que los vecinos nos habían llevado. Después de romper los enormes paquetes, dentro de los cuales nos imaginábamos los mejores regalos “de pilas” que entraban de contrabando por Cúcuta o por San Andrés, descubrimos con algo de tristeza ocho juegos de lotería en cartón, seis pirinolas, cuatro dominós de madera, dos parqués, dos cargaderas, cuatro dulzainas y una pelota de números. Cuando le mostramos a mi madre los regalos repetidos nos consoló diciendo: “No se preocupen que ya tenemos regalos para cuando los inviten a otras primeras comuniones”, lo que me hizo pensar que esos mismos regalos llevaban varios años de fiesta en fiesta, generando frustraciones y dando tranquilidad a quienes al menos tenían algo para regalar.

Pero la gota que rebozó el cáliz fue la prohibición de participar en la tumbada de la piñata que nos impuso mi madre: “La piñata es para los invitados y no para los anfitriones”, nos dijo y nos tocó limitarnos a mirar. Con mis pies ampollados y sin poder romper y gozar de la piñata, terminó para mí, el que según mi padre, sería el día más importante de nuestras vidas.

Al día siguiente le ofrecí mis ampollas al Señor y me dispuse a trabajar para lograr lo que siempre había querido: ser monaguillo de la iglesia porque me parecía que era oficiar como pequeño sacerdote. Me soñaba sirviendo de auxiliar en la misa o sacudiendo la canastilla de incienso en las procesiones o recogiendo las limosnas o cualquier cosa que pudiera agradar al Señor, tocar la matraca o las campanas o apagar las velas de la iglesia. El sueño se fue diluyendo con el pasar de los años, cuando el alboroto de las hormonas al ver a las preciosas niñas que entraban a misa, nos invitaba a la pregunta imposible sobre el sexo de los ángeles. UC

Universo Centro N°110

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