Número 113, febrero / marzo 2020

Alabaos para el Negro Billy
(1935 - 2019)

Eduardo Escobar. Ilustración Daniel Gómez

 

Ilustración de Daniel Gómez

Fue en los primeros albores del nadaísmo cuando apareció el Negro Billy en la calle Junín. Una mañana se arrimó a nuestra tertulia de poetas en el Miami, que era un bar de mesas trípodes de gruesas tapas redondas, donde una pianola de moneda presidía iluminada como una reina encinta. El Miami estaba situado en la esquina de Caracas frente al Parque de Bolívar. En la acera opuesta quedaba el Calzado Pacífico donde compraban zapatos las niñas de los colegios de la pequeña burguesía. Y enseguida estaba la Farmacia Latina de don Luis Hurtado, un hombre de cabeza cana y corbatín, que nos alcahueteaba, muy ufano, la mala afición a los fármacos norteamericanos y alemanes que usábamos para ayudarnos a escapar de la realidad en un adormecimiento miserable. No sobra decir que el pobre de don Luis acabó en suegro de dariolemos. Lo cual no es un premio para el padre de ninguna muchacha bonita por tolerante que sea y por abierto al mundo que parezca.

El Miami era el lugar donde nos encontrábamos casi siempre los nadaístas por la mañana mientras acababan de acicalar el Astor. La única cafetería de Medellín donde jamás le negaron un servicio a Billy. No porque los dueños fueran suizos como dijo alguien. Sino porque eran gente decente. Y allí se reunía los sábados, después del colegio, la cocacolería; los hijos de papi peinados a la gomina, calzados con mocasines de plantisuela y medias de rombos, que iban a oír boleros de Lucho Gatica, pasillos de Suramérica de una tristeza pedregosa, guarachas, y El hijo de nadie, una habanera conmovedora del Niño de Utrera, mientras consumían Costeñita, una cerveza mini que venía envasada en una botella verde retoño. O esa ironía de la barística que se llamó el cubalibre, mezcla contradictoria que combinaba el ron de los piratas ingleses con la Coca Cola yanqui y que solía servirse con tres inquietos cubos de hielo empujándose y cantando, y una rodaja de limón tahití, y cuyo uso prescribía el acompañamiento de un plato de crujientes papas fritas, como doradas por un santo, y rociadas con mucha sal para mantener el nivel de consumo en la clientela. Técnicas de la barística norteamericanocapitaliimperialista. Supongo.

Billy era moreno, delgado, con una sonrisa de niño de lo más ingenua, y ya andaba un poco encorvado, y con un hombro más bajo que el otro. Y traía una brazada de periódicos de la Juventud Obrera Católica para la venta. La astucia del publicista debió decirle que si todos teníamos un libro bajo el brazo también podríamos tener ganas de leer su pasquín, un periodicucho muy semejante, en el desgreño general y la diagramación deplorable, al semanario de los comunistas cuando todavía se llamaba Voz Proletaria, y que después se quedó en Voz, cuando pasó de moda el cuento tártaro del proletariado de Lenin, y los comunistas criollos por fin se dieron cuenta de que los proletarios colombianos estaban muy ocupados trabajando para atender a sus rebuznos dialécticos, y no eran los mismos que padecían las inclemencias de los zares en una nación donde aún había servidumbre. Y dominaba Rasputín. Ninguno de nuestros obispos más torcidos puede compararse con el staretz. Claro que no. Porque aquí es como si nos faltara aire para todo.

No esperó que lo invitáramos a sentarse. Arrastró el taburete de una mesa vecina con inmensa naturalidad. Y se nos unió. Y se quedó por años con nosotros. Los suficientes para aprender a quererlo como merecía. Hablaba con una timidez muy semejante a la dulzura como si envolviera en algodones la garganta de madera de macana. La ropa le quedaba como si fuera prestada por un tío muy gordo y muy alto. Y olía a humo de fogón de leña. O mejor dicho, a pobre mondo y lirondo.

Muchos que lo conocieron después, cuando comenzó a volverse famoso en la arquidiócesis por la insistencia del aparecer y por la voz poderosa que saltaba muros, se van a escandalizar, y me van a tachar de inventón y de embustero: pero antes la verdad que Platón. La cosa es que el hombre trató de catequizarnos en principio. Porque quizás pertenecía de corazón a la iglesia romana, o porque eligió la evangelización como el camino más directo para penetrarnos el corazón recién estrenado y ganarse nuestra amistad. El que quiera creer que crea: al Negro le salió el tiro por la culata. Y el director del periódico de la Juventud Obrera Católica debió quedar muy decepcionado del espía que nos envió para atraernos a la ortodoxia vaticana, y para que renunciáramos a los embelecos darwinistas de la evolución del hombre a partir del aporte genético de un mono despistado. ¿Fue Billy un infiltrado?

Sin embargo, el que comenzó una evolución inesperada fue el enviado de los obispos, para seguir con la broma paranoide, o con la hipótesis conspirativa. El pensamiento de Billy comenzó a fluir en una dirección que acabaría por revelar al otro, o al mismo que el Negro llegó a ser y que quizás estaba contenido, empollándose en él, cuando se sentó a nuestra mesa matinal en el Miami recién barrido, y con la pianola apagada todavía, de manera que podía escucharse por sobre el ruido de los automóviles el zureo de los palomares recién instalados en los brazos de los árboles mayores del parque, por un lustrabotas que solía vestir traje marinero con galones dorados en las tapas de los bolsillos, pantalones y zapatos blancos y gorra de dril con visera de charol, y cuyo nombre olvidó para siempre la crónica de la ciudad de la eterna balacera.

Medellín era entonces una sociedad de lo más racista y excluyente. Para empezar, tenía un cementerio de los ricos, muy próximo a uno de los barrios de putas más famosos de la aldea preindustrial, y un cementerio para los pobres, llamado de San Lorenzo, donde enterraban, para que descansaran por fin, a los que habían vivido asados a la parrilla, en el acoso perpetuo de las más quemantes urgencias de la vida. De modo que la presencia de un negro en el grupo de los nadaístas levantó un silencio de escándalo en la calle Junín. Me acuerdo que los policías secretos que siempre nos estaban rondando con sus sombreros grises y sus caras de yo no soy, siempre estaban escogiendo entre nosotros al que por el color de la piel era el más sospechoso, ya que teníamos fama de demonios y él era negro como el diablo. A una señal Billy estaba como un sapo abierto de brazos y piernas contra el muro, sometido a una humillante requisa, que por alguna razón obviaba ese lugar privadísimo donde nuestro nuevo amigo cargaba su dosis de marihuana, como después supimos. Y que los lectores pudibundos me perdonen el indirectazo del apunte rabelesiano. Que además explica por qué a los nadaístas nos parecía siempre que la marihuana de Billy era la más amarga del mercado.

El periódico de los obreros católicos desapareció de los antebrazos del Negro ya al segundo o tercer día de tratarnos. O pongámosle una semana. Y casi abruptamente cambió de lecturas. Comenzó a leer, rencorosamente primero, a Frantz Fanon, Los Condenados de la Tierra, un libro espantoso escrito con la furia del indignado sobre los crímenes de Francia en Argelia en tiempos de De Gaulle con prólogo de Jean Paul Sartre. Y descansaba de Fanon con antologías de odas de Pablo Neruda a los mineros o en los versos patéticos del turco Nazim Hikmet. La metamorfosis fue más o menos rápida. Pero de una coherencia admirable. Y previsible. Después de todo la izquierda ortodoxa no es más que una prolongación del más ramplón pensamiento católico, una secta religiosa con sus dogmas, sus santísimas trinidades, sus catecismos, sus himnos y sus mártires. Todos hicimos el cambio. Casi sin darnos cuenta pasamos de una iglesia a la otra como en un hechizo. Billy pasó de la Juventud Obrera Católica, JOC, a la ideología de la Juventud Comunista, Juco, sin que tuviera que acabar de arrugarse el vestido incongruente con el magro esqueleto.

Nunca hablaba de sí mismo. Por lo que vinimos a saber su nombre mucho más tarde. Y su biografía, que nos reveló a menudos trancos, nos puso en evidencia algunas de sus cosas más personales cuando ya éramos mucho más que amigos, hermanos en la fraternidad de desamparados que fueron los nadaístas en una ciudad inhóspita, llena de malas inclinaciones y con claras tendencias a la degradación, y donde la poesía era una pérdida de tiempo y el trabajo productivo una pasión, el comercio, la plata, en fin, la plata: “Chismes, catolicismo, y una total inopia en los cerebros…”, en el lamento del poeta mayor de la provincia. “Cual si todo se cifrara en menjurjes bursátiles o en el mayor volumen de la panza”.

Se llamaba William Echeverri. Y se entendió, por lo que a veces dijo cuando estuvo locuaz, que era hijo de un albañil de Manrique Oriental. Y que tenía unas hermanas que amaba. Entonces no le gustaba que lo llamaran Negro. Y se defendía diciendo, molesto con la semántica: “Yo no soy negro, carajo. Yo soy café”. Y mostraba la media caña del brazo flaquísimo para corroborarlo. Después se acostumbró. Porque lo de negro no era peyorativo, sino más bien afectuoso. Hay que tener en cuenta que en la Antioquia racista de entonces, a veces se trataba de negro querido incluso a los blancos. Y el Negro Billy acabó por ganarse el cariño de todo el mundo, incluidos los policías secretos. Estos acabaron por dejarlo pasar como uno más por Junín a pesar de la singularidad del pellejo y del aspecto maltrecho.

Un día el Negro Billy nos sorprendió poniéndose de pie en medio de nosotros en una fiesta en la casa de Hugo Escobar, en la calle Argentina con Sucre, contigua a la droguería Campillo. Hugo, muerto en un accidente en su camioneta Wartburg cerca de la Plaza de Toros, era un pichón de abogado de una belleza muy latina, de artista mexicano, se parecía a Jorge Negrete. Y hechizaba a las mujeres con los dientes perfectos y los modales refinados. Me acuerdo que pertenecía al MOEC, una asociación de izquierda obrero estudiantil, que produjo un montón de mártires inútiles cuyos nombres poco a poco se nos van olvidando. Y recuerdo que me sorprendí cuando noté que ostentaba un escapulario de la Virgen del Carmen en el nido de mirlas del pecho tupido de sortijas. Pero para curar mi asombro, Hugo me dio un par de palmadas amistosas en la espalda, y me dijo como con muchas ganas de que lo comprendiera: “Es por si acaso”. Y puso en blanco los ojos. Consigno el dato como un ejemplo del carácter de los ateos antioqueños, cuyo ateísmo se atenuaba en los temblores de tierra o cuando debían montarse en un avión disimulando una bendición vergonzante. Tuvimos otro amigo agnóstico, de escapulario: el poeta Mario Rivero.

Hugo era la hospitalidad encarnada. Su apartamento de recovecos, como planificado por un arquitecto con graves problemas para entender el espacio, estaba adornado con litografías antiguas puestas al revés en las paredes, y amoblado con escaparates pasados de moda y sillas rotas, era con mucha frecuencia el escenario de nuestras celebraciones etílicas y herbáceas, y el lugar donde nos quedábamos cuando nuestros padres nos echaban de la casa por poetas o por trasnochadores. Y una noche, Billy, mirándonos en una súplica de silencio, hambriento y con ese saco dos tallas más grande y esa camisa desleída, se paró en medio del desorden de botellas y ceniceros ahítos, hizo mimí, mimí, varias veces, que era su modo de afinar, se pellizcó las chatas, y se puso a bramar con un bramido poderoso, increíble en la pequeña caja de resonancia de ese costillar subalimentado, un spiritual de Paul Robeson, el gran bajo norteamericano, que cantaba los sufrimientos de un río. Electrizante. En tan deleznable encarnadura bramaban la rabia y la grandeza de espíritu, el pasado y el presente, la esclavitud antigua y la rabia de los más pobres de las laderas orientales de la ciudad, los hijos de los albañiles negros que olían a fogón de leña. Y el bramar no es despectivo. Tenía una hermosa voz de toro.

Esa noche supimos otra cosa de su vida que nos había guardado: estaba estudiando canto en el Instituto de Bellas Artes y contaba con la ayuda de algunos músicos destacados de la ciudad entre los que se contaba Blas Emilio Atehortúa. De este modo, teníamos a Billy cuando no funcionaba el tocadiscos de la casa de Hugo porque había olvidado pagar la cuenta de la luz, lo que no era infrecuente, aunque era rico y contaba con el apoyo de una madre acomodada que jamás vimos, pero que le mandaba a su proyecto de doctor en leyes unos almuerzos enormes que alcanzaban para todos. Siempre y cuando Billy no llegara primero a la olla.

A medida que fueron pasando los días y a medida que él, quién sabe, progresaba en sus clases de canto, amplió el repertorio: añadió a las cosas de Robeson, que también interpretaba melodías rusas como los Boteros del Volga, alabaos del Chocó, y aunque mi amo me mate a la mina no voy, ese aire famoso de Esteban Cabezas. Y Angelitos negros. Y hasta algún lamento de Consuelo Velázquez. Era un músico ecléctico en la práctica. Y atrevido en la teoría. Un tiempo le dio por convencernos de que Beethoven había sido negro, por la vía de un cierto antepasado belga que había vivido en el Congo. Y de África le habría venido el estupendo sentido rítmico al sordo que canceló para siempre la antigua manera vivaldiana de la armonía y la invención, según nos dijo.

Los nadaístas no acogimos al Negro Billy por misericordia: él se acomodó con nosotros. Y nos sufrió por amor. Hasta la abyección. No sé por qué fue capaz de aguantar los maltratos de dariolemos sin matarlo. Yo nunca supe por qué se rebajaba a veces a siervo del hijo de Juan Lemos. Una vez le oí decir que le gustaban los chicos rubios. Tal vez fue un sadomasoquista. Y se dejaba vapulear por puro placer por ese dandy tan raro que escribió las sinfonías para máquina de escribir mientras se desmoronaba por el puro placer de darnos el triste espectáculo de su decaimiento. Me gustaría contar la historia de la noche cuando gonzaloarango llevó al Negro Billy a que le cantara una serenata a doña Magdalena, su mamá. Pero apenas estaba empezando el bambuco julioflorezco cuando llegó la policía y se llevó al profeta y a su jilguero.

Yo no creo que el Negro Billy no haya sido el gran artista que debió ser porque el mundo no es justo y el calvinismo paisa perverso. Billy cargaba un demonio que debemos respetarle: el demonio del amor de la noche que aqueja a muchos solitarios esenciales. Y el del gusto por el aguardiente que es un enemigo lento pero eficaz. Yo acepto a mis amigos tal como son, con defectos y todo. Y me gusta imaginarlos elegidos, libres hasta donde se pueda, no determinados por completo por arcanos cuánticos o sicosociales. Billy fue el animal que fue.

Yo creo que me quiso. Al fin de cuentas me tocó cargar con él y defenderle los derechos muchas veces en aquellos años sesentas de su aparición inesperada en la calle Junín. Yo lo impuse en las cafeterías sofisticadas y los restaurantes del postín del Centro. Cuando no lo atendían, yo lo obligaba a quedarnos sentados hasta que el sol comenzaba a caer y el sistema se cansaba de la iniquidad de negarle un puto café porque no tenía perfil, la cabeza parecía un dulce de moras, llevaba esos vestidos dos veces más grandes que él y era obvio por el aire que no tenía un peso en el bolsillo. No sobra decir que la ciudad cambió después. Y que los negros y los zambos y los saltatrás y demás categorías del racismo acabaron por ser aceptados en todas partes con inmenso cariño cuando se enriquecieron en los avatares del narcotráfico. Pero es otro cuento. Renacentista, si usted quiere. El poder del dinero por la otredad aparente de lo racial.

Cuando se acabó el nadaísmo y los nadaístas de Medellín nos fuimos a vivir a Bogotá o a USA, el Negro se me desapareció. Siempre que volví lo busqué porque me gustaba su compañía y estaba siempre muy bien informado en las cosas de la chismografía parroquial, y me permitía desatrasarme en las cosas de la pequeña historia de la ciudad. Pero en las transformaciones de la bohemia de Medellín que alteraron la inseguridad y el miedo propio, se me hizo más difícil de encontrar cada vez. Porque la gente de la noche de Medellín dejó de caminarla como hacía antes, cuando uno caminaba la noche de Medellín y podía estar seguro de encontrar al Negro Billy saliendo de alguna sombra. Pero ya no. Ya nunca más. Porque así son las cosas, negrito.UC

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Universo Centro N°113

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