Número 113, febrero / marzo 2020

Hípica limeña

Pascual Gaviria. Fotografías por el autor

 

Fotografía Pascual Gaviria
 

El hipódromo ha logrado separarse del carácter de la ciudad, ir un poco más despacio, perder la huella en la carrera de todos los días. Y nos oculta la realidad, nos engaña igual que en sus taquillas y en los pronósticos de sus revistas. Es domingo en Lima y el sol del mediodía deja ver un resplandor que le ayuda a ese edificio dos tallas más grande que el conjunto de sus aficionados. Las tribunas, las escaleras, los amplios salones que miran a la pista son un traje con botones y escudos de otro tiempo. Un vestido de domingo para los viejos que lo visitan con más nostalgia que ilusión por un golpe de suerte.

A la una y treinta sonó el timbre para la primera carrera del día, una recta de mil metros sobre la pista de tierra. En el salón del tercer piso, donde hemos llegado para acompañar a los socios por nuestra dignidad de turistas, no hay más de treinta personas. Nos atiende con timidez una mujer rolliza y risueña. Nos entendemos a trechos, en un lenguaje entrecortado a pesar de hablar el mismo idioma. Nadie juega a la elegancia en ese comedor que parece la sala de un aeropuerto de los años cincuenta, un presumido aeropuerto de provincia con sus techos altos y su piso lustroso. Las cuatro mujeres que reciben las apuestas en sus computadores serían entonces las encargadas de atender a los viajeros. Solo que en este caso cuando desean suerte luego de entregar los tiquetes lo hacen con algo de sorna.

Go Nina Go pasó primera por el espejo de meta. Desde la tribuna popular, un poco más abajo y a la izquierda, con cafetería en vez de comedor, llega un pequeño murmullo durante los últimos cien metros de carrera. Algunos aficionados baten sus dedos con fuerza, chocan el pulgar contra el índice simulando la fusta contra el anca. No ha sido sorpresa para nadie, Go Nina Go era la favorita. Al final todo el mundo ríe por la confirmación del pronóstico. Derrotas apacibles y triunfos menores.

La mayor belleza del hipódromo Monterrico está de espaldas a la pista, en el paddock donde los caballos muestran su presencia y ocultan sus intenciones, en el pequeño circuito de exhibición. Caminan de la rienda de sus ayudantes mientras los jockeys conversan entre ellos o con los dueños de los ejemplares. La escena no está exenta de tensión y los colores de los cascos y las casacas de los jinetes hacen pensar en las balotas de una hermosa ruleta. Salvo nosotros, los turistas con sus cámaras atosigantes, nadie mira el corto desfile bajo unas diez ceibas que dan sombra al giro de protocolo. Las ceibas son la mejor muestra del primer esplendor del hipódromo. Fueron sembradas para el futuro y apenas ahora, en tiempos de declive, entregan el fruto de sus troncos rotundos y sus raíces serpenteantes. La naturaleza tiene sus propios tiempos para el esplendor y le entrega al hipódromo una imagen de opulencia. En la caseta de apuestas junto al paddock están los jugadores recalcitrantes, centrados en sus papeles, con un lápiz en la oreja y otro en la mano. Más recelosos entre ellos que los propios jinetes. Ni siquiera suben a ver las carreras, se enteran de sus yerros o sus tinos en dos televisores opacos y gangosos. Parece que jugaran maquinitas en una cantina sin música.

En la segunda de la tarde ganó Mashal, otro gran favorito bajo una casaca roja y blanca con mangas verdes y casco rojo, verde y blanco. De nuevo se respira tranquilidad en el ambiente. Todo bajo el control de la veintena de programas y revistas que entregan los pronósticos.

En las taquillas de apuestas del restaurante también suenan las fustas. Los moscos negros y redondos se posan sobre los uniformes de las taquilleras que los repelen con sus matamoscas. Parece que alentaran a los jinetes con los golpes contra su espalda y sus hombros. Tal vez por eso sueltan sus miradas hostiles como la suerte. Cada vez le presto más atención al ánimo de las cajeras que al programa oficial y sus recomendaciones. Bajo su vestido gris y su ceño fruncido debe estar la suerte.

Viene la primera emoción de la tarde, la trifecta: acertar los ganadores de las tres primeras carreras tiene un acumulado de quince mil soles. Los favoritos han ganado las primeras dos y hay muchos espectadores con sus tiquetes empuñados. Los mil metros de la tercera de la tarde tienen catorce ejemplares en disputa y un favoritismo bien repartido entre Tiffany’s, Nakura y La Jefa. Medusa tumbó a su jinete en el partidor y corre sola en sentido contrario. Un boleto de apuesta en nuestra mesa la tenía como ganadora. Suerte cambiada, podría llamarse. Nos reímos y brindamos por el ojo de nuestra compañera de suertes. Un largo aaahhh de reproches y comentarios entre amargos y resignados por el triunfo de Aldahab marcan el primer gruñido de la tarde. La hembra castaña ganó su primera carrera y acabó con la posibilidad de cualquier trifecta. Iba cuarta cuando faltaban 150 metros, era apenas una invitada a ver de cerca el remate entre Makura, La Jefa y Tiffany’s, pero la fusta y otras magias la dejaron primera. Por fin un vecino nos dirigió unas palabras: “Esto es emocionante pero jodido, ¿eh?”. Aldahab pagó sesenta soles por cada sol apostado a los cuadros amarillos y verdes en su casaca.

Las cervezas y los piscos comienzan a animar nuestra mesa. El tiraíto viene y va, los tequeños de queso y los chicharrones de pescado son nuestras mejores apuestas. En la mesa del lado beben whisky y juegan cartas entre carrera y carrera. En los altos del salón merodean decenas de golondrinas, vuelan sin rumbo entre los aleros, salen a las tribunas, chillan bajo, con cuidado, y le entregan un aire de fantasía a este de club venido a menos. Se cuidan de no cagar sobre los hombros de los presentes para no prometer suertes improbables. El enjambre de golondrinas debería ser un atractivo suficiente para llevar público hasta Monterrico. Las montañas peladas a lo lejos recuerdan la ciudad árida, la costa seca y pedregosa de los acantilados.

Estamos en Lima, en un tiempo suspendido, a finales de los años cincuenta, lejos del turismo y las novedades arqueológicas, protegidos por las antiguas porterías que hoy dan la bienvenida a los contados intrusos en el hipódromo. Hay que agradecer la bien cuidada decadencia, los modales descascarados de la nostalgia. París, por mal ejemplo, remodeló hace unos años su insigne hipódromo de Longchamp y según palabras de Savater, aficionado a los colores de la hípica, convirtió el escenario de episodios de Zolá y Proust en una bodega que parece un Ikea. Monterrico se conserva bien sin hazañas literarias ni hípicas, solo para los engaños en el cronómetro vulgar de las carreras y en el reloj más noble de la melancolía.

Triunfo de largo para Bosé en la cuarta, de nuevo el favorito es el ganador, celeste y blanco son los primeros visos en el espejo para alegría de quienes evocaron al cantante con una apuesta en su boleto. El orden de los tres primeros ha dejado sesenta soles en nuestra mesa.

Ahora los televisores colgados de las columnas hacen una extraña denuncia. La pista de grama del hipódromo iba a ser reinaugurada con dos carreras pero sufrió un saboteo en la madrugada y quedó inhabilitada. “Luego de un intenso trabajo de fertilización y mantenimiento la pista ha sufrido un acto de sabotaje a las 00:30 horas de esta madrugada. Rechazamos los actos vandálicos y hemos puesto la investigación en manos de las autoridades…”. Nadie le presta atención al anuncio, no hay comentarios ni sorpresa. Le pregunto a uno de los vecinos y contesta con un sonoro, “Ahh, son unos desgraciados…”, y me dice que nunca, en cincuenta años de aficionado, le había tocado una charlatanería igual. Las tramas en medio de las carreras me recuerdan los modales de los apostadores en las canchas de fútbol aficionado. Detrás de ese silencio tiene que haber una mafia pueril.

En la quinta de la tarde Jueves ganó de principio a fin, del partidor a la sentencia en un minuto y dieciocho segundos. Tenía algún chance como antagonista de los favoritos en los 1400 metros. Muy pocos celebran, Hilandera, la gran favorita, no llegó entre los cinco primeros, su casaca con una X negra era una señal que no logramos descifrar.

La herradura del escudo del Jokcey Club sobre el piso del hall tiene la marca de la primera carrera en Monterrico en diciembre de 1960. Antes hubo dos hipódromos en Lima, los dos pequeños, en el centro de la ciudad, se fueron quedando cortos con la afición creciente en la primera mitad del siglo XX. Ahora los casinos y las apuestas a las grandes ligas de fútbol han dejado a la hípica como una antigualla de fin de semana para quienes buscan el encanto de los bares viejos.

La sexta es la más larga de la tarde, 1900 metros para apenas cinco yeguas en carrera. Karmi es la favorita de todos. Faltando trescientos metros aceleró y le sacó tres cuerpos a Chica Bonita. Todo según las previsiones y en nuestra boleta hay aciertos para los tres primeros. Quedan 43 soles sobre la mesa y celebramos con la cerveza en alto como si fuéramos los dueños de la yegua ganadora. En la taquilla nuestra pagadora preferida nos sonríe mientras dice, “Qué buena suerte”. Ya era hora, le digo y resalto que ganó la lógica: “Esa no viene todos los domingos”, me responde.

El piso del hipódromo no está tapizado de colillas y los vasos de café no rebosan la boca de las papeleras. ¿A nadie le importa ganar en este mundo tan luminoso y tan frío? ¿Nadie sufre por las derrotas? ¿Hay una farsa montada para que cinco turistas colombianos dejen unos soles a cambio de este delicioso espejismo? De verdad parece que estuviéramos jugando Monopolio. En su poema Cómo ser un gran escritor Bukowski deja caer el desorden de sus consejos: “Ve al hipódromo por lo menos una vez / a la semana / y gana / si es posible. / Aprender a ganar es / difícil, / cualquier estúpido puede ser un buen perdedor”. Parece que en Lima los días de hipódromo no dejan las heridas suficientes para curtir a los escritores.

En la séptima del programa Absoluta pasó por el espejo de meta con más de nueve cuerpos de ventaja. La carrera fue simple trámite, todos los pronósticos la daban ganadora. Lo mejor estuvo en las descripciones del programa: “Una hembra tordilla conducida por un jinete con casaca azulina con una V amarilla”. Esos rutinarios y arrugados programas llenos de tiempos y estadísticas por momentos parecen describir pájaros desconocidos, mariposas en vía de extinción. Por algo ese “tordilla” viene de tordo, un pájaro de “pico delgado y negro con lomo gris aceitunado”. Van tres carreras seguidas con triunfos para los favoritos, acertar esos tres nombres solo pagó veintitrés soles. Este juego sin sorpresas ni descalabros ni golpes de suerte no deja más que seguir otro consejo de Bukowski en el mismo poema: “Sólo toma más cerveza, más y más cerveza”.

La penúltima del domingo encuentra al comedor del hipódromo un poco más bulloso. El whisky de los vecinos comienza a hacer efecto y los restos en los bolsillos ponen algo más de movimiento frente a las máquinas de apuestas. Las golondrinas también parecen un poco más agitadas. ¿Dónde duermen las golondrinas? ¿Qué encanto encuentran en los techos de este edificio silencioso que muere de lunes a jueves? El vecino más locuaz se acerca a nuestra mesa. Es un hombre menudo de unos setenta años, dice llevar más de cuarenta entre hipódromos. Lo imaginamos vestido de colores en su juventud de jockey. Al oír su acento argentino lo visto con una V roja sobre la casaca blanca como homenaje a River Plate. Quiere recomendarnos dos buenas opciones: “Me gustan Bikala y Numitor para la exacta, pero apostá según tu gusto”. Acertar el ganador de las últimas cuatro carreras promete la bolsa más grande la tarde. La séptima tuvo un favorito en meta y para la octava, Ginebra, una buena opción, dio el golpe sobre la llegada. Todo el mundo aprieta su boleta y la mayoría tiene al número cuatro como ganador en la novena. Numitor es el gran favorito, doce de las veinte revistas y papeles que pronostican lo marcan primero. “Bikala es buena, yo le creo, lo único malo es que el dueño es de la junta directiva del hipódromo y puede hacer sus jodas y pararla”, me dice mi nuevo consejero. Otra vez las trampas están sobre la mesa y recuerdo el desgano de quienes apuestan y rabian en la parte baja, viendo los televisores en silencio.

Bikala salió disparada y fue primera hasta los 1150 metros en la carrera de 1200. Numitor venía segundo hasta ese mismo momento. Faltando trescientos metros Bikala le llevaba tres cuerpos al segundo, pero de atrás apareció la aparecida Mrs. Hope y acabó con mi uno-dos. Por primera vez en la tarde grité, alenté a mis binomios con ganas y solté un hijueputazo al final. Mi vecino se acercó a consolarme, entre vencido y efusivo me soltó la sentencia: “Le dije, se acomodan”. Acertar en la advertencia de que iban a parar a Bikala compensa con creces su rabia por la derrota en las taquillas. Mrs. Hope, una hembra castaña de cinco años con el número uno en el partidor, fue el ejemplar al que menos fichas le pusieron los apostadores entre los catorce que corrieron la novena del domingo. A todos nos dieron con el palo de la tarde.

Han pasado las seis y se anuncia la última carrera. No hay más de doscientas personas en el hipódromo Monterrico. El triunfo de Mrs. Hope mandó a mucha gente a la calle. La más atrevida de nuestra mesa, con rabia por ese triunfo inesperado, decide irle al caballo que más promete dividendos según los números de los monitores en el salón. Faltan más de cinco minutos para el cierre de las apuestas y Andrei, un castrado castaño que no gana hace seis carreras, está marcado como ganador en el boleto de nuestra compañera de suertes. La cuenta de la mesa ha sido lo mejor de la tarde. Los precios también están venidos a menos y celebramos con los últimos piscos.

Andrei dominó la recta de mil metros de principio a fin. Apostarle al peor ranqueado ha sido la mejor de estrategia de la tarde. Los grandes favoritos no han llegado entre los cinco primeros. La ganadora entre nosotros se cayó bajando por la tribuna mientras alentaba a su Andrei. No había ojos para las escalas. Cuando nos reíamos del segundo gran palo de la tarde apareció con un dedo aporreado, el pantalón mascado en una rodilla y el tiquete ganador en alto. Cojea pero gana. Fue el mayor dividendo para nuestra mesa de apuestas, los 63 soles (cerca de sesenta mil pesos) son suficientes para que salgamos con una sensación de triunfo. No importa el balance general.

El ocaso acompaña al hipódromo con una luz amarilla contra el muro de la tribuna principal. Desde afuera ha dejado de ser ese club señorial y ahora parece un edificio burocrático de tercera, un ministerio cubano. Nos despide la garúa limeña y un inesperado arco iris. En las afueras encontramos una ciudad de hierro de donde se escapan gritos y olores dulzones. Los niños revolotean y chillan como golondrinas. La ganadora del grupo decide gastar su botín en los mareos de dos máquinas. Damos vueltas en esas ruidosas ruletas sin apuestas ni ganadores.UC

Fotografía Pascual Gaviria

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