Número 113, febrero / marzo 2020

Variaciones sobre el silencio

Jhon Isaza. Ilustración Hansel Obando

 

Ilustración Hansel Obando

La palabra es abeja,
Pero el silencio es miel.

Jaime Torres Bodet

El mago Tzinacán cree que en la palabra tigre se esconde el universo entero, cosas que están a lado y lado del mundo: la hierba del sur y los vientos del norte que la mecen, el sol que calienta ambos, el río que alimentó a la gacela que pasta en la hierba y que el tigre devoró; baila el universo en esa palabra. Corazón es extraña, porque al pronunciarla pensamos en una masa de carne y sangre que no podría contener en sí florecitas o piedras, pero en la que al mismo tiempo caben las muchas personas a las que esperamos no olvidar, y las muchas tristezas. Nos parecemos a la palabra ornitorrinco, es una y varias cosas, un amasijo, una mixtura graciosa y venenosa. Arrebol y bruma son lindas, no sé bien por qué, tal vez el que sean formas de la naturaleza les confiere algo, tal vez sea porque se ha hecho buena poesía con ellas. Ruido es fea, tantas cosas son ruido: los inventos de los hombres, los recuerdos de los amores malos, el sufrimiento, la consciencia de la injusticia y la impunidad, la nostalgia, el dolor, nuestra propia existencia. Silencio, en cambio, es bella. Muchas cosas son silencio.

Silencio es la respuesta que damos a una pregunta que avergüenza; es la brecha entre un testigo y un cómplice; la forma del suspenso, y del dolor después del llanto; lo que antecede a las noticias trágicas, y a las grandes cosas; la rabia contenida; el lenguaje de los muertos. Luis Villoro dice que el silencio anuncia la cualidad sorpresiva de las cosas; a veces el silencio está en el lugar de algunas palabras que no quieren decirse, o no deben, porque hay palabras que condenan y silencios que salvan; el silencio es también la señal de la impotencia, como cuando vemos las tragedias ajenas y no hacemos más que apretar los dientes. El Tao enseña que la palabra surge del silencio y a él se dirige: hacemos silencio cuando hemos entendido y ya no necesitamos de las palabras, el silencio es la respiración de la mente; y solo sabemos que estamos íntimamente unidos al amante cuando disfrutamos más de su existencia, quieta y calma, que de sus actos. Ya ven, silencio no es algo, sino su ausencia, la negación de la omnipotencia de la palabra, y su límite: “Solo el silencio nombra las cosas que importan, lo sagrado”. Muchas cosas son silencio, sin embargo, entre tantas, he querido pensar en una en particular, la encontré en un libro del que ya les hablaré, el silencio es la forma del cosmos, decía, así que intentaré llegar a ella y a su comprensión, mientras vamos caminando en medio de otras cosas que también son silencio.

Cansado de tantas imágenes,
Demócrito se arrancó los ojos
para pensar con mayor lucidez.

Corren por los pasillos del tiempo rumores sobre grandes exploradores que revelaron a millones los secretos de un mundo del que solo conocieron fragmentos. Reinas y reyes del universo infinito encerrados en cáscaras de nueces: Immanuel Kant nunca se alejó más de seis kilómetros de su natal Könisberg; Robert Burton se encerró durante veintidós años en la Biblioteca Bodleiana de Oxford para escribir un libro; la impresionante Emily Dickinson decidió encerrarse en su casa y no salir más hasta su muerte. En la otra forma de la ficción, Borges nos habló de un hombre que aislado en las ruinas de un templo circular creó a un hombre digno, el único hasta ahora, de habitar el universo; nos habló de otro que, encerrado en una prisión, podía leer en la piel de un jaguar la escritura de un dios y la excusa de la existencia. Aves raras que parecen haber tomado como mantra la advertencia de Blaise Pascal: “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”, y que extendieron a la posteridad una lección: silencio es alejarse.

Otra historia cuenta que Demócrito
había visto la perfección en una mujer,
se arrancó los ojos, dicen,
para que lo bello fuera una imagen eterna en él.

En el siglo XVIII el filósofo Xavier de Maistre escribió Viaje alrededor de mi habitación, dijo que pretendía ofrecer “un recurso seguro contra el aburrimiento y un alivio a los males que soportamos”. Viaje es algo así como la confesión de un hallazgo: el francés encontró una nueva manera de viajar, de la que él mismo dice que es muy provechosa para los enfermos, que ya no tendrán que temer a las inclemencias del tiempo; para los cobardes y perezosos, que no encontrarán ladrones en el camino, precipicios ni barrancos; para todos los desgraciados y hastiados del universo, para aquellos a quienes una mortificación de amor o una negligencia de la amistad retienen, lejos de la pequeñez y perfidia de los hombres. El caso es que se encerró 42 días en su habitación, y aislado del ruido del resto de mortales entendió que solo allí podía estar a salvo de la envidia inquieta de los hombres, a salvo de rutas que llevan siempre a algún lugar: el teatro, el café, la escuela, el trabajo, todo atiborrado de gentes y tristezas, de injusticias o bellezas que turban siempre el alma. De Maistre supo que encerrados en nuestra habitación podemos encontrar un placer mayor: seguir los surcos de nuestras ideas, su rastro, “como el cazador que persigue a su presa, no por la ruta marcada, sino según ella misma indique”. Y es en la cacería que uno va de un lado al otro de la habitación, en veces allí en veces allá, depredadores de ideas, hábiles acechando sospechas e hipótesis, sin los límites turbios del asfalto, de la siempre frágil libertad ajena, sin los límites del espacio o el cuerpo, ser solo tiempo.

En nuestra habitación, dice, siempre hay una cama o sillón en el que podemos dejar de ser, porque todos tenemos un lugar en el que podemos no ser lo que somos, alejarnos de obligaciones y urgencias. Hay un poema de Borges que puede ayudarnos a entender la idea, se llama El centinela. Se trata de un hombre que cuenta que está condenado a vivir la vida de otro hombre que le obliga a limpiarle los pies y comer para él, ambos, sabemos, son y no son el mismo, comparten cuerpo, pero uno tiene un nombre al que le ha amarrado un destino (levantarse, cumplir citas, escribir libros, amar sin ser amado), el otro es solo un hombre sin nombre: “Entra la luz y me recuerdo; (…) / Me impone su memoria. / Me impone las miserias de cada día, la / condición humana (…)”. El asunto es que De Maistre y Borges sugieren que en alguna medida todos somos el centinela, todos querríamos, una mañana cualquiera, quedarnos en casa mientras otro (que es y no es nosotros) usa nuestra máscara y cumple con nuestras obligaciones y tristezas. Quizá De Maistre sospechó que la idea de Pascal y la alternativa del viaje contaban indudablemente con dos problemas técnicos: i) la vida afuera obliga: no parece que vaya a estar fácil librarnos de las cargas que nos esperan tras las puertas de nuestra habitación; y ii) la vida afuera parece ofrecer mayores goces que la vida dentro. Quizá De Maistre sospechó ambos obstáculos en la propuesta de Pascal, y vio en el asunto de la bestia, el alma y el cuerpo, una brillante manera de saltarlos. Verán: De Maistre cree que una buena forma de explicar lo que nos pasa es pensándonos como si fuéramos un cuerpo comandado por un alma y una bestia que se rotan el timón; piense usted, por ejemplo, cuando se encuentra leyendo algo: su cuerpo está dispuesto frente a las letras, construyendo sentido, va en la página 127 de La soledad sonora, y lee la estrofa dos: El hombre que mañana ha de morir / presta atención al ave en la pradera / porque su son hace mover el hacha / que clama por su cuello… y usted, digamos, sigue leyendo (estrofa tres: verso uno, dos, tres, cuatro), pero al mismo tiempo usted sigue repitiendo en su cabeza: Su son hace mover el hacha / que clama... un hacha que clama... Y mientras la bestia comanda su cuerpo, al que hace bajar el cursor o pasar la hoja, acomodar la espalda, girar la cabeza, el alma sigue la música de las palabras, pensando en el hombre que mañana ha de morir. Somos bestia cuando son las tribulaciones de la carne, las formas del goce, los caprichos del rostro, del nombre y apellido, del reflejo en el espejo lo que atrae nuestra atención, lo que nos domina y entretiene. De Maistre dice que lograr viajar en nuestra propia habitación no es fácil, porque la mayoría de nosotros llevamos mucho más tiempo siendo bestia, y para aprender a viajar tenemos que ser alma. Somos alma cuando dejamos que la mirada pase del mundo atiborrado, a las dos, tres ideas que nos roban, nos esposan, nos encantan, y nos obligan a meternos dentro de nosotros como por un embudo silencioso. Somos alma cuando nos alejamos del ruido de lo humano, y buscamos el silencio.

El silencio no es ausencia o negación
como enseñan los antiguos
es privación
José Tolentino Mendoça

Dicen que es imposible para los humanos el silencio absoluto. El siglo XXI permitió poner a prueba algo que antes era impensable: los Laboratorios Orfield crearon una cámara anecoica, una construcción que permite absorber el sonido que incide sobre sus paredes. Se logró con ella aislar las ondas sonoras externas hasta en un 99,99 por ciento, el resultado de encerrarse allí ha sido más encantador que el invento mismo: en ausencia del sonido externo, las personas se sienten desorientadas, mareadas, ha habido reportes de desvarío, Steven Orfield ha dicho que lo que sucede es que justo en ese punto las ondas acústicas vienen desde dentro de quien escucha, que ellos son el sonido; dicen que nadie ha aguantado más de 45 minutos allí; parece que escuchar el corazón latir, la sangre fluyendo y hurgando, la respiración, a nosotros mismos se ha vuelto, a fuerza del imperio de los ruidos del mundo, una experiencia turbadora, dicen, de hecho, que el cerebro empieza a crear sonidos en un intento por completar lo que parece un fallo: vivir es enturbiar, y quizá por eso se entiende también que silencio es el cuerpo sin los ruidos del mundo.

En una obra de teatro de Pessoa,
dice una de las mujeres que velaban al marinero muerto:
cuanto más oigo, menos me pertenezco

Hace poco leí un libro del editor y expedicionista Erling Kagge, se trata de El silencio en la era del ruido, una especie de manifiesto sobre 33 de las muchas formas del silencio y del ruido, y a la vez un manual para viajar, para evadirse del mundo. En la primera de las formas Kagge dice que cuando hacemos que el mundo calle permitimos que el silencio hable, los secretos del mundo se esconden en el silencio, dice que muchos de nosotros no queremos escuchar el silencio, le huimos, prendemos la televisión, subimos el volumen de la música, buscamos un amigo o un amor para llenar de ruido nuestro mundo.

A fuerza de hacer oír
el ruido vuelve inaudibles
las voces.
J.T.M.

Kagge se limita a decir que huimos del silencio por temor, pero me gusta pensar que, como con todo en este mundo de espejos, se trata de algo que otros habían vivido ya, y que ha llegado a nosotros en forma de ficción: en la mitología griega hay un par de anécdotas sobre la relación entre los hombres y las sirenas, la primera y más popular es la de Odiseo, quien siguiendo el consejo ladino de Cirse se fue a la mar en busca de Ítaca y tomó una ruta que llevó su nave y a los suyos hacia las sirenas, los monstruos míticos mixtura entre ave y mujer, que eran temidos por su canto, dicen que escucharlas tenía un poder de imán que hacía que los mortales se arrojaran al mar en pos de ellas y quedaran a su merced. Odiseo, como sabemos, se tapó con cera los oídos y se hizo encadenar al mástil para evitar lo que su pasión podría obligarle a hacer si las sirenas llegaran a cantar; en la historia de Homero Odiseo triunfa, pero en la de Kafka no. En El silencio de las sirenas Kafka nos hace ver que la historia no podía ser del todo así, que todos los griegos sabían que “el canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas”, entonces dice que las sirenas poseen un arma más terrible que su canto: su silencio. Kafka cree que quizá las sirenas no cantaron y solo fingieron hacerlo, entendieron que a Odiseo el astuto solo podría vencerlo él mismo, simularon que por sus cuellos emplumados salían los efectos de las vibraciones internas, y vieron los grandes ojos de Odiseo abrirse paso junto con su alegría altiva al no escuchar el canto que creía impregnaba todo, gozosas lo vieron creyendo que sus divertidas artimañas habían servido; los monstruos decidieron perder aparentemente y ganar íntimamente, y lo vieron partir sin saber que lo había derrotado el silencio. Quizá hay allí otra de las razones por las que le huimos: el silencio es el verdugo.

Silencio:
contemplar la nieve hasta
confundirse con ella
J.T.M.

Hay otra anécdota que se cuenta después de la de Homero, pero que sucede antes: los argonautas navegan en busca del vellocino de oro, se encuentran con las sirenas, hay temor y turbación entre todos pero no es la cera o el mástil sino la música su recurso: Orfeo toca la lira para que la música de los hombres sea más fuerte que el canto de las sirenas, y funciona, pero sucede lo inesperado: uno de ellos se arroja al mar, y se dispone a morir en él, mientras persigue el canto y encanto de los monstruos, su nombre era Butes.

La historia de Butes logra darnos la respuesta que Kagge no, la razón por la cual huimos del silencio: el escritor francés Pascal Quignard dice que quizá el problema de los occidentales es que somos hijos de Odiseo y no de Butes, que el canto de las sirenas es el canto del mundo, de la mezcla entre la tierra, el aire y el mar, que arrojarse a ellas es aceptar que no es el ruido de los hombres, la música de Orfeo, sino las vibraciones del cosmos lo que deberíamos buscar, en un intento a la vez de entendernos, de regresar a la música originaria, todos deberíamos ser Butes: arrojarnos a las pasiones y a lo incomprensible, a todo lo que el silencio de las sirenas podría revelarnos, escuchar por una vez el mundo, el mar. Pero somos hijos de Odiseo, y preferimos tapar nuestros oídos con cera, prender la televisión, subir el volumen de la lira de Orfeo; acostumbrados a huir, no entendimos que el silencio es el mundo sin los ruidos del hombre.

Solo el hombre, pequeño,
cuyo humano latido
en la tierra, es un sueño,
¡solo el hombre hace ruido!
Alfonsina Storni

Hemos dicho que el silencio es alejarse, luego, que es el cuerpo sin los ruidos del mundo, que es el verdugo, y finalmente que es el mundo sin los ruidos del hombre. Ya podemos usar estas cuatro formas como escalera: que el silencio sea privación implica que en los límites del lenguaje inicia lo importante, debemos callar nuestra voz y por eso hay que alejarse, porque el ruido de los humanos no deja escuchar la música del mundo, y porque solo cuando hay silencio entendemos. Ahora sabemos que para que haya silencio el mundo debe prescindir de nosotros, que somos el único animal cuyos ruidos no encajan con la armonía del universo; y es por esto también que siempre que creamos que somos más importantes que el silencio, el silencio será verdugo. Esas cuatro ideas implican la insignificancia nuestra, y el camino para comprender la relación entre esto y el cosmos. Un peldaño más: en El marinero, una obra de teatro de Fernando Pessoa, se entiende que lo que está antes y después de la vida carece de tiempo, y el tiempo y su consciencia son ruido. Qué distinta sería la vida nuestra si no estuviéramos atentos siempre al reloj, la piel, los logros. Volvamos entonces: por lo que dice Pessoa podemos entender que los sueños y el mar son silencio, porque en ambos se anula la consciencia del tiempo, y que por eso para algunos la soledad es ruido, porque marca los segundos y proyecta los días repetitivos por venir; y tal vez es por eso que ciertas formas de la soledad y el amor mayor son silencio, porque ambos nos separan del mundo de los hombres, que es todo ruido y luces, ambos eliminan la consciencia del tiempo, porque la soledad nos conecta con las cosas y el amor nos vacía en otros, ambas, soledad y amor, nos hacen reconocernos insignificantes y a la vez parte de algo más grande que nosotros. En La ruta del silencio: viaje por los libros del Tao, Iñaki Preciado Idoeta dice que para el Tao el silencio es quietud, y uno de los sinogramas del silencio traduce nirvana y otro, vacío, dice también que “el silencio es la forma del cosmos”: porque solo en silencio le quitamos el reinado al ruido que hemos sido desde que nacimos, y solo por medio de él podemos hacer parte de algo más grande. Ya lo ven, parece que la única forma de asumir una vida silenciosa es yendo en contra de todo lo que hemos aprendido, porque nos educaron para el ruido, y hoy el silencio es tanto deseo apasionado como obligación.

El silencio no es un modo
de reposo o suspensión
sino de resistencia.
J.T.M.
UC

¡SE BUSCA
LECTOR UC!

Universo Centro N°113

ver en el número 113:

Descargar pdf