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     Número 38 - Septiembre de 2012


ARTÍCULOS
Algo huele mal
Juan Vásquez. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Fotografía Juan Fernando Ospina

En la ciudad de donde vengo, Medellín, decir chichí, popó, mierda, decir que uno está literalmente cagado, en voz alta, causa un escozor que recorre la columna vertebral de quien escucha. Por eso me dio tanta dificultad hacer popó en baños distintos a los de mi casa. La misma razón por la que una amiga viajaba desde la universidad hasta la suya cada vez que tenía ganas de cagar, pagando taxi de ida y regreso, como si no tener plata para comer en la cafetería no fuera ya un problema suficiente.

Crecí con gente que confunde el asco a la mierda con lo inmoral y hasta les escuché decir que si no quería ir a una reunión o a una fiestilla incómoda, dijera que tenía diarrea para evitar toda suerte de indagaciones. Crecí con un montón de gente a la que el dengue se le presenta en forma de vómito, fiebre, desaliento pero nunca diarrea. Es más, gente para la que hacer popó blandito no es uno de los síntomas de tener diarrea.

Por eso, en esta cultura que no nos deja cagar tranquilos, las visitas a los baños públicos son siempre seguidas por preguntas sobre un defecador fantasma: el aire denso, el papel sucio, el señor que suda mientras se lava las manos… pero nadie, nadie es responsable por lo que ocurrió en el sanitario. Poco a poco he empezado a hablar de este tema con soltura y, para mi sorpresa, mientras más hablo, más ganas me dan de ir cagando por ahí, sin muchos problemas, en casas ajenas, en bares, en restaurantes.

Desafortunadamente, el lastre cultural del yo-no-cago-nunca no me lo pude quitar antes de llegar a Buenos Aires, y la primera vez que vi unos pies con unos pantalones caídos bajo la puerta del baño público, me sorprendí. De ese baño, mientras me lavaba las manos, salió un señor sonriente, descansado, livianito, como sale uno del baño. Me miró y me deseó un buen día, yo le agradecí con toda la amabilidad del caso y con el paisa que llevo dentro tratando de no respirar muy profundo, pensé: ¡Vio! Uno no deja de ser lo que es aunque crea y asegure que sí. Es que esta gente por acá es muy cosmopolita, tanto como para sonarse los mocos en público, por ahí, en cualquier restaurante, frente a cualquier persona; no como yo que todavía huelo a bandeja paisa y calladito tengo aspirar lo que se me chorrea de la nariz, de a poquitos, para no incomodar a nadie que no sea yo mismo, o correr hasta un baño con la esperanza de que esté vacío para limpiarme.

Después de caminar por muchos sitios en los que la constante era un baño con dos pies bajo la puerta y los pantalones en el piso, mi montañero interno, el que dice que va a mear o a lavarse las manos cuando va a cagar, recibió un golpe contundente al visitar un sitio que se llama El Boliche de Roberto –clásico bar tanguero que otrora fuera enchapado en oro y que ahora está en ruinas–: en ese bar hay una puerta detrás de la barra que conduce al baño de los hombres; al abrirse muestra un orinal putrefacto y un cagadero separado por una pared sin nada que dé privacidad. Vi el baño cuando tuve ganas de ir a mear, de verdad a mear, y al abrir la puerta vi a alguien sentado que con acento porteño me dijo: "che, dijculpá, pero ej que tenía una cagadita y ejte baño no tenía puerta, vijte". Yo le respondí que estuviera tranquilo y el hombre, que no logró descubrir mi incomodidad montañera disfrazada de frescura citadina, entabló conversación, ahí sentado en la taza: que mi tonada, que el Pibe Valderrama, que las plashas de Colombia, que qué linda Medeshín. Finalmente yo escurrí lo mío sin darle la cara, me dispuse a lavar mis manos y fue antes de salir corriendo que alcancé a escuchar, en el mismo acento porteño: "che, dijculpá que te dé el culito para limpiarme pero ej…".

Yo de verdad no sé si aquí en Buenos Aires cagar con la puerta abierta sea una costumbre muy arraigada, como la pasión por el fútbol, tomar vino o mate. Tampoco sé de ninguna costumbre que combine todas las anteriores, pero me alegra saber que hay una tierra en la que la gente no se avergüenza de ser un animalito que caga –todavía me acuerdo de la recomendación estúpida de un autor estúpido que dice que para desenamorarse solo hay que imaginarse al amor de la vida cagando–. No llegaré al extremo de andar mostrando el culito en bares ni baños extraños, pero prometo que cada vez que salga de un baño lo haré sonriente, orgulloso, y miraré a los ojos a quien quiera que esté allí para desearle un buen día y así, poco a poco, iré dejando este mundo de vergüenzas ajenas. UC