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     Número 38 - Septiembre de 2012


ARTÍCULOS
Por amor a la vida, defiendo el aborto
Ana Cristina Restrepo Jiménez

Mi vientre ha sido el nido de cuatro embriones. Sólo tres alcanzaron a ser bebés. Cada noche acobijo, les doy un beso y la bendición a mis tres hijos. Sí: hago la señal de la cruz padre-santo-amén, como lo hacía mi abuela y lo hace mi madre. Así.

Soy un compendio de historias conmovedoras, corrientes, aburridas y cursis sobre la maternidad.

Llegué a tener al mismo tiempo tres embriones dentro de mí. Cuando dos de ellos estaban desarrollados, mis amigas se divertían al verme "forrada" con camisetas de lycra: curiosas, dejaban de hablar de sus amores y desengaños, para observar, atónitas, las criaturas acomodarse casi rompiéndome la piel. Como las olas furiosas que auguran un tsunami: así ondulaban los mellizos bajo mi blusa.

Durante los primeros meses de aquel embarazo, de altísimo riesgo, debí hacer inmersiones en agua con gas para calmar el ardor producido por mi alergia a la progesterona (sin la cual los bebés no podrían adherirse a mi vientre). Los últimos tres meses los pasé en cama. Nacieron en la semana 39. Y, como muchas gestantes, hasta el último instante le supliqué al padre: "si algo sale mal, elige que vivan los niños". En ningún momento, y bajo ninguna circunstancia, mi esposo me respondió "sí".

Luego parí a mi tercer hijo. Una niña, no planeada. Pero elegí tenerla.

Soy mamá y no promuevo el aborto, pero sí defiendo su práctica terapéutica y cuando es decisión libre de la madre. ¿Por qué?

La productora audiovisual Adriana Venslauskas, mi gran amiga, me dijo alguna vez: "vivir se trata de aprender a conjugar un verbo: elegir".

Tuve mis hijos porque quise, cuando quise y con quien quise. Elegí las circunstancias, eso me ha obligado a ser responsable (las múltiples preguntas ontológicas generadas por la maternidad, además de las dificultades de la crianza). Nadie me obligó. No todas las mujeres que quedan en embarazo han tenido el privilegio que yo tuve: elegir.

***

Muchos imaginan que las defensoras del aborto integramos una logia de resentidas, que odiamos la vida y rechazamos la maternidad.

Este tipo de asociaciones basadas en el prejuicio no dan lugar a la explicación racional. Por supuesto, la interrupción voluntaria del embarazo tiene unos límites, los cuales están determinados por el desarrollo gestacional. Sin pretender ahondar en tecnicismos médicos ni en abismos filosóficos, un óvulo fecundado no es un ser humano y el momento de la concepción no insufla alma ni conciencia.

Referirse al aborto terapéutico y voluntario como un asesinato y criminalizar a la mujer que aborta es un abrupto que pasa por todos los estigmas establecidos por el machismo y la religión, cuyo gran vocero es el Procurador Alejandro Ordóñez.

A los 24 años, cuando yo estudiaba en el exterior, cuidé a una niña de ocho años adoptada en Colombia. La habían encontrado recién nacida, prematura, en un basurero cerca del Hospital General. Cuando salíamos para clase de gimnasia, mientras yo la abrigaba con su chaqueta, se detenía frente a un espejo: se ajustaba la trusa en el pecho para ocultar las profundas cicatrices de las operaciones a las que fue sometida cuando era bebé para salvar su vida.

Tuvo suerte de quedar bien. Su caso es excepcional.

En trabajos de campo en barrios marginales, he sabido de personas que practican abortos usando el alambre de un gancho de ropa. He conversado con adolescentes, quienes susurran en la calle y entre pupitres que el embarazo se interrumpe con brebajes de malta, metiéndose tampones con alcohol o Alka-Seltzer por el canal vaginal, comiendo papaya hasta vomitar y llegan al extremo de alquilar un caballo y montarlo sin parar, hasta ver su pantalón manchado de sangre.

Puras mentiras.

Obviamente, después resultan infectadas, aporreadas, hospitalizadas y, en muchos casos, siguen embarazadas.

Sería fácil llenar esta página de casos de abortos bárbaros, que podrían haberse realizado en una clínica, en condiciones de asepsia, como los que les practican a las niñas de estratos altos, cuyos padres ni se atreverían a hablar de un asunto tan escabroso.

El embarazo indeseado no es sólo el resultado de un acceso carnal violento sino de la aprobación social violenta: del incesto (estamos en mora de hacer un estudio sobre este fenómeno en Antioquia); del estatus social y poder que otorga a los jefes de bandas callejeras el poseer a una mujer y "esparcir su semilla"; de la estigmatización del uso de métodos anticonceptivos (dicen que eso es para putas); de la promoción del impreciso método del ritmo.

Y lo más absurdo, a mi juicio, la alcahuetería de las abuelas y demás legitimadoras sociales al hacerles creer a las jovencitas que ser madres es el destino "único" de la mujer.

¡La maternidad es hermosa cuando es el fruto de una decisión libre!

Amo a mis hijos –¡mis tsunamis, mi calma!– más que a mi propia vida. Y mi bendición para ellos no es la que me enseñaron las monjas del colegio: mi Dios es otro, heterónimo, sin Iglesia. Cuando mi mano derecha dibuja la cruz en el aire representa al Cristo en quien sí creo, el que murió para salvar. Dios mismo permitió el sacrificio de su hijo para salvar a otros.

Defender el aborto como práctica necesaria en diversos casos y como producto de la decisión responsable de la mujer, es una consecuencia de mi amor a la vida.

Soy mamá, creo en Dios, y defiendo la práctica del aborto porque considero fundamentales los derechos a la auto-determinación y, sobre todo, a la vida digna. UC