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     Número 38 - Septiembre de 2012


ARTÍCULOS
Cincuenta balas para cada uno
Daniel Pacheco

Dormir bajo el mismo techo con un extraño que tiene dos revólveres calibre 38 ha sido parte fundamental de mi experiencia americana. A Tanner Brooks lo contacté por Craigslist, una especie de páginas amarillas gratis por Internet, unos días antes de viajar a cubrir la convención del Partido Republicano en Tampa. Tanner estaba alquilando un cuarto en su casa, que por las fotos que me mandó vía celular parecía bastante mejor que un cuarto de hotel prefabricado de 300 dólares la noche.

Pero Craigslist también es la piscina de cultivo virtual de los personajes más dementes. Uno puede encontrar gente buscando y vendiendo desde sexo hasta ropa de segunda. Son famosos los casos de los "Craiglist Killers". A la mente me llegó uno muy sonado cuando sellé con Tanner el precio final de mi estadía: el caso de George Webber, un popular locutor de radio de 47 años, apuñalado cincuenta veces por un chico de 16 años que respondió a su anuncio de "sexo duro" en Craigslist. A Webber lo hallaron amarrado y desnudo. Más tarde su joven verdugo, John Katehis, reconoció ser discípulo de la Escuela de Satán.

El GPS de un Ford Focus alquilado me llevó a través de las autopistas y el puente de cinco kilómetros sobre el mar en la bahía de Tampa hasta un suburbio. De los árboles colgaba musgo español. Pequeñas lagartijas corrían y le abrían paso a mi maleta de rueditas. Timbré. ¿Estaba a punto de conocer a mi John Katehis?

Tanner Brooks resultó ser un tipo de unos treinta y pocos años que alquilaba un cuarto de la casa de sus papás mientras ellos estaban de viaje. Pelo corto, 1,80, blanco, amable, y muy raro. La casa tenía dos pisos, cuatro habitaciones, una sala amplia con chimenea y una terraza con muebles de verano cubiertos. En la nevera, muy ordenadas, había botellas de Guiness, Coca Cola dietética y Ensure; al menos diez de cada una.

Me contó que esa era la casa de invierno de su familia, que durante el resto del año vivía en Idaho. Hacía tres años había regresado de un viaje a Túnez y desde entonces escribía una novela sobre su relación con los árabes. En el comedor de la casa tenía su portátil, al lado una hojita de papel con una mezcla de notas y rastros redondos, latas de Coca Cola y botellas de cerveza.

Yo trabajaba todos los días en mi habitación hasta el mediodía, salía y lo veía sentado escribiendo con una banda de hacer ejercicio en la cabeza. Volvía a media noche, luego de los discursos finales de la convención, y él ya estaba durmiendo.

Después de cinco días de cordialidad y breves charlas, estaba bastante seguro de que Tanner Brooks no era mi "Craiglist Killer".

Se acabó la convención y yo me quedé el fin de semana en Tampa. Un domingo me encontré a Tanner en la cocina y empezamos a charlar. Los Republicanos eran unos locos, estábamos de acuerdo. Nos burlamos de Mitt Romney, Clint Eastwood, Sarah Palin, y terminamos hablando de la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos: "siendo una milicia bien preparada, necesaria para la seguridad de un estado libre, el derecho del Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado".

Los conservadores del país leen esto como si fuera la Biblia. Luego de la elección de Obama, en 2008, ante el miedo de que restringiera la compra de armas, y a pesar de que el candidato ganador dijera que apoyaba la segunda enmienda, el FBI recibió 49% más de solicitudes de estudios previos para autorizar la comprar armas.

Yo le dije a Tanner que entendía que las armas hacían parte importante de la cultura democrática del país, pero que poder comprar un AK-47 en la tienda de la esquina me parecía un poco exagerado. "Y eso que nunca he disparado un arma", agregué. "¿Nunca?", respondió con los ojos abiertos. "Ya vengo". Subió al segundo piso y bajó con dos revólveres Smith & Wesson calibre 38 de barril corto: "son de mi papá", me explicó. En la funda donde los tenía estaban las balas. Me dio un revólver descargado y revisó el suyo con pericia y sin alardes. Mientras apuntaba a la distancia y jalaba el gatillo fue inevitable imaginar que yo le pegaba un tiro a mi hospitalario amigo, y que él me lo pegaba a mí.

A los diez minutos estábamos manejando hacia un polígono de tiro y tienda de armas. En un mostrador de vidrio estaba en promoción una Barrett M95, un rifle de francotirador calibre .50, con un rango de casi dos kilómetros, capaz de atravesar una pared de ladrillos. Ese fin de semana costaba 6.000 dólares para miembros de la Asociación Nacional del Rifle, un grupo de lobby que en la última década ha gastado más de veinte millones de dólares para influenciar congresistas. Por lo general, en las milicias ese calibre se utiliza para detener vehículos a gran distancia. Un impacto de una bala calibre .50 en un blanco suave es devastador. Definitivamente, no es un arma para salir a cazar venados.

Charlton Heston

Charlton Heston.
Convención Asociación Nacional del Rifle. 2003

Le pregunté al tipo de la tienda si podía comprar la Barrett solo con mi licencia de conducir de Washington DC. "Claro", me dijo, "la pagas hoy y en tres días te la puedes llevar". Además de la Barret había AR-15, AK-47 y todos los fusiles de caza imaginables. Los fusiles los puede comprar cualquiera, así sea de fuera de la Florida. No necesita un chequeo de antecedentes del FBI, lo que sí sucede para las armas cortas. Los tres días son lo que en la Florida llaman el "periodo de enfriamiento", estipulado por ley. "Nadie necesita un fusil inmediatamente", me explicó el señor, "y si lo necesita de urgencia, no es para nada bueno".

Tanner pidió dos cajas de cartuchos "Special .38": cincuenta balas para cada uno, diez rondas en un barril de cinco tiros. Lo hacía todo con la naturalidad de quien pide unos zapatos para jugar bolos. Entramos al polígono con protectores de orejas y gafas. Había cinco carriles; el último, para tiradores discapacitados, era más ancho, imagino que para acomodar una silla de ruedas.

Apretar el gatillo y sentir esa explosión de poder, desatarse con solo un dedo, es aterrador y delicioso. La fuerza de la muerte con un esfuerzo mínimo. Después de muchos disparos la mano me dolía un poco. El blanco, una silueta de un zombie que tengo colgada en mi cuarto, ya estaba hecho trizas.

De vuelta en la casa, Tanner subió a dejar las armas en el armario de su papá. Yo no sabía dónde quedaba. De golpe me llegó la imagen de estar durmiendo en mi cama, abrir los ojos y ver la silueta de Tanner con una 38 cargada en la mano.

Nos despedimos, le agradecí el paseo al polígono y me fui a acostar. Me dormí tranquilo, con la puerta sin seguro. Un disparo en la cabeza es mucho mejor que cincuenta puñaladas.UC

 
Cincuenta balas para cada uno