Número 48, agosto 2013

Este texto con árboles hará parte de un libro sobre siete parques del centro de Medellín que se publicará a finales del año. Un primer recorrido por esos "pedazos de campo entre las urbes". La fronda indiscernible que vemos todos los días esconde algunos grajos deslumbrantes y algunas flores mortuorias.

Un proyecto de la Secretaría de Cultura de Medellín y Universo Centro.

 

Verde de todos los colores
Líderman Vásquez. Ilustraciones: Mónica Betancourt

 

 

Cuando la gripa te sitiaba y el cuerpo era una ciudad a punto de rendirse, hacía su aparición el agua tibia del matarratón, agua verde, preparada con las hojas de ese árbol bendito. Después del baño todo era distinto y, por lo general, el malestar remitía. En los días de canícula, si caminabas largas distancias, debías poner hojas de matarratón en el interior del sombrero y la jornada se hacía menos ardua.

Vi hachas derrotadas por el tronco indómito, hachas que terminaban con el filo mellado. Los barcos que viajaban hasta las islas de San Blas, en Panamá; los mismos que remontaban el Atrato para abastecer los almacenes de los pueblos costeros con artículos de primera necesidad y regresaban llenos de coco o de madera, tenían las cuadernas hechas con el tronco del matarratón.

En la época del año en que florece, las muchachas que se han vuelto pintonas como los mangos en cosecha no quieren saber ya nada del estudio, solo sueñan con ser rozadas, hurgadas, comidas, conjugadas… La floración de este árbol, cuyas hojas son alimento para el ganado y abono para la tierra, en el imaginario del campesino costeño está muy ligada a esa otra floración.

De todos los árboles del mundo el matarratón ocupa un lugar especial en mi recuerdo. Mi madre, mi abuela, mi abuelo, la señora Aura, don Silvestre, seres que ya no están, y algunos que están todavía, vienen, cuando los evoco, enredados en la fragancia de este árbol mitológico.

Al cambiar la geografía, cambian el clima, el dialecto, la piel, los nombres, las costumbres, los árboles. Lo que a nivel del mar era pata de vaca, o simplemente pata, aquí, a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar, es casco de vaca; las acacias, que daban un fruto similar al del guamo y parecían matronas obesas sentadas enfrente de sus casas, se tornan delgadas, como la leucaena, o un poco más robustas, como la acacia amarilla. Ya no hay matarratón, ni guácimo, y es una rareza encontrar una palma de coco tan lejos del mar.

Pero esta, la ciudad donde vivo desde hace tantos años, y a la que no he podido aprender a tutear, en la que nacieron mis hijos, que sí la tutean, es verde todo el año, "verde de todos los colores". No obstante, la mayoría de las personas ignoran el nombre de los árboles. Conviven durante décadas con una frondosa pandurata y apenas si la ven; saben que hay árboles en la zona verde de la unidad, en las aceras, en los parques, pero es como si no existieran.

Todas las civilizaciones se construyeron con árboles: fueron leña para avivar el fuego, mango para el hacha, garrote, lanza, flecha, arco; se convirtieron en canoas, cuadernas, remos, altares; son el papel de que están hechos los libros, y hasta hace poco, cuando el mundo era todavía lento, fueron cartas portadoras de buenas y malas noticias. El roble, utilizado por su dureza en la elaboración de mangos y lanzas, fue el árbol de Zeus; el fresno, el árbol de Poseidón. El delicado Apolo, que, inflamado por el deseo, persiguió a Dafne, debió conformarse con abrazar el tronco del laurel en que esta se había convertido y mojar con sus lágrimas la áspera corteza que antes fuera su cintura. No fue correspondido en el amor, no pudo desfogarse en el bello cuerpo de la muchacha que huía por el bosque, pero las hojas siempre verdes de ese árbol adornan la cabeza de los vencedores. ¿Y de qué si no de roble estaban hechas las cuadernas del Arca?

Durante años no me interesaron los árboles. De los que nos ofrecen sus frutos sabía el nombre: mango, pomo, guayabo, zapote, aguacate, guamo, naranjo, guanábano, etc.

Con el sabor que las frutas nos prodigan aprendimos sus nombres. Los innominados, en cambio, eran simplemente "el árbol". Como esas personas que encontramos a diario porque frecuentan las mismas calles que nosotros, a las que reconocemos pero nunca saludamos, así, los árboles…

Inquiriendo a personas mayores, memorizando la forma de los troncos, la disposición de las ramas y la forma de las hojas, aprendí a distinguir el urapán, el terebinto, el tulipán africano –también conocido como miona–, el carmín y el cámbulo. Consultando en libros me enteré de que el urapán es el mismo fresno de las batallas homéricas; que el terebinto es la misma encina, dura como la roca, resistente al rozamiento, usada por los antiguos en la fabricación de ruedas. De encina eran las ruedas del veloz carro de Aquiles y sus veloces flechas, y el mango del hacha de Heracles; de encina era la lanzadera que iba de un lado a otro del telar, guiada por las expertas manos de la ambigua Penélope. El dios del Antiguo Testamento, de corazón tan duro como una astilla de encina, eligió este árbol para revelarse a sus profetas. Hay terebintos en todo Medellín, pero el más frondoso, con sus ramas enredadas en un afro compacto que no deja pasar la luz del sol, está en Suramericana.

Quizá el árbol que más abunda en nuestra ciudad es el urapán. Lo encuentras en el Parque de Boston, en el Parque Bolívar, en la Plazuela San Ignacio y en el cada día más mohoso Parque Berrío. Si quieres ver un urapán, dale la vuelta a la manzana, es probable que lo encuentres compartiendo acera con el sauce, que en la mitología griega es el árbol de Hades, el árbol del mundo subterráneo. Cuando Orfeo, dolido por la muerte de Eurídice, inconforme con el destino, decidió descender al mundo de los muertos en busca de su amada y cantar su pérdida, nadie resistió la fuerza de su canto. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Perséfone, de Cancerbero, de Hades. Todos, hasta los sauces, lloraron ese día.

Unas cuantas cuadras y encontramos completa la historia de la llamada cultura occidental: el espacio geográfico donde nació la filosofía, el teorema de Pitágoras, la tragedia; y el desierto donde nació el Dios invisible. Hasta podría resultar más pedagógico enseñar la filosofía en las calles, hablando de urapanes, sauces y encinas, que en un salón repleto de sillas incómodas.

Pero en los colegios no quieren saber nada de árboles. Están obsesionados con las competencias y cada año sacan estudiantes menos competentes; los proyectos de educación sexual son los más importantes, y sin embargo las adolescentes se embarazan pronto; se enseña urbanidad y se ignora todo sobre la ciudad. Laboré en un colegio rodeado de árboles. Había urapanes, chiminangos, terebintos, leucaenas, búcaros y carmines. Nadie sabía identificarlos, ni les interesaba, aunque era común la expresión "sentido de pertenencia": con el colegio, con la ciudad, con el país.

Conocer los árboles, saber nombrarlos, es ir al encuentro de nuestra identidad, de nuestra verdadera historia. ¿Por qué en las calles y parques de mi ciudad hay tantos árboles europeos y tan pocos árboles nativos? Los europeos conquistaron un continente, pero no lo conocieron. Ignoraron su flora, las creencias de sus habitantes, la diversidad de sus lenguas. Árboles nativos como el chiminango, el búcaro, el gualanday, el carbonero, el confite, el piñón de oreja, que puedes encontrar en cualquier parque, no dicen nada sobre las culturas amerindias. ¿A qué deidad estuvo consagrado el búcaro? ¿Qué dios mojó con sus lágrimas la corteza del chiminango? En la imposibilidad de responder a estas preguntas está nuestra identidad. El fresno, el sauce, el gualanday y ese otro árbol, la lengua, nos recuerdan, como lo dijo el poeta mexicano Octavio Paz, que somos y no somos europeos. La ambigüedad de ser y al mismo tiempo no ser es nuestra marca.

Bajo los árboles transcurre la vida. Vagabundos, desempleados, vendedores de confites manoseados buscan en los parques el cobijo de un árbol.

 

 

Ilustración Mónica Betancourt


Compartía la banca con un anciano, y entre ambos estaba la pequeña caja llena de cigarrillos, confites y galletas, un termo de tinto y vasos desechables. Me acerqué. A ella le pregunté cómo se llamaba el árbol bajo el cual ofrecía su precaria mercancía. Me dijo que no sabía, pero que varias veces le había servido como parapeto para ofrecer sus raticos. Al principio no capté el mensaje, como tampoco que se trataba de un hombre. Tenía entre 40 y 45 años, los labios pintados, y vestía blusa y falda. Me dijo que hacía años se llamaba Gustavo, pero que se cambió el nombre y ahora se llamaba Natalia, "aunque debería llamarme Gustaba porque ya no gusto". Trabaja en esa banca, bajo ese árbol, desde hace diez años, todos los días, excepto cuando hay Sanalejo. Cogió mi periódico y leyó en voz alta su horóscopo y el de su novio. Pregunté cuándo se dio cuenta de que era distinto. "Desde siempre –dijo–. Toda la vida me gustaron las cosas de mujer, la suavidad de la ropa interior. Siempre usé calzones, ahora no los uso, ni brasieres. Cualquier día se cae este palo –y señaló el tronco del árbol– como se cayó el mío. Ese de ahí, frente a usted, lo mocharon hace como dos semanas; si cortan este quedo damnificada".

Caminando por La Playa conocí a don Alfonso. Le gustan tanto los árboles que me acompañó hasta el Parque de Boston y los fue enumerando. Dijo que el urapán parecía una peste, estaba en todas partes. Nos sentamos en un muro a descansar porque sufre de ciática, y me contó que antes, cuando le preguntaban cómo se llamaba un árbol, decía Palo Escobar: "ahora no digo así". Su padre, finado ya, se llamaba Rodrigo y era topógrafo. Más o menos en 1964, por los lados de Argentina, había buenos restaurantes en los que su viejo acostumbraba almorzar, y un adolescente lavaba el carro en que se movilizaba. Como era muy trabajador, el pago siempre fue generoso, y alguna vez le regaló una muda de ropa. El muchacho, agradecido, decía que tranquilo, que a él no le cobraba, a lo que don Rodrigo respondía que se dejara de cosas, que él solo quería ayudarlo. Durante años no lo vio. Avanzada la década de los setenta se presentó, hecho un hombre, en la oficina: "Don Gabriel, usted todavía en medio de sus cachivaches de topógrafo", dijo. Quería saber si en San Antonio de Prado, de donde era el viejo, se podía conseguir una finquita. Don Gabriel le dijo que sí, que había un señor vendiendo dos finquitas muy buenas, como de hectárea cada una, muy cultivadas. "¿Cuándo me puede acompañar?". Don Gabriel, que estaba desocupado, dijo que si quería podían ir ya: "así fue como Pablo Escobar recompensó a mi papá con dos fincas". Le siguió haciendo regalos que el viejo aceptaba agradecido. Cuando todo se volvió un infierno para el capo, dejó de decir Palo Escobar. "Si alguien lloró la muerte de Pablo fue mi viejo".

Seguimos caminando hasta el Parque de Boston. En Caracas, una cuadra antes, nos llegó el olor de los cadmios. "Estos son los reyes; si hubiera más cadmios en las calles, sería el cielo", dijo.

Nos despedimos después de darle una vuelta al parque. Ya no me fijé más en los árboles. El olor de los cadmios se esfumó. Solo me quedó la sensación de que Pablo Escobar estaba en todas partes, como los urapanes. UC
 

Ilustración Mónica Betancourt

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