Número 53, marzo 2014

La tortilla virada
Sinar Alvarado. Fotografías: Gabriel Mata Guzmán

Imagen: Gabriel Mata Guzmán
 

Desde arriba Venezuela sigue siendo la misma, una tierra ancha y noble que descansa sobre un mar de petróleo crudo. Miras desde la ventanilla del avión y parece que es solo eso, obtienes una visión que es otra forma del engaño según el cual este lugar no ha cambiado. Pero basta aterrizar para descubrir que durante quince años el país ha sufrido una metamorfosis que Hugo Chávez decretó temprano: "Venezuela cambió para siempre".

La revolución chavista, que llamó a Cuba "el mar de la felicidad", no ha generado sonrisas con la fraternidad que proponía Bolívar, su santo patrono: "El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible". Hoy el país está dividido en dos mitades irreconciliables. Una de ellas luce satisfecha, contenta con "el proyecto"; pero la otra, cada día más numerosa e inconforme, se queja con razones que son difíciles de refutar. En un país antes conocido por su alegría congénita, el gozo y la satisfacción se han vuelto bienes escasos. Crece el desasosiego y su sarampión se percibe en tantísimos rostros malencarados. La vida diaria, para la mayoría, se ha convertido en una penuria. Y ya rodeado de incertidumbre, cualquier optimismo es insensato.

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El aeropuerto de Maiquetía recibe a los viajeros con gigantografías omnipresentes, una costumbre que parece heredada de la antigua propaganda soviética: la cara inflamada del líder y sus consignas oficiales llenan paredes y pantallas en todos los rincones desde que entras al país. Las fachadas de los edificios públicos están tapizadas con su imagen y su verbo. Chávez, elevado a "comandante supremo", ya no está, pero el aparato estatal se esfuerza en contradecir esa realidad.

Los funcionarios de migración reciben a los viajeros en una sala amplia y bien iluminada, pero su operación es torpe y engorrosa: los visitantes pueden tardar una hora o dos antes de que llegue su turno en la ventanilla. Los agentes gruñen y jamás dan la bienvenida al país (en mi último viaje, el burócrata de turno puso aparte el comprobante migratorio de cada periodista que pasó por su puesto. "Órdenes de arriba", alegó). Basta franquear las puertas y salir al área de llegadas internacionales para recibir el bautizo de realidad: decenas de taxistas piratas, maleteros y buscavidas abordan desesperados al turista en busca de dólares (existe un control de cambio desde 2003, y el desfase enorme entre el dólar oficial y el paralelo crea una posibilidad de comercio que da grandes ganancias). En la autopista que lleva a Caracas, construida por la última dictadura en los años cincuenta, se ven los mismos cerros plagados de miseria que motivaron el ascenso del chavismo. Junto a ellos, enormes vallas pregonan los logros de la revolución.

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Con mi familia hice la primera migración por tierra: un viaje más o menos rústico, sobre carreteras entonces destapadas, desde el Cesar y cruzando La Guajira rumbo a Maracaibo. Parecía que íbamos solos, pero no. Así como como nosotros, millones de colombianos dejaban su país en procura de vidas más amables, y trajinaban esa y otras rutas con el mismo destino. Allí, justo al lado, la "Venezuela Saudita" ofrecía lo necesario y mucho más.


Imagen: Gabriel Mata Guzmán

 

A finales de los setenta encontramos un país lleno de oportunidades. Había pobreza, pero todavía estaba muy lejos de las cifras vergonzosas que se alcanzarían más tarde. No existía la violencia política que sufría Colombia desde hacía treinta años, y la escasa delincuencia ejercía aún métodos más bien naif. La clase media era robusta, y se había formado en universidades gratuitas, subvencionadas con el abundante petróleo que vendía el Estado. En ese país de fábula todo lo bueno parecía posible; se respiraba, lo recordó siempre mi madre, un ambiente de abundancia y bienestar. Los venezolanos estaban acostumbrados al nivel de vida más alto de la región, y se hicieron famosos en Miami por su frecuente latiguillo de cliente sobrado: "Ta barato, dame dos".

Pero el sistema empezó a fallar. Los partidos tradicionales, Acción Democrática y Copei, se anquilosaron en el poder que compartían; buena parte de la población resultó marginada y en los años ochenta se produjeron estallidos sociales que presagiaban un quiebre inminente. La sólida democracia venezolana, llamada "Puntofijismo" (en la quinta Punto Fijo, residencia del presidente Rafael Caldera, se firmó ese pacto de gobernabilidad que duró cuarenta años), entró en crisis y alumbró al chavismo, un nuevo sistema político, una revolución que, prometían, venía decidida a pasar factura.

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Hubo una época en que esa tierra era el refugio de los fugitivos: no solo colombianos; también españoles, italianos y portugueses abandonaron Europa durante la posguerra y encontraron cobijo en el país de Bolívar. En ese entonces existía en Venezuela la política de puertas abiertas. Pero hoy, después de quince años de revolución, el país ya no atrae multitudes, más bien las ahuyenta.

Al mismo tiempo, en Colombia, algunas cosas han cambiado. Es cierto que la violencia aún no cesa; es un hecho la escasez de oportunidades, y tampoco se puede negar la desigualdad. Pero en contraste con épocas anteriores, Colombia ya no es solo un país que expulsa; ahora también es un país que recibe a muchos. Y uno de los anzuelos más poderosos es el valor y la estabilidad de su moneda: hace treinta años se compraban diecisiete pesos con un bolívar; hoy se necesitan treinta bolívares para comprar un peso. Esa diferencia detuvo la diáspora de colombianos hacia Venezuela. Ya no es negocio ese rumbo. Por el contrario, desde hace algunos años, miles de venezolanos han emprendido el camino inverso.

Los venezolanos, "balseros del aire", están llegando a Colombia en busca de salarios jugosos. Muchos de ellos, como yo, son hijos de los colombianos que se fueron en décadas pasadas. Pero hay una diferencia evidente: los emigrantes de hoy son gente de clase media, profesionales jóvenes, los más afectados por la gestión chavista (los pobres sobreviven a punta de subsidios, y los ricos son ricos). Es justamente la clase formada y numerosa que el país necesita para seguir creciendo. Son los hombres y mujeres que el Estado entrenó con una enorme inversión y hoy no es capaz de mantener dentro del país. Al menos una vez al mes recibo correos o llamadas de algún venezolano que planea radicarse en Colombia. Llenos de esperanzas, como todo migrante, preguntan: "¿Qué tengo que hacer?".

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Pero la moneda es solo un indicador. A ello hay que sumar la violencia que se ha tomado a ese país antes pacífico. Las cifras oficiales, que pocos creen, hablan de 34 asesinatos por cada cien mil habitantes; pero el Observatorio Venezolano de la Violencia dice que llegan a 79 por cada cien mil. Las fuentes independientes al gobierno hablan de veinticinco mil homicidios el año pasado. Esto ha obligado a los ciudadanos a vivir encerrados y temerosos.

Además existe una escasez creciente. El chavismo, que encontró un país monoproductor, muy dependiente del petróleo, no logró diversificar la economía. Hoy los dólares que recibe la nación provienen en un 96 por ciento de la exportación de crudo. El campo no produce, las industrias se acabaron (muchas de ellas expropiadas y estatizadas), y los venezolanos deben hacer largas filas en distintos abastos y supermercados antes de encontrar algunos productos esenciales como harina, aceite, pollo… La escasez, de nuevo según cifras oficiales, ronda el 30 por ciento.

La salud es otro descalabro. Los grandes hospitales construidos durante el siglo XX están abandonados y desprovistos. El chavismo intentó construir una red paralela de asistencia primaria, pero su idea resultó insuficiente. Además el desempleo aumenta. Y la inflación, una de las más altas del mundo (56,3 por ciento el año pasado), se come los ingresos de todos a un ritmo acelerado. En resumen: el Estado de bienestar ya no existe, y las familias se empobrecen cada día.

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En mi última visita pasé varios días en Margarita. El dueño de la posada donde dormimos contó varias historias que hace apenas unos años habrían parecido ficción. Ahora los colombianos de clase media, dijo, viajan a la isla atraídos por un cambio que les favorece. Pasan sus vacaciones en buenos hoteles, comen en los mejores restaurantes y enloquecen comprando mercancías en los centros comerciales. La avidez consumista, como en los tiempos del "ta barato", se ha instalado en el lado opuesto de la frontera. Venezuela, a pesar de su inmensa fortuna enterrada en el subsuelo, se ha convertido en la hermana pobre. La historia cambia, los tiempos son otros, es la tortilla virada.UC


 

 

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