Número 63, marzo 2015

marihuana 
 
CRÓNICA VERDE

Mamá, ¡soy marihuanero, pero no soy criminal!

Gustavo Carvajal. Ilustración: Hernán Franco Higuita

 
 
 

En su luminoso ensayo titulado Self Reliance (Confianza en sí mismo), Ralph Waldo Emerson tiene una frase sencilla y maravillosa que me resuena con fuerza en la conciencia desde que la leí, sobre todo cuando me cruzo con uno de los grandes y frecuentes dilemas de la moral. Dice el sabio: “Es más lindo decir la verdad que fingir el amor”.

Espoleado por la inspiración de Emerson pero también inspirado por una marihuana hidropónica fantástica, hoy me siento capaz de exclamar con convicción y a todo pulmón una frase que hasta ahora me había producido escalofríos: “Mamá, ¡soy marihuanero, pero no soy criminal!”. ¿Y por qué confesártelo ahora después de quince años? Porque es más lindo decir la verdad que fingir el amor. Y porque no es justo que una persona honrada viva en el clóset.

Desde ya mi conciencia me anuncia que este arrebato me costará caro y que la culpa reptará por mis huesos durante muchas semanas, pero es necesario aclarar nuestras cuentas. Y así como te amo mamá adorada, también amo la benévola planta del cannabis. Un amor como el que siente un poeta por un río, una montaña, un turpial.

Quiero reiterar además que escribo estas líneas bien trabado, como decimos en Colombia, con una deliciosa marihuana hidropónica. Esto lo digo para que juzgue quien lea si los efectos estupefacientes de la susodicha yerba han entorpecido mis facultades lógicas o me han nublado el entendimiento. Pues nunca me he sentido tan lúcido como cuando digo: la verdadera ignominia no está en fumar la bendita e inofensiva planta sino en condenarla. Pero eso sí, el pecado mortal está en prohibirla.

Madre, no sé si sabes que a Giordano Bruno lo quemaron por afirmar que el espacio era millones de veces más grande de lo que pensaban los escolásticos, y que cada estrella en el firmamento era un sol como el nuestro alrededor del cual giraban planetas como el nuestro. El único parecido entre Bruno y yo, claro está, es que ninguno de los dos tiene los elementos para probar científicamente su hipótesis, solo la intuición. Esto para decirte que no son argumentos científicos los que vengo a esgrimir sino filosóficos; y para exhortar a otros que tengan la misma intuición que yo a salir del clóset.

Mira, es que si hoy en día no podemos menos que aplaudir a los valientes homosexuales que luchan contra la discriminación y que so pena de múltiples ultrajes expresan su verdadera sexualidad con orgullo, también estamos obligados a reconocer que existe una prisión tan sofocante e infame como aquella: la del marihuanero obligado a sentir vergüenza y a pedir perdón por un hábito tan saludable, inofensivo y deleitoso como la masturbación mutua o la sodomía consentida. Dios mío pero ¿cuándo entenderán las personas que fumarse un porro no es más peligroso que tomarse un tinto? Porque amigos, madre, lector; si es verdad que es más bello decir la verdad que fingir el amor, es necesario admitir públicamente lo que todos sabemos en el corazón: la marihuana es una planta noble, benéfica y amiga de la humanidad.

Basta de hipocresías. Basta de confundir las causas con las consecuencias.

 

 

Aquellos que se obcecan en afirmar que la marihuana afecta mortalmente la salud, o que incita al crimen y la pobreza, son como esos filisteos que luego de mirar a través del telescopio de Galileo aún se atrevían a decir que los cráteres que veían estaban pintados en el telescopio y no en la Luna. Mamá, tu no me educaste para filisteo y me enseñaste que el dogmatismo era enemigo de la tolerancia. ¿Cómo puede ser mala la marihuana si excita la imaginación y propicia una feliz molicie llena de buen humor y amor por las palabras y la música?

Debemos dejar de promover el cuento de que la marihuana es adictiva, porque en todo caso si lo es, no puede serlo más que el alcohol, el tabaco o la comida. Tengo amigos que fuman bareta y otros que no. Entre los que fuman hay algunos más proclives a la adicción que otros. Algunos no pueden vivir sin ella y a otros no les interesa un comino si la tienen o no, igual que con el alcohol o el café. Así será que las generaciones del futuro se referirán a la marihuana como hoy nos referimos a la cebolla, algunos no se la tragan, y otros no pueden concebir un almuerzo sin ella.

Claro está, dirán algunos, lo que ocurre con el aficionado a la marihuana es que se distrae de las preocupaciones del trabajo, se dedica a incubar sueños artísticos, y se queda dormido los domingos en lugar de ir a misa y, por lo tanto, se convierte en un lastre para la sociedad, en un subversivo y un impío, un mal hijo y una desilusión para el corazón materno. ¡Pero estense tranquilos hombres de pro y prohombres del mundo; madres consternadas de la tierra; no es la marihuana quien va a socavar los cimientos del sistema que tanto adoráis! Así como tampoco la “proliferación” de los homosexuales va a disminuir la población mundial o destruir la familia: hijos bastardos y aburridos matrimonios existirán hasta el fin de los tiempos. De igual modo el deseo por la marihuana sigue siendo el mismo a pesar de que las represalias y los castigos aumenten, el progreso no se detiene. Y maricas habrá mientras haya hombres.

A la luz de estos pensamientos y la inspiración cannábica digo a quien pueda escucharme: es hora de corrompernos por nuestro propio bien y por el bien de las libertades fundamentales. Porque mamá créeme que son muchos los marihuaneros vergonzantes que anhelan, como yo, liberarse de los insensatos prejuicios. Así como hace rato es hora de permitir que los homosexuales contraigan matrimonio si así lo quieren, es imperioso aceptar públicamente la marihuana como medicina y como divertimento.

El primer paso, el ineludible, es salir del clóset. Hay que llamar a la madre que uno adora y confesarle este amor prohibido que arde en el corazón de su hijo predilecto. No hay de otra. Entiendo que tantas décadas de vejación y pesadumbre, tantos epítetos denigrantes, tantos encuentros en callejones oscuros con otros marihuaneros, calan hondo en la conciencia. Pero también sé que no existe placer más grande que desahogarse. Porque ¿no sería lindo poder decir, al menos una vez en la vida, después del almuerzo y sin rubor: “con su permiso me retiro al patio a fumar un porrito antes de la siesta”? ¿No es una frase llena de música?, ¿no te escuchas cantando esa melodía tú también? UC

 
Ilustración: Hernán Franco Higuita
 
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