Número 63, marzo 2015

Mi vida como sospechoso
Luis Miguel Rivas. Ilustración: Cachorro

Ilustración Cachorro

 

Fue a finales de los años ochenta cuando descubrí que tenía cara de sospechoso. Antes ni me había enterado. Una de dos: o siempre fui sospechoso y no me lo decían y desconfiaban de mí a mis espaldas (alguna vez le pregunté a mi madre: Mamá, decime sinceramente: ¿Yo te parezco sospechoso? y ella solo contestó con un movimiento lateral de la cabeza, sin ningún énfasis ni apoyo verbal), o fue precisamente en esa época de finales de los ochentas de la que les hablo, cuando eclosionó en mí, sorpresiva e irremediablemente, esta extraña condición de presunto implicado, instaurando a mi alrededor un aura de suspicacia que no me abandona nunca. Soy el que siempre sacan de la fila para una requisa exhaustiva, el que arrastra tras de sí a los vigilantes en los supermercados, el único del grupo al que la autoridad le pide los documentos, a quien los de la aduana le revisan con jeringa la caja de aguardiente, al que apuntan todos los indicios del jarrón quebrado, el terrorista que no lo sabe, el supuesto ladrón. El culpable a priori. A tal punto y desde hace tanto tiempo que he terminado identificándome con esa condición y a veces me sorprendo pidiendo disculpas a la gente por cosas que no hice e incluso por lo que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que podría hacer, pero que los demás están seguros que sería capaz de hacer, dada mi aura, supongo.

Esa vez de finales de los ochenta estaba en Bogotá con mi compañero de universidad William Rodríguez; nos acercábamos a las instalaciones del hoy inexistente periódico conservador La Prensa (en cuya desaparición, aclaro, no tuve nada que ver) para conocer cómo funcionaba un diario capitalino, y con base en esa información preparar una exposición para la clase de periodismo. Llevábamos nuestros morrales con las cámaras fotográficas y un estuche largo con el trípode, que yo cargaba en bandolera; nos dirigíamos contentos, casi con pasos saltarines, a la sede de semejante templo de la objetividad periodística, cuando un tipo de cachucha cruzó por nuestro camino con un radioteléfono pegado a la boca y dijo algo en clave mientras nos miraba. Seguimos caminando sin comprender y sin darle importancia cuando apareció un carro lleno de policías que se tiraron del vehículo como si estuvieran desembarcando en Normandía y nos gritaron: “¡Quietos!”, como si hubiéramos acabado de robar un banco. Dijeron que tiráramos nuestras cosas al suelo y levantáramos las manos. Nos miraban con prevención y rabia (y en el fondo de sus ojos parpadeaba la satisfacción de haber materializado sus innumerables terrores abstractos en las figuras de dos pobres diablos concretos). Cuando comprobaron que a pesar de ser jóvenes, hablar paisa y llevar un estuche largo en bandolera no éramos dos de los sicarios que Pablo Escobar estaba mandando cada tanto a Bogotá para matar personas poderosas y hacer atentados, se tranquilizaron (y en el fondo de esa tranquilidad había como una decepción) y nos dejaron ir. El impacto fue tan fuerte que es la situación que más recuerdo en mi carrera como sospechoso. Fue en ese momento cuando me hice consciente de mi condición. Pero el asunto venía de antes.

Previo a mi viaje a Bogotá hubo una época en la que la policía hacía redadas en Medellín para levantar jóvenes. No era sino que usted fuera joven y caminara por la calle y ya era sospechoso. A unos amigos y a mí nos levantó la policía una vez y nos llevaron a una pesebrera que había pertenecido a los Ochoa. Esa noche el local que había servido para domar caballos estaba repleto de jóvenes y jóvenes y jóvenes, apiñados como bestias, detenidos por no tener más edad. Es que Pablo hizo la guerra a punta de jóvenes. Matándolos, mandándolos a matar y mandando a que se mataran entre ellos. ¿Cómo sería esto hoy en día si todos esos jóvenes no se hubieran muerto? (En el otro mundo debe haber un barrio que se llama Medellín sin tugurios… y sin jóvenes). En esa época el gobierno les tenía mucho miedo a los muchachos de Pablo y por ellos chupábamos todos. Todos éramos sospechosos. Y en realidad cualquiera de nosotros podría haber hecho lo peor o podría llegar a hacerlo. Todos éramos lo mismo por muy distintos que fuéramos. Varios amigos míos se volvieron sicarios o mafiosos. Yo también hubiera podido porque yo también era ellos. Pero la verdad fue que nunca me ofrecieron. Habría aceptado esa única oportunidad que teníamos los chicos de mi contexto para rasguñar un poco de autoestima y respeto y arrebatarle una pizca de sentido a una vida que no nos pertenecía. Pero creo que no me vieron cualidades. O sea que yo no fui mafioso fue por falta de oportunidades.

Años después, pasado el 2000, hubo una época en la que los policías de Envigado se enamoraron de mí. Iba, por ejemplo, caminando por una calle, absorto en mis audífonos, y un dedo en el hombro me hacía detener y dar vuelta para encontrarme con un policía que se disponía a pedirme papeles y requisarme; estaba sentado en el parque principal del pueblo, tranquilo en medio de la multitud, y aparecía una patrulla de la que se bajaban dos policías avanzando con determinación y firmeza hacia el lugar específico en que yo me encontraba, para pedirme papeles y requisarme; me estaba comiendo un helado y llegaba un agente a pedirme papeles y a requisarme; volvía a casa por la noche y aparecía un policía a pedirme papeles y a requisarme.

 

Terminé acostumbrándome a las requisas hasta el punto de extrañarlas. Una noche iba caminando por esa acera larga que hay entre la estación Envigado y el Éxito y vi que una moto de la policía se detenía delante de mí, a unos cinco metros; mientras los agentes se bajaban llegué a su lado, levanté las manos y me dispuse a la rutina. Pero los policías no me determinaron. Esperé con las manos arriba para salir de una vez del asunto, pero voltearon y me miraron extrañados.

—¿Qué le pasa pelao? —me dijo el policía bajito y churrusco que venía manejando la moto.

—¿No me van a requisar?.

—¡¿Usted fue que se engüevonó o qué?! ¡No ve que estamos haciendo un retén! ¡Muy gracioso maricón! ¡Te abrís, te abrís! —gritó el otro.

Me abrí. Caminé hasta mi casa sintiéndome, por primera vez en mucho tiempo, liviano, puro, inocente, fuera de sospecha. Esos policías iban a detener a otros sospechosos que andaban en carros y en motos y que no eran yo. Y me fui pensando que el enamoramiento de los policías no era exclusividad mía sino patrimonio de un sector de la sociedad representada por los ciudadanos que no tenían plata o poder o un patrón poderoso y que por alguna señal externa (la ropa, el aire descarriado, la falta de higiene, la carencia de rumbo fijo, los modos de barrio, los prejuicios del tombo), ameritaban sospecha. Cualquiera que tuviera cara de ser capaz de orinar en la calle o fumarse un bareto en un parque podría también ser un delincuente y era susceptible de ser detenido para que de pronto no lo fuera a hacer; “se lo llevaron por intento de sospecha”, decíamos nosotros. Así los policías podían gastar sus energías y el presupuesto de la Nación buscando sospechosos menores para poder dejar tranquilos a los verdaderos culpables de todo que eran los jefes de sus jefes, los dueños del pueblo y del departamento y del país, quienes jamás de los jamases llegarían a ser considerados como sospechosos porque eran ellos los que determinaban quiénes eran dignos de sospecha.

Y más atrás, mucho antes de los policías y de Pablo Escobar, la primera persona que me empezó a ver como sospechoso fui yo mismo; en los primeros años de primaria, en el colegio La Salle, por intermedio del hermano Horacio. Él nos explicaba, enfática y redundantemente, que todos nacimos siendo pecadores porque Adán y Eva habían pecado y que por tanto de entrada ya veníamos a este mundo sucios, malintencionados, merecedores de desconfianza. Y su insistencia en el asunto era casi una conminación a cultivar como virtud ese ánimo achicopalado del culpable, del perro apaleado, del sí señor agente, para que Dios y el rector del colegio y nuestros padres y el alcalde de Envigado y Pablo Escobar o cualquiera que tuviera el poder en ese momento nos quisiera más. O no nos matara.

Y si fuera aún más atrás en la historia de mi condición sospechosa tendría que ir a la historia de mi madre y a la de los padres de mi madre y esto se volvería una historia de Colombia que nos llevaría hasta los tiempos de la conquista. Lo cierto es que nunca me pude explicar por qué, si todos éramos culpables, solo había un sector de la población a quienes nos lo recordaban con tanto énfasis, hasta tatuárnoslo en el alma; y otro sector que parecía desconocer esa doctrina pero que de todas maneras la cultivaba para seguir tatuándosela en el alma a los sospechosos de siempre.

Aunque de nada me ha servido intentar comprender esas cosas porque de todas maneras me siguen requisando en todas partes. Este artículo, por ejemplo, lo empecé a escribir en mi cabeza, mientras los agentes de inmigración en el aeropuerto se tomaban su tiempo para sacar y revisar concienzudamente, una a una, las cosas que contenía mi maleta (descubriendo prendas que no me acordaba haber empacado y hasta encontrando cosas que daba por perdidas, como unas medias de rombos que no había vuelto a ver). Sí, después de tanta historia, a estas alturas sigo siendo el que soy sin poder ser otra cosa: el de la fila de las requisas, el foco de la mirada oblicua de los celadores, el bocadillo del policía que justifica su día, el emoticón que la gente de bien le puso a sus pavores sin nombre. Uno más de los millones de sospechosos que caminamos por las calles de las ciudades y que seguiremos siendo objeto del recelo hasta que se reconozcan los verdaderos culpables que todos conocemos.UC

 
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