Número 102, noviembre 2018

Yo soy el Poema de la Tierra, dijo la voz de la lluvia.
Walt Whitman

Borrasca
Ignacio Piedrahíta

Cerro Pan de Azúcar. Gabriel Carvajal, 1982. Archivo BPP.
Cerro Pan de Azúcar. Gabriel Carvajal, 1982. Archivo BPP.

 
El cielo de Medellín estaba dominado por las lluvias de noviembre. Después del aguacero que solía arreciar durante la noche, el amanecer se cubría de gris. En las primeras horas de la mañana una nube difusa y alargada pendía a media altura sobre la montaña oriental, y poco a poco ascendía hasta fundirse con la nubosidad superior, quieta y sin forma.

Por aquellos días leí que habían habilitado un sendero público sobre la falda de la montaña oriental. Salía desde uno de los barrios más altos de la ladera y llegaba hasta el cerro Pan de Azúcar. Así que decidí caminar hasta allí, aprovechando que los días se abrían desde las nueve o diez de la mañana y permanecían veraniegos hasta cerrarse de nuevo a media tarde.

Después de un almuerzo temprano me encaminé hacia el Centro de la ciudad. Según las indicaciones subí a un bus de servicio público que me llevaría hasta el lugar. Había cupo completo de pasajeros sentados y tuve que viajar de pie. El techo del vehículo era tan bajo con respecto a mi estatura que no pude ver qué ruta tomábamos. Mirando de manera oblicua por las ventanas laterales aparecían ante mí pedazos de asfalto y, con suerte, los muros de las casas hasta media altura. Conforme ascendíamos, los frentes amplios y bien pintados de las viviendas cercanas al Centro de la ciudad dieron paso a otros más estrechos y humildes, con el ladrillo de la estructura a la vista. En la primera parte del recorrido las calles formaban una retícula bien definida, luego fueron poniéndose cada vez más tortuosas y empinadas. El bus apenas cabía por la vía y el encuentro con los vehículos que bajaban se convertía en un acertijo milimétrico.

La última estación del recorrido era una pequeña explanada en medio de la pendiente, donde las busetas se vaciaban y se llenaban de nuevo. La gente hormigueaba entre las tiendas de alimentos y ventas misceláneas. Allí confluían los accesos a la parte más alta del barrio. Algunos senderos de escaleras trepaban en línea recta por la cuesta. Atajos menores se unían al camino principal como costillas a una espina dorsal, ceñidos al redondo tórax de la montaña. Las casas flanqueaban los precarios andenes por los costados, casi abrazadas unas frente a las otras. A las de un lado se entraba subiendo por unos escalones, a las del otro se accedía por un pequeño puente que comunicaba directo a un segundo nivel.

Alcancé caminando a una mujer, quien al parecer se dirigía de regreso a su casa, y le pedí el favor de que me indicara por dónde tomar el sendero al cerro.
—Por este lado llega más rápido a la cima —me dijo, mientras me señalaba unas escaleras de trayecto sinuoso y alturas dispares, que se iban acomodando a la pendiente sin patrón alguno—. Sígame —agregó.

Caminé tras ella en silencio mientras pasábamos frente a casas hechas con muros de tabla y techos de chapa metálica. Algunas estaban primorosamente arregladas con plantas florecidas, sembradas en materas que colgaban del alero, al estilo de las típicas casas campesinas de la región cafetera. Muchos de los pobladores de los barrios altos de la ciudad habían llegado desde el campo una o dos generaciones atrás. ¿Qué más podrían conservar, un haz de leña sobre sus espaldas?

Llegamos a una de las últimas casas asentada sobre una barriga de la loma, sin vecinos al frente salvo unos árboles de naranja y algunas plataneras.
—Aquí me quedo yo —me dijo la mujer—. Usted, siga por ahí.
—¿Por ahí?
—Sí —enfatizó, moviendo su mano en un zigzag cuya claridad no encontraba correspondencia con la pequeña red de caminos improvisados que tenía frente a mí.
—Muchas gracias —le dije, pensando en esperar prudentemente a que ella entrara en su casa para dar media vuelta y buscar el camino oficial.
Pero, puesto que ella seguía allí, de pie, esperando a que yo retomara el sendero que me proponía, comencé a avanzar como pude, tratando de evitar entrar en las otras casas, que era a donde me parecía que conducían los escasos atajos reconocibles.
—¡Por ahí, siga! —me decía ella, en voz alta, desde abajo, como empujándome hacia la cima con sus propias manos. De esa manera, poco a poco, fui encontrando el camino, que contorneaba ya las faldas rocosas del propio cerro.

A partir de allí hacia arriba no había más casas. La fuerte pendiente no permitía construir, y seguramente esos eran ya terrenos del parque público, en los que estaría prohibido asentarse. Pronto, el sendero que había tomado desembocó al nuevo, aún poco transitado. Esporádicamente me topaba con otro caminante, pero la mayor parte del tiempo pude disfrutar de completa soledad en el ascenso. El camino corría por la montaña convertida desde hacía décadas en potrero, y solo en ciertos pasos cruzaba precarias arboledas de pinos y eucaliptos. Algunos jardineros solitarios sembraban plantas y arbolitos nativos, queriendo devolverle a la montaña su aspecto original.

Me di vuelta y observé la ciudad extendida sobre el fondo del valle. Era imposible escapar a esa visión de la enorme hondonada. A ella acuden siempre las miradas cuando se asciende por las montañas que la rodean. La profundidad de la gran cuenca ejerce fuerza sobre sí misma. Pareciera que quiere retener al caminante y evitar que gane las cimas, y que, quizá, llegue a deslizarse por fuera para nunca más volver.

La senda estaba hecha en piedra, al estilo de los antiguos caminos indígenas que por allí mismo comunicaban el fondo del valle con el altiplano oriental, donde había minas, tanto de sal como de oro. Los primeros españoles en llegar al valle, liderados por el mariscal Jorge Robledo, enviaron una pequeña comisión para explorar esa red de caminos, y de acuerdo con la admiración que esta les suscitó decidieron evitar internarse por ellos. Pensaron que el pueblo que los había construido debía ser no solo numeroso, sino quizá bastante avanzado como para arriesgarse a enfrentarlo en ese momento. De modo que resolvieron seguir de largo, hacia el norte, buscando las renombradas minas de oro de Buriticá, en el vecino valle del río Cauca. Para ese entonces, ahora se sabe, no existía ya esa gran civilización que al parecer pudo haber hecho los senderos. La maestría de la obra aplazó sin embargo el contacto de los nativos del altiplano con el recién llegado español.

El cielo estaba despejado pero no me fiaba. Justo por encima de las montañas del oriente solían aparecer los grandes aguaceros, que avanzaban sobre la ciudad como telones móviles de agua.

A media tarde arribé por fin a la cima. Dos jóvenes que habían llegado allí en motocicleta —por otra vía hasta cierto punto transitable— me pidieron que les hiciera algunas fotos con la ciudad al fondo. Cuando se despidieron el cerro quedó para mí solo.

El pináculo era pequeño y estaba cubierto de roca viva y tierra suelta, con una imagen de la Virgen de la Candelaria presidiendo la vista sobre la ciudad. A sus pies la roca tenía un aspecto sedoso de color verde, y brillaba al sol como la piel cuarteada de un elefante que juega en el agua. Era la misma roca que tantas veces había visto en mis caminatas por el altiplano de Santa Elena, trescientos metros más arriba del cerro, sobre la cresta de la montaña oriental. Entre los geólogos se conoce como dunita, una roca que por su composición puede ser parcialmente diluida por el agua para formar cavernas y oquedades.

Justo detrás de la virgen había una de esas cavernas. Era un agujero de bordes lisos y rectos marcados por las fracturas de la roca, que se profundizaba de manera escalonada con un tamaño suficiente para alojar dentro a un pequeño grupo de personas acuclilladas.

Se me vino a la mente la historia griega del oráculo de Delfos, ubicado también en una ladera que reina sobre un valle en su parte baja, y que a su vez se encuentra tutelado en su parte alta por una cima mayor, el monte Parnaso. La leyenda dice que sobre una grieta abierta en la roca solía ubicarse una mujer, la pitonisa, quien, ebria de los vapores que exhalaba el subterráneo a través de la fisura, expresaba en palabras confusas los mensajes de los dioses.

Siempre me han gustado ese tipo de historias en las que el hombre se acerca a la naturaleza a pedirle consejo. En el caso del oráculo de Delfos se dice que en tiempos inmemoriales habitaba allí la diosa Gea, quien a través de una serpiente pitón predecía el futuro de las gentes. Apolo, al dar muerte a la serpiente, se erigió como el dios del santuario, donde luego sería construido un templo en su honor. A las primeras adivinas se les llamó sibilas, y luego simplemente pitias o pitonisas. Estas ejercían su adivinación sentadas sobre un trípode, entre cuyos apoyos corría la traza de la grieta vaporosa.

La dunita es una roca que proviene de la parte más profunda de la corteza oceánica, a unos diez kilómetros por debajo del piso del mar, allí donde comienza el manto de la Tierra. Y habría ascendido a la superficie gracias a las aberturas continentales que se producen en los márgenes de las placas tectónicas. Nuestras cordilleras son producto del choque de dos de esas placas, y el cuerpo de dunita subió hasta nosotros aprovechando esa fractura en la corteza terrestre. Después de su viaje desde muy profundo en el subsuelo la roca vino a formar buena parte de las montañas del oriente de la ciudad, internándose en el valle de Aburrá hasta media ladera. El núcleo del cerro Pan de Azúcar y sus alrededores están hechos de su antigua materia. La dunita es un mensajero de los confines de la Tierra. De ahí mi fascinación por esa roca y sus oquedades, que al encontrar resonancias en los mitos parece que en cualquier momento nos pudiera hablar.

El cielo, atípico para ese momento de la tarde, permanecía completamente azul. Una brisa fresca me hizo sentir a gusto, de cara al paisaje que se abría ante mí. El oráculo y yo nos hacíamos compañía en silencio frente a la ciudad.

Para algunas personas el Pan de Azúcar es un volcán, que explotó en 1987. Es cierto que en ese año uno de los flancos del Pan de Azúcar se desgajó y sepultó parte del barrio Villatina, ubicado a sus pies. La lengua de piedra y tierra golpeó las casas por el costado con una violencia inmisericorde. Sin embargo, el desastre no había tenido que ver con volcanes ni con nada parecido. Aguas de la temporada de lluvias, y de una acequia improvisada que pasaba por la cintura del cerro, se fueron colando por entre las fracturas naturales de la roca. La tierra ya floja de ese perfil de la montaña terminó por venirse abajo. Tres manzanas del barrio fueron arrasadas y cerca de quinientas personas murieron.

Di pasos sobre el pináculo rocoso, como midiéndolo, y poco a poco conseguí desprenderme de la magnética vista del fondo de la hondonada. Detrás del cerro había aún una zona amplia sobre la montaña, antes del ascenso final hasta la cima. Desde la ciudad, esta parte permanecía oculta a la vista. Me interné un poco por allí, por un camino de tierra amarilla, y anduve de un lado a otro sin ningún interés en especial. Pasaba cerca de las pequeñas casas fincas esparcidas por el lugar, bastante separadas unas de las otras. En ocasiones me cruzaba con alguien y nos saludábamos, o sosteníamos una corta conversación sobre a dónde llevaban los diferentes caminos.

De repente, una ráfaga de viento frío me golpeó el rostro. Miré hacia la cresta de la montaña y vi que un nubarrón oscuro comenzaba a asomar como las alas enormes de un murciélago. Todo el borde del costado oriental del valle se cubría de una gruesa capa de nubes negras. Era hora de volver a la ciudad.

Bajo las indicaciones de un hombre comencé a descender por un atajo que se iba internando entre los flancos de una quebrada, al costado mismo del Pan de Azúcar. Al andar, el cerro quedaba a mi derecha, cada vez más alto. Era un descenso empinado y el bosque levantaba sobre él una muralla salvaje. A medida que avanzaba era como si esa parte de la montaña cayera un escalón más hacia la oscuridad. De repente estalló un trueno y me detuve a mirar el cielo. Más que desplazarse, las nubes de plomo se encrespaban sobre mi cabeza. Continué, acelerando el paso. A partir de cierto punto la ciudad asomaba a retazos por detrás de los matorrales, y, gracias a esa perspectiva, los pájaros, que cantaban inquietos, parecían volar de un techo a otro de las lejanas construcciones.

El viento frío comenzó a soplar más fuertemente montaña abajo, encañonado entre las dos paredes del terreno que enmarcaban la quebrada. Me abordó la inquietud y pensé en dar marcha atrás. Un halcón que chillaba llamó mi atención. Tenía unos polluelos a los que incitaba a seguirlo en sus audaces vuelos, como si quisiera precisamente sacarlos al calor de la lucha contra el aguacero que se avecinaba. Comenzó a llover sin fuerza y decidí continuar. El camino de tierra se puso resbaladizo y era necesario dar pasos más cortos y cuidadosos. Un relámpago iluminó de repente la penumbra de la tarde y suspendió el tiempo, hasta que se descargó un poderoso trueno que hizo temblar la montaña. En la parte baja se veían los techos de algunos ranchos recién armados con plásticos y madera sobrante. Escombros o piedras repartidas por la cubierta intentaban impedir que se la llevara el viento.

La lluvia aún era suave y a duras penas alcanzaba a mojarme. Más que caer, parecía manar del cielo a lo largo de una pesada cabellera. Al contrario, en las cabeceras de la quebrada no podía distinguirse el límite entre la montaña y las nubes. Tierra y cielo estaban unidos por un solo muro gris de lluvia torrencial. Alumbraban rayos uno tras otro, a veces marcando una trayectoria y a veces como lamparazos de una luz primitiva y caótica. Me cubrí con mi impermeable y seguí descendiendo junto a la corriente. El arroyo se veía bajar cada vez más fuerte y revuelto, lleno de hojarasca.

Entonces se largó el verdadero aguacero. Un gran felino arañaba con sus garras los nubarrones que colgaban en el firmamento. Ráfagas de agua me golpeaban la cara. Con un ruido semejante al de vasijas de arcilla que se quiebran, los truenos se sucedían en medio del clamor de la lluvia.

El arroyo, no obstante, mermó su caudal. Era un signo inequívoco de que el agua se había represado en algún lugar en la parte superior. Probablemente, márgenes derrumbadas de la misma quebrada habían caído sobre el lecho y obstaculizaban la corriente. Un peligroso embalse se formaba oculto entre el bosque de las cabeceras del arroyo. Una vez se rompieran los diques naturales se desataría una avalancha, derramándose con todas sus fuerzas ladera abajo. Comencé entonces a ascender en línea recta por uno de los flancos agrestes del cerro para volver a la cima, acosado por el temor de ser arrollado por la avalancha. Mientras tanto, la lluvia arreciaba en ráfagas aún más furiosas y los relámpagos caían como flechas en el corazón de la tierra.

A medio camino del pináculo, con el pulso del corazón en la garganta, me detuve y di media vuelta, esperando la furia desatada del agua. De repente, una especie de chasquidos de lo que parecía ser lodo golpeando sobre piedras, antecedió a una lengua amarillenta de agua espesa que iba arrasando con lo que encontraba. En desenfrenada carrera la avalancha se dirigía hacia la ciudad. El arroyo crecía desmesuradamente más allá de cualquier proporción imaginable. La riada incesante hipnotizaba mi mirada. Las aguas comenzarían a inundar las casas más altas del barrio; las tablas de las paredes y las hojas de chapa metálica de los techos se amontonarían en la orilla de la corriente como moscas muertas.

Subí hasta la cima a grandes zancadas, resbalando y tropezando, y al llegar vi que la borrasca no sucedía solamente allí cerca del cerro, sino en todas las quebradas del valle. La ciudad entera se hallaba bajo un velado resplandor. Los truenos balaban como animales de otros tiempos, el viento aullaba. El sol fue desapareciendo y el profundo valle se envolvió en tinieblas. Salté dentro de la cueva de roca y me agazapé. Un vaho cálido me acogió y me adormiló, mientras veía pasar por mi mente el mito del diluvio, que para los antiguos dioses no era más que un volver a comenzar. Podía ver, aun con los ojos cerrados, cómo la lluvia no dejaba de caer sobre la corona de cimas que rodea el valle. Las fuentes de los arroyos eran inagotables. Las quebradas se hinchaban como branquias y arrojaban sus aguas hacia el fondo de la hondonada. El mar lejano parecía haber surgido del subsuelo para alimentarlas. El río Medellín, aventajado por la irrigación, dejó pronto su curso para crecer sobre las calles, las casas y los edificios más altos, en la medida que subía por las laderas, tragándose las mismas riadas que lo nutrían.

Estaba escrito que en la noche cerrada e ineludible se impondría el silencio. Y cuando el sol saliera de nuevo derramaría su luz sobre la tersa superficie del agua inmensa. Las montañas de oriente y occidente estarían unidas de nuevo, como hace millones de años en la historia geológica, pero esta vez por el enorme espejo de agua que llenaría el gran valle de Aburrá. Solo quedarían visibles los cerros más altos, donde viven los vientos, donde esperarían las aves, mirando atónitas ese renovado sosiego.

Pero también estaba escrito que llegaría el momento en el que las aguas tendrían que descender de nuevo, porque hasta las iras más grandes se aplacan. Las fuerzas cederían y todo volvería una vez más al comienzo. Ese poder renovador del diluvio, consignado en los primeros textos de la humanidad, escritos por sumerios y babilonios, estaba allí, en el valle y en sus mudables hilos de agua, latiendo para mí. Era el último aullido de mi oráculo personal que habita en las montañas orientales, del gran tigre que arquea su lomo bruscamente, como para hacer fácil el trabajo del viento.

De repente la lluvia, los relámpagos y los truenos cesaron. Ya no se desbordaban más los embalses celestiales. El agua de la quebrada fue bajando su caudal lentamente hasta quedarse en un nivel alto y turbio pero sin riesgo. La noche se vino encima y las luces de la ciudad se veían titilar a lo lejos.

Salí por la parte baja del cerro y anduve por las vías estrechas. En un punto donde la calle se interrumpía por obras civiles debí tomar un sendero peatonal que se alejaba momentáneamente de la vía. En las ramas de los árboles de un solar me pareció ver que colgaba aún el limo del fondo del gran lago, que en las sombras de la noche mostraba formas humanas. Sobre la madera del improvisado pasamanos estaba posada una gallina ciega. Me detuve a mirarla, como transportado, hasta que pasó otra persona que venía de subida y la espantó. Allí donde el ave estaba posada, sus delicadas huellas, que aún no se secaban, parecían insinuar por breves instantes la fuerza de la lluvia tempestuosa y el olor de la montaña mojada, y, aún más, la promesa de una nueva vida sobre la tierra revuelta. UC

El velo que
cubre la piedra

Este texto hace parte del libro El velo que cubre la piedra. Relatos de Ignacio Piedrahíta. Fotografías de Carlos Felipe Ramírez. Atarraya Editores, 2018.

Cerro Pan de Azúcar. Juan Fernando Ospina, 2015.
Cerro Pan de Azúcar. Juan Fernando Ospina, 2015.