Número 102, noviembre 2018

Traductor trucado
Versiones oscuras de una traducción
Julio Paredes. Ilustración: Tobías Arboleda

Tobías Arboleda

Esta historia se inició en 1998 y concluyó en 2008. Durante ese año de 1998 trabajé en la traducción del libro The Island of the Colorblind del escritor, médico y neurólogo Oliver Sacks (fallecido hace poco) y cuya versión final, La isla de los ciegos al color y la isla de las cicas, saldría publicada en febrero de 1999, en la colección Biografías y documentos de Editorial Norma. Para esa misma época, existía entre Norma y la editorial Anagrama, de España, un acuerdo tácito de colaboración con las traducciones y que consistía, en rasgos generales, en que si alguna de las dos editoriales trabajaba en la traducción de algún título interesante se la ofrecía a la otra para que la evaluara y, si se daba el caso, publicarla de manera simultánea. Supe, en su momento, que Anagrama recibió la traducción mía, enviada por correo en un disquete, y, aunque alcancé a emocionarme con la posible publicación, pasados varios meses la editorial anunciaba que había decidido hacerla por su parte y me olvidé del asunto.

El caso fue que, para decirlo de alguna manera, la traducción que yo había hecho continuó con una trayectoria secreta que, a la postre, convertiría mi trabajo en una especie de apócrifo involuntario. Así, después de volver de unos años fuera de Colombia, y por una rara combinación entre la curiosidad y los simples circuitos de la llamada serendipia, a finales de 2006, es decir siete años después de la publicación en Editorial Norma, y visitando la librería de un amigo quise revisar un ejemplar de la edición de Anagrama. Para ese momento, esta era la única edición disponible en las librerías nacionales y extranjeras, así como la única versión que aparecía en cualquier bibliografía en internet y en algunas bibliotecas. Era, por lo tanto, la única traducción para consultar. Sin duda, esa habrá sido la razón por la que me dejé llevar. Además también estaba el hecho de que la edición de Editorial Norma estaba agotada hacía bastante rato.

Cuando abrí el ejemplar, me encontré con algo que nunca antes había visto en mi experiencia de editor y lector: una tirilla de papel recortada y pegada en la portadilla, donde aparecía el nombre del traductor. Aún recuerdo que la primera reacción fue ver la página a contraluz, un impulso inmediato como cuando se revisan indicios para descifrar un enigma policiaco. Y aún creo, también, que cuando vi mi nombre impreso en la página original, tapado por el otro, reaccioné más con asombro y, claro, desconcierto, que con disgusto. Tal vez imaginé que me encontraba con una “errata” inaudita para una editorial a la que seguía con cierta fidelidad.

Me llevé el libro y empecé esa misma noche un cotejo página por página entre las dos “versiones”. En esta primera revisión encontré, después de marcar con lápiz los párrafos, que más de tres cuartas partes de las páginas impresas, es decir unas 215 (para 352 folios en la versión de Norma, y 320 en la de Anagrama), coincidían, en promedio, en un ochenta por ciento. En las otras, aunque no eran párrafos en estricto literales, la coincidencia en el estilo era más que evidente. La misma sintaxis, los mismos adjetivos, las mismas conjugaciones, la misma puntuación. En síntesis, las mismas decisiones del traductor (o los traductores) a la hora de llegar a una versión final.

Resulta obvio que algunas traducciones paralelas de un mismo texto original coincidan en algunos momentos. Sin embargo, en este caso, varias de estas coincidencias tomaron una dimensión aún más inesperada; una concordancia casi improbable en esos particulares momentos del texto donde se evidencian las verdaderas decisiones del traductor como autor, pues son decisiones que se toman sobre la marcha. Así, resulta singular que en las versiones de dos traductores, separados en el tiempo y el espacio, haya, por ejemplo, notas de traductor semejantes. Por alguna razón se llaman así, Notas del traductor. Pero la afinidad “electiva” más insólita (y, por qué no, más bonita y divertida), aunque breve, fueron las dos líneas pronunciadas por el personaje Calibán en la obra La tempestad de William Shakespeare, citadas por Oliver Sacks en el libro: Be not afeard; the isle is full of noises,/ Sounds and sweet airs, that give delight and hurt not. En la traducción de Norma: No temas: la isla está llena de ruidos. / Sonidos y dulces melodías, que dan placer, y no hacen daño. En la de Anagrama: No temas: la isla está llena de ruidos, / sonidos y dulces melodías, que dan placer, y no hacen daño. La única diferencia: una sutil coma.

Por lo general en estos casos, cuando se trata de clásicos como Shakespeare, los traductores suelen usar traducciones anteriores, en ediciones establecidas, y pueden tomarse como referencia general. En este ejemplo, sin embargo, traduje directamente de la cita original en inglés y (así partamos del beneficio de la duda) resulta asombroso que dos traductores hayamos encontrado una misma manera de aplicar los adjetivos a las líneas de Shakespeare, con quien cada línea traducida es por completo impar frente a cualquier otra. Pero bueno, no podría agregarse nada más que la sensación de una lectura que se aproxima a la del Pierre Menard, el famoso nuevo autor de El Quijote, inventado por Jorge Luis Borges.

Después, en el mes de octubre del mismo año, 2006, envié por correo electrónico una primera carta dirigida al director de Anagrama, donde le expresaba mis inquietudes ante el accidental descubrimiento de la coincidencia estructural entre las dos versiones de La isla de los ciegos al color. Sería la primera de una serie de cartas y mensajes a los que nunca recibí ninguna respuesta. Envié el correo sucesivas veces y solo hasta cinco meses después, en marzo de 2007, recibí respuesta por intermedio de la jefe de redacción. Una respuesta inicial aún más insólita que los hallazgos de mi cotejo anterior, sobre todo desde una perspectiva editorial básica. Entre varias “aclaraciones” mencionaba lo siguiente: “En efecto, en nuestro poder obraba la traducción que Norma nos había ofrecido gentilmente, razón por la cual en el proceso de elaboración del libro se deslizó el error de la aparición de su nombre (énfasis mío), que subsanamos con el remedio de la etiqueta a la que usted se refiere, y que apareció en todos los ejemplares de esa primera edición”. Agregaba que “nuestra traducción no es la suya simplemente maquillada”.

Contesté aclarando que, desde un punto de vista de procedimiento editorial, lo que solía suceder era que el nombre del traductor NO APARECIERA impreso, pero, lo contrario, es decir, que apareciera, significaba que se había usado un archivo original, el mismo que Norma había enviado en disquete años atrás. La respuesta que recibí, y de la que reproduzco un fragmento, no necesitaría mayor aclaración adicional y contribuyó a reforzar la sensación de lidiar con un misterio bastante errático: “Pues la explicación es que en un principio se diagraman las portadillas del libro con su nombre porque la intención es utilizar la traducción firmada por usted. Descartado el hecho posteriormente, no se corrige la portadilla, y de ahí, repito, todo el asunto. Sí es tal vez un error de edición deplorable, pero no un error técnico imposible”. Poco a poco, todo el tema adquiría el entramado de una ficción.

Después de un largo tira y afloje (virtual, por supuesto), me había estrellado con dos circunstancias desalentadoras: una, que las opciones legales habían prescrito por la cantidad de años transcurridos desde la publicación hasta la primera reclamación a la editorial; la otra, que cualquier proceso debía llevarlo a cabo en territorio español. Escenario inviable. Consulté con algunos abogados expertos en derechos de autor y, por recomendación suya, en septiembre de 2007 (un año más tarde de mi infortunado descubrimiento) inicié un primer proceso de reclamación e indemnización por intermedio de un abogado en Colombia, cuyo primer resultado fue que, mediante una comunicación del abogado representante de Anagrama, la editorial aceptaba que se trataba de mi traducción y que pagarían lo que valdría esta en 1999, más un ajuste. Como el documento no contemplaba una respuesta justa a mis reclamaciones como propietario de la traducción, enviamos una nueva reclamación que, en esencia y en palabras del abogado, solicitaba una respuesta a “la infracción a la propiedad intelectual y los perjuicios económicos derivados de la misma, al reproducir y distribuir comercialmente sin su autorización la traducción de su autoría citada en referencia, así como al utilizar su nombre sin su autorización dentro de la edición publicada por Editorial Anagrama S.A. … que además es la única edición aún presente en el mercado, tanto de América Latina como en España… Igual o mayor gravedad aún reviste el hecho de haberse incluido el nombre de Julio Paredes como traductor del libro, y luego haber sido tapado con una tirilla de papel, pretendiendo atribuirle la autoría de dicha traducción a un tercero distinto del autor verdadero…”.

Para esa época, y por giros también de la casualidad, yo había coincidido con el director de la editorial en varios eventos culturales y editoriales en Bogotá y en un escenario aún más imprevisto en el Instituto Cervantes de Berlín, en junio de 2007, donde compartiríamos una agenda casi simultánea. Por razones que hoy en día no comprendo del todo, a pesar de tenerlo a unos pasos, evité cualquier acercamiento para mencionar el tema. Supongo que sería una situación “violenta”, como dicen en España, que llevaría a un vértice desfavorable para mis futuros y posibles intereses de reclamación. Además, había enviado con anterioridad otras cartas solicitándole un encuentro, pero, como siempre, estas quedaron sin respuesta.

En mi regreso de Berlín aproveché la oportunidad para hacer escala en Barcelona y visitar la editorial. Llevaba desde Bogotá, por supuesto, los ejemplares marcados de las dos versiones, prueba irrefutable de que se trataba de algo más que un simple malentendido o un “desliz” técnico en la diagramación del libro. A pesar de un testimonio visual, la editorial aún seguía manteniéndose en la veracidad de una traducción propia y no mi versión maquillada. Para ese momento yo había terminado la traducción de una extensa biografía de Primo Levi escrita por Ian Thomson, publicada por la editorial Belacqua en Barcelona. En ese caso, la editora me había enviado una carta donde establecía que la versión pasaría por una revisión de algunos de los modismos y de los términos para “adecuar” el texto a los lectores peninsulares. Caí en cuenta entonces de que la versión de Anagrama parecía, en efecto, un texto que hubiera sido revisado para cumplir con esta misma expectativa, pues, de hecho, muchos de los párrafos en la versión de Anagrama no coincidían de manera literal con los de Norma.

Finalmente, en febrero de 2008, y en vista de que no había manera de encontrar un acuerdo justo y que se correspondiera a mis derechos de autor, tomé la decisión de escribir a la agencia dueña de los derechos de traducción de las obras de Oliver Sacks. En una respuesta un tanto melancólica aunque casi inmediata, la agencia contestó que no podían hacer nada al respecto, pero que mencionarían el asunto a la editorial. Como una especie de detonante en negativo, una implosión, el abogado de Anagrama pidió ponerse en contacto conmigo por teléfono. Así, en noviembre de 2008 me llamó y, palabras más, palabras menos, me comunicaba que el director estaba muy molesto por lo que había sucedido con la agencia de Oliver Sacks, que cerraba todo contacto y posible arreglo (si acaso me reconocerían dos mil euros) y que, si aceptaba, debía firmar un papel comprometiéndome a no hablar del caso. Como la sugerencia me sonaba a una mezcla entre amenaza y burla, le solicité al abogado que me enviara esta “propuesta” por escrito para estudiarla con calma. No recuerdo si me contestó algo en ese momento, pero, obviamente el documento nunca llegó y, claro, de esta conversación telefónica no quedó ningún registro.

Y hasta ahí llegó la historia de los diez años de reclamaciones. Un final que, con el paso de los años, me ha hecho pensar en que (parafraseando una línea del escritor argentino Tomás Eloy Martínez) en toda traducción hay una traición. Engaño o falsía que, en casos como este, no solo tienen que ver con el “traslado” de un original a una lengua extraña, sino con el uso olímpico de otro original. Recordemos que la traducción también guarda un fuerte sesgo colonial. Quizás el hecho más singular en este escenario sea la chapuza con la que Anagrama quiso remediar la errata “involuntaria”. Es inevitable soltar una sonrisa. Un descuido que años más tarde, y como en un juego de espejos, me sucedió con otro editor aquí en Colombia quien, por el contrario, olvidó poner mi nombre en la portadilla de una traducción de un libro de Thomas Cahill. En fin. Como suele afirmarse, en el universo editorial abundan los fantasmas y los espíritus burlones.

La isla de los ciegos al color

El libro y la versión de Anagrama se ha seguido editando y reimprimiendo. Hace poco, en la Feria del Libro de Guadalajara, encontré los nuevos ejemplares limpios, sin rastros de la tirita de papel. En un último esfuerzo, resultado más de una inercia sin ningún ánimo por encontrar una respuesta que no fuera condescendiente ni cínica, escribí esa misma noche un correo a la editorial italiana Feltrinelli que, según me enteré, había adquirido las acciones de Anagrama. Palabras que como las que alguna vez traduje de La tempestad, no causaron ningún efecto y, por lo tanto, ningún “daño”, excepto a quien las tradujo.

Quienes traducen libros saben que esta profesión, o este oficio, adolece de un reconocimiento a medias, secundario, y, por encima de todo, no muy bien pago, si se tiene en cuenta la relación inversamente proporcional entre el tiempo destinado a investigar, corregir y reescribir y el saldo final a favor de quien traduce. Si agregamos la variable de los derechos de autor, el asunto adquiere una dimensión casi ontológica, pues habría que sumergirse en una discusión sobre la “obra original” frente a la “obra derivada”, o a la “versión”, que no sería esta última, por esencia, una obra propia, escrita y firmada por un nombre concreto, dueño y señor del manuscrito final. Por otro lado, se trata de un oficio que se sostiene sobre una paradoja incierta: ser una especie de sombra sin lenguaje propio y sin embargo con eventual prestigio.

En mi experiencia como traductor, después de veinte títulos, entre ficción y ensayo, y a lo largo de veinte años, quizás el asunto más desconcertante a la hora de entender una fenomenología del traductor ha sido el de la condición de ser alguien que escribe en y desde la sombra. Un ghost writer, para decirlo en una de las acepciones del término. Y no lo afirmo en un sentido meramente teórico, pues mi nombre y, por encima de todo, mi trabajo con una de las traducciones más complejas en las que he trabajado, quedaron en la definitiva penumbra y sin ningún reconocimiento.UC