Número 102, noviembre 2018
Un diccionario de costumbres, miedos, remedios, placebos y atrevimientos. Letras capitulares para leer pensando todo el tiempo, caminando en zigzag como dicen acostumbran los filósofos. Una pequeña biografía letra a letra. Elegimos cinco entradas de un abecedario personal. Algo más que un análisis grafológico.
 

Días de inercia
Lizeth León. Ilustraciones por la autora

Ilustración Lizeth León

Quiero, pero no puedo. No es por pereza ni por elogiar la quietud, tampoco es pesimismo ni desesperanza. No siento impotencia, no es por terquedad, no me falta carácter ni voluntad. No es que prefiera el reposo o que me pueda la carencia, no es ausencia ni impotencia. No me faltan motivaciones ni personas que me alienten. No es gadejo, no aspiro a la condescendencia. No es reticencia ni capricho, no carezco de creatividad. No es falta de disciplina ni excesos ni malos hábitos. No es que no trate, me sobran intenciones, no es que quiera pensarlo demasiado. No es inconsciencia ni ignorancia, sé justo lo que debo hacer. No es por sibarita ni por diletante ni por gracia del dolce far niente. No es por falta de ocupaciones, no es exceso de rutinas ni ausencia de ellas. No es por gusto, ni siquiera por elección, no es por regodearme ni por vanidad. No tengo grandes expectativas, mas no carezco de ambiciones. No es baja autoestima ni desconfianza, no es que me puedan los miedos. No tengo mis reservas, no ando en busca de placebos, no es que crea demasiado en los milagros. No es mala suerte, no es mal de ojo, no es que me entregue a la superstición. No es por encierro ni por rechazar ayudas, no es que no hable lo suficientemente fuerte. No es renuncia ni privilegio, no es delicadeza o flojera a secas. No es estrechez mental, no me faltan aspiraciones, no se trata —simplemente— de no tenerme fe. No es que me abandone ni que me pueda la nostalgia, sé hallar regocijo en los éxitos pasados. Sigo las recetas, no me salto medicinas, no se trata de pedirme demasiado. No es temor al qué dirán, no es por vergüenza ni por timidez. No es por creer en Marte retrógrado, no me obsesiona la fatalidad, no es incapacidad de ver todo lo bueno. No es por repetir la historia ni por confiar en el determinismo, no es que me entregue al azar o que prefiera el destino. No es por justificarme ni por evadirme, no espero salvadores ni máscaras de oxígeno. No preciso razones para convencerme, no es la palabra de otros contra la mía. La inercia es otra cosa. No se puede caminar hasta una isla. No hay manera de trazar caminos para quien no tiene cómo recorrerlos.

Ilustración Lizeth León

Los demás quieren que luchemos. Aun cuando el peso parezca demasiado y la corriente adversa y la marea alta. Aun cuando no sepamos nadar o, incluso sabiendo, los músculos se nieguen a responder el teléfono roto de los impulsos nerviosos. Los demás nos piden encarecidamente que luchemos. Las redes se llenan de superhumanos que combaten las enfermedades, de una nueva raza que no se identifica con los diagnósticos y que hace de la fe un arma potente que se alimenta de rituales cotidianos. Hay que mantenerse a flote, hay que resistir a toda costa. No puedes permitirme el privilegio del egoísmo: vivir no es un acto hedonista. Abandonarse es cortar la foto, negarse a los demás (esos mismos que te piden que luches como sea). Cuestionar la lucha a menudo es una ofensa. ¿Quién eres tú para despreciar las salidas que de buena voluntad te presentamos? ¿Quién eres, acaso, para cuestionar el sentido de la lucha? Salvador Benesdra comienza El Camino Total diciendo que la depresión solo se combate cediendo a ella, “dejándose invadir con libertad absoluta por la sensación del derrumbe”. También decía, ya no en el libro, que los extraterrestres vendrían a robarse un obelisco en Buenos Aires. Tiempo después (de una cosa y de la otra) se lanzaría por la ventana de su apartamento. A pesar del desenlace y de los delirios, Benesdra creía en la necesidad de mantenerse a flote (no desde el pataleo propio del instinto de supervivencia, sino desde la naturalidad del Principio de Arquímedes). Hace poco, en medio de una charla, me preguntaron qué me pediría si fuera mi propio dios tutelar. Lucidez y voluntad, dije. La lucidez es la virtud de la conciencia. Me pregunto si la lucha no es un recurso mecánico, la burda terquedad de persistir en el mundo. Me pregunto por los límites del fluir y su vecindad con el peligroso autoabandono. Puedes saltar por la ventana, derrotado y eufórico o persistir mediante juegos para entretener la mente. Poco me importan las acciones tanto como sus sentidos y para mí el sentido se revela cuando puedes ver. No quiero fuerza ni un rosario de motivaciones. Todas las noches, frente a mi imagen bendecida, pido entre oraciones poder ver.

Ilustración Lizeth León

De niña tuve dos miedos irreconciliables: oscuridad y fuego. A menudo me dejaban sola en casa y a menudo se iba la luz. Quise combatir el miedo a la oscuridad bordeando el miedo al fuego. Nunca pude, era incapaz de encender un fósforo. ¿Cómo se hace si no es tomando su cabeza para que roce la superficie rugosa de la caja? ¿Cómo se hace si no es dejando que el dedo que la toma toque el fuego por un segundo? ¿Cómo se vence el miedo si no es adentrándose al miedo mismo? ¿Cómo resistir a la oscuridad sin permitir que la luz amenace? ¿Cómo esquivar la amenaza sin dejarse invadir por la ausencia de luz? La oscuridad, por su parte, me petrificaba. Afuera todo se movía con una voluntad desconocida: las sombras, los reflejos, los objetos habitualmente inertes. Todo menos yo. Incluso mi respiración se convertía en una entidad ajena y al acecho. Mi cuerpo no lograba responder a ningún dictado mental en parte porque mi mente también se paralizaba. La oscuridad lo invadía todo, como si robara de mí el movimiento para otorgárselo a aquello acostumbrado al reposo. La madera crujía, los muebles rechinaban, mi propia sombra caminaba más allá de mí. Pierre Soulages lo llamaría la negación del negro, la luz secreta; la oscuridad que es capaz de iluminarlo todo por gracia de quien la absorbe. De alguna manera, en mi parálisis, me entregaba a ella. Tal vez el movimiento me convertía en amenaza, tal vez solo trataba de ser amable con esos que desde su quietud cotidiana me observaban. Tal vez creía que estando inmóvil nada se acercaría lo suficiente. Pienso en ese tipo de oscuridad a la que ya no temo. Logro moverme en ella y mi sombra conmigo; los objetos responden a las leyes de la física. Pienso en otro tipo de oscuridad que aún me asusta: una que viene de mí y que evito (con la pirotecnia de las ocupaciones, con compañías que encandilan). Un día soñé a Pessoa decir “escribe de espaldas a la ventana”. Tal vez para que mi sombra se proyectara de frente y, como Soulages, viera la claridad que de ella emana (la luz pictórica cuyo poder emocional animaba su deseo de pintar). Lo dijo Chirinos, el poeta: “el exceso de luz oscurece / cuídate del brillo cuando estés solo y sin luz”.

Ilustración Lizeth León

A diario veo imágenes del amor: amores nuevos y gastados, amores que ignoran su propio tiempo. Todos brillan, sin embargo. En todos reside la promesa del antídoto efectivo. Solo quienes quieren ser salvados se entregan al amor, porque en la entrega está la convicción del kamikaze: ese coctel de fe y de voluntad que no se rinde al miedo. En los momentos de parálisis carezco de amor. Hace falta fe para prescindir de evidencias; hace falta voluntad para que la acción se transforme en sentido. No sé cómo reparar el mecanismo. El amor es una voz activa que funciona por la gracia misma del querer. Dice Joan Didion: “Si tienes ese sentido del valor intrínseco de ti mismo que constituye el amor propio, se puede decir que potencialmente no te falta nada: ni la capacidad de discernir ni la de amar ni de la permanecer indiferente”. La depresión es exactamente eso: incapacidad de discernir y de amar; el reino de la indiferencia. Las mañanas bajo las cobijas se hacen largas, el cuerpo no logra sostener su propio peso. Todos los vasos cargan una tormenta, la piel se hincha, el espejo deja de darnos bendiciones. Nos negamos a responder las llamadas para no escuchar la propia voz, todos los mensajes traen la obligación de dar explicaciones. Una conversación simple se transforma en ahogo, el tiempo libre toma la forma del vacío. Todo ocurre afuera, menos en nosotros; los planes siempre están del otro lado. Dejamos de hacer parte de la foto, los consejos nos ofenden, el afecto nos abruma. Todo duele, el cuerpo duele, nunca antes nos sentimos tan vivos. La vanidad nos abandona, el estilo se vuelve en nuestra contra. La cotidianidad se llena de victorias épicas: levantarse por fin, pagar las facturas, lavar los platos. El futuro es un hueco en el pecho capaz de invocar el llanto. Las horas son un cúmulo de enajenación: en frente la barra de texto titila, en la calle pasan rostros que son tan solo manchas. Nos preguntamos a diario si saldremos, si es posible reparar el mecanismo. Buscamos en nosotros el amor justo como el perro que se muerde la cola.

Ilustración Lizeth León

Me avergüenzan las autofotos en lugares públicos. Me avergüenzan porque subrayan la soledad ante los otros, porque la maquillan para capturarla, porque vuelven profano un ritual privado: el de falsear los gestos hasta la conformidad del resultado. Muchas veces me he preguntado si en verdad soy tan bella como en mis mejores fotos o tan poco como en aquellas que no publico. Y me lo pregunto del mismo modo en que cuestiono o creo en mi talento para escribir, o en la voluntad de salir de la parálisis (salir, como si la depresión fuera la decisión de entrar). Todos los caminos conducen al yo: el psicoanálisis, las drogas, la meditación, el amor, el suicidio, la ira, Internet, el sexo, la metafísica, los viajes, la superstición, los oficios, la depresión, los antídotos, los placebos, la duda, la política, la muerte, la religión, los diarios, las rutinas, la ciencia, la moral, las fotografías. Pretendo el yo, lo busco, lo exprimo, lo atravieso, lo proyecto, lo divido, lo contemplo, lo evado, lo quiebro, le huyo, lo reflejo, lo anticipo, lo cuestiono, pero nunca lo capturo, nunca se me abre. El lenguaje se repliega sobre el yo, se materializa en la primera persona del singular. El dolor solo existe ahora y en nosotros, y cuando digo nosotros me refiero a mí misma. La nostalgia puede ser solo una forma irracional de negarse a la ausencia en el pasado ajeno, así como la felicidad es el lobo con piel de oveja en el universo de la convivencia. Anhelamos el amor porque queremos sentirnos menos solos, aunque seamos incapaces de comprenderlo. Somos átomos que se juntan para pretender la sensación de solidez. Todas las creencias y explicaciones son la afirmación de una misma patología: la enfermedad del yo. En Argentina hay 198 psicólogos por cada cien mil habitantes y en la capital casi cualquiera tiene terapeuta como si fuese un tótem personal. Yo misma me he escuchado decir mi terapeuta en frases íntimas que revelo a los amigos. Quizás el posesivo sea la forma pública de asumirlo, aunque se parezca al acto de tomarse una foto mientras los vecinos contemplan con morbo la falsedad del momento.UC