Número 102, noviembre 2018

El problema de los gruesos
Marvin Santiago. Ilustración: Titania Mejía
 

Pantalón de poliéster, camisa blanca hastiada de almidón, corbata de fondo granate y bléiser café. Esa era la ropa que colgaba de la raquítica figura del académico Antanas López, que caminaba desorientado por las calles cercanas al Parque de Bolívar. El taxista amenazó con sacarle la cruceta cuando Antanas le insinuó, con descaro, que tenía un billete difícil de quebrar, y por eso lo dejó en una ye que se forma en la calle 56 antes de llegar a la carrera 49, cuando el taxímetro todavía no marcaba la mínima. El nivel de malas pulgas del taxista lo dejó pasmado, aun más que el hecho de estar desorientado, algo bebido, y que apenas fueran las once de la mañana. En esos momentos comenzó a pasársele la alegría que lo invadió, más temprano, cuando recibió en el banco aquel billete fresco, recién impreso y de la más alta denominación que jamás se haya visto.

Después de un par de pasos, este espécimen ajeno a la fauna callejera de los alrededores, experimentó un profundo descanso al ver la inmensa mole de ladrillo de la Catedral Metropolitana. “Pero Amariles me las va a pagar…”, decía con los dientes apretados, y vociferando cruzó el atrio de la catedral hasta salir al costado derecho del parque. El cielo reventaba en un azul casi impoluto, que era acompañado de una chispa intensa que parecía incitar a las fibras de poliéster para que revirtieran su proceso, y así convertirse de nuevo en crudo.

Antanas López vio por fin la entrada del Teatro Lido, contó tres negocios hacia atrás, y en el cuarto preguntó por los famosos cigarrillos acanalados. Quien lo atendió, ya advertido por sus amigos de los policías encubiertos que buscaban contrabando, no dudó en fingir extrañeza:
—¿Acanalados? Pues yo ni sabía que existían, le cuento. ¡Carlos! —un hombre que acomodaba mercancía en altos estantes, trepado en una escalera, volteó la mirada—. ¿Usted sabe dónde venden unos tales cigarrillos acanalados?

Carlos tampoco supo dar razón después del guiño del otro. Antanas López preguntó por más cigarrerías y le dijeron que bajara por la calle que remataba el parque. Primero preguntó en la tienda El Piel Roja, después en VariedadesYuli y por último en la Cigarrería el Zarzal, cercana a la carrera Bolívar. Pero por acto de fraternidad entre colegas, todos fueron avisados de las intenciones del posible funcionario.

“¡Fue solo un vasito!... pero es que estaba en ayunas… pero fue un solo vasito de whisky”, se repetía para sí mismo, evitando prestarle atención a los atuendos que acostumbraba ver desde el otro lado de una ventanilla de carro, mientras presumía de estar haciendo etnografía. Ahora, frente a frente con las fieras de la calle, todo se reducía al paso apretado, a la mirada previsora; al estado permanente de alerta, porque, después de todo, las teorías de control social que tanto defendía eran tan poco prácticas en ese momento como los conocimientos de un zoólogo frente a frente con un felino desencadenado.

“¡Oh, sagrado Bentham!, ¿dónde carajos está tu panóptico?”, decía al agachar la mirada frente a algún peatón que venía en el otro sentido, y solo disimulando lo trémulo de su mano llevándola hacia sus medias barbas. Cuando regresó a la altura del parque de Bolívar, tomó la carrera Junín, que en ese tramo es peatonal. La vibración de una llamada entrante le estremeció el pecho, y al llegar a Versalles pensó entrar para contestar y pedir un café. La llamada era de Amariles, el profesor de urbanismo que lo había acompañado al banco más temprano, el mismo que le había encomendado comprar la caja de cigarrillos, y quien también le había dado el vasito de whisky. Amariles, en pocas palabras, era un bromista de primera, que al ver a su amigo aligerado por el alcohol, lejos de las bibliotecas, apostó que jamás podría conseguir una cajetilla de tan misterioso y prohibido cigarrillo, pues según él, carecía de astucia natural.

“Ganó. Pero venga y recójame a Versalles”, le dijo Antanas López revolviendo el azúcar de su café. Después de una grave carcajada, Amariles le recordó que los vasos de whisky habían sido dos, uno para cada uno, y por eso se le hacía imposible manejar. A la hora de pagar el café ocurrió un milagro: como el billete era el primero que el cajero del restaurante veía, decidió no arriesgarse, porque no podía comprobar su autenticidad, y también quiso ahorrarse el escándalo. “El tinto hoy es gratis para los corbatas, doctor”, resolvió el cajero sin mucho aspaviento. Antanas López, con las tripas vacías y el alcohol ya por todo el torrente sanguíneo, dio por verdadera la promoción y salió con rumbo al metro, donde seguro no habría contratiempos por el cambio, y porque más taxis no quería soportar por ese día. Pero antes, en una de aquellas casetas de flores, se enamoró de un ramo de rosas rojas y blancas, perfecto para su nueva conquista. Al momento de sacar el billete, no hubo tiempo de que la florista lo rechazara, pues un espíritu de liebre en otro cuerpo humano se lo arrebató de los dedos, y él salió corriendo tras el rapaz con la esperanza viva y el sentido común adormecido por un letargo etílico. La persecución cruzó La Playa, continuó por Junín hasta que el escapero se escondió por los lares de La Bastilla. Antanas López, cansado y con algo de alcohol ya transpirado, recordó que, aunque lograra conseguir de nuevo el billete, sus deudas en las librerías que allí se encontraban superaban por mucho el valor de lo que recuperara, y prefirió huir de sus acreedores antes que seguir la persecución. Sin más, se devolvió hasta la Calle del Pecado, el costado izquierdo de la iglesia de La Candelaria, entre casetas atestadas de películas para adultos, mujeres que miraban con recatado desdén, hombres con ojos camaleónicos, y niños atónitos que poco entendían de lo que dejaban ver las carátulas. Atravesó el Parque de Berrío sin que le importara ya su suerte de presa, llegó a la estación del metro, y en ese momento supo que su dignidad no le permitiría mendigar una sola moneda; entonces caminó por la carrera Bolívar hacia el sur, donde se encontraban algunas prenderías. “¡Adiós, querido reloj de bolsillo!”, fue una despedida que dolió bastante.

Sobre esa misma carrera estiró su desalentado brazo y detuvo un taxi.
—¿A dónde lo llevo, patrón? —preguntó el taxista.
Antanas López estaba distraído y no escuchó.
—¿A dónde lo llevo? —le repitió.
—A la mierda. Y tranquilo que acá tengo menuda —respondió Antanas López ya con la lengua menos entumida.

Fue necesario buscar otro taxi.UC

Ilustración: Titania Mejía