Número 102, noviembre 2018

En un balón de gas por el mundo,
surcando el cielo.
Entre tú y el rayo tan solo la delgadez
del cuero.

Harriet Monroe.

El Zepelín
Mauricio López Rueda. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina

El LZ Hindenburg puede haber sido el dirigible tipo zepelín más importante de la historia. Fue símbolo de la “supremacía” nazi y sobrevoló el estadio de Berlín durante los Juegos Olímpicos de 1936. También batió un récord al cruzar en dos ocasiones el Atlántico, hasta Brasil, en cinco días, veinte horas y 51 minutos. Sin embargo, en 1937, cuando se dirigía a New Jersey, Estados Unidos, una falla producida por una tormenta eléctrica, provocó que se incendiara y cayera. Murieron 35 personas en el desastre que, gracias a la fabulosa banda de rock británica Led Zeppelin, pasaría a la historia al ser la imagen principal de uno de sus primeros álbumes.

Entre los sobrevivientes del accidente del Hindenburg se encontraba el excéntrico millonario antioqueño José Domingo Garcés Naranjo, químico e inventor del mítico medicamento Urol, famoso durante la primera mitad del siglo XX porque, según decían, curaba cualquier problema en los riñones.

Garcés Naranjo comerciaba con el gobierno alemán, al que proveía de abundante cantidad de coca boliviana. Tan exitosa era su relación con el régimen nazi, que el mismísimo Hitler lo condecoró y lo invitó a que presenciara los Juegos Olímpicos del 36, justas en las que participaron cinco atletas colombianos sin ningún tipo de resultado para resaltar.

La noticia del accidente del Hindenburg no estuvo exenta de teorías conspiratorias. En los cafés, bares y cantinas de Medellín no se hablaba de otra cosa, sobre todo porque todavía estaba fresca en la memoria la muerte del Zorzal Criollo, Carlos Gardel, quien había muerto dos años antes en el aeropuerto Olaya Herrera, que acababa de perder el nombre corriente de Aeródromo Las Playas.

La familia de Garcés Naranjo tenía la mayor parte de sus tierras en Otrabanda, más que todo en el corregimiento de La América. El patriarca de la familia se llamaba Domingo y era conocido como Dominguito, y fue uno de los muchos ricachones que envió a sus hijos a estudiar a Europa en los albores del siglo XX.

Cuentan las malas lenguas que parte de la fortuna de José Domingo Garcés Naranjo se debió, más que todo, al robo de unas fórmulas químicas que un científico alemán trajo a Colombia después de huir de la Primera Guerra Mundial. Y que gracias a esas alquimias se fundó el laboratorio Garcol, en la quinta de la familia, subiendo por la calle San Juan, arribita del barrio Los Chalets, hoy conocido como barrio Lorena en la Comuna 11, Laureles.

Después del fatídico accidente del zepelín, José Domingo mandó a construir un barrio de varias manzanas alrededor de su quinta, y lo bautizó coloquialmente El Zepelín. El centro de la cotidianidad del pequeño barrio fue la esquina entre San Juan y la carrera que hoy se conoce como la 75. Bajo el arropo del tranvía y los pequeños camiones de servicio público que transitaban por San Juan, en ese lugar confluyeron, hasta muy avanzado el siglo XX, cinco grandes tiendas, un bar futbolero, una carnicería y los laboratorios Garcol.

La carnicería le pertenecía a Mariano Restrepo; el bar, llamado Boca Junior en honor al equipo más emblemático de La América en los años treinta y cuarenta, era de los hermanos Emilio y Alberto Acosta; y las cinco tiendas eran propiedad de los hermanos Jesús, David y Alfredo Cárdenas, de Juancho Velásquez y de Horacio Sierra, a quien apodaban Cacholo.

Las tiendas de ese entonces eran bastante peculiares. Eran a la vez graneros, cacharrerías y cantinas. Tenían en común grandes mostradores o mezanines de madera forrados con láminas metálicas, sobre los cuales se ofrecían los casados de bocadillo de guayaba con quesito; las marialuisas, los pasteles Gloria, los pandequesos Pizarro, la gaseosa Carta Roja y las galletas Cacorras, nombradas así porque al ser de trigo, panela y cubiertas de azúcar terminaban pegándose unas con otras.

En otras vitrinas se vendían cosméticos y, en otras, cigarrillos de todas las marcas, incluyendo las colombianas Piel Roja, Pico de Oro y Extra. Y claro, cómo no, se vendía el medicamento Urol, muy apreciado por los borrachitos.

La parte de la cantina se mantenía aislada por medio de cortinas, y se le conocía como “reservados”. Allí, los amantes del licor y el juego se quedaban tardes y noches enteras tertuliando y apostando, sin cruzarse con las mujeres y los niños que iban a la zona de víveres.

La esquina de El Zepelín gozaba de mucha agitación. Allí llegaban los arrieros con sus mulas a descansar, antes de continuar el camino hacia la Plaza Cisneros. También pasaban comerciantes provenientes de todo el país, e incluso de diferentes partes del mundo. Por ejemplo, con frecuencia se veía a un judío de nombre Abraham, quien solía vender perfumes traídos de París. Abraham fue uno de los primeros miembros de la familia Rabinovich, fundadora de Tejidos Leticia.

Otro judío, a quien llamaban el Míster, vendía caramelos. Primero les pagaba a niños para que fueran a las tiendas a pedir los dulces de su marca, y luego, aprovechando la demanda, iba donde los dueños para ofrecerles sus apetecidos confites.

Sin embargo, en esa esquina, no había lugar más popular que el bar Boca Junior. Allí se reunían cada fin de semana los integrantes del equipo del que hacían parte muchos de los jóvenes del barrio como los hermanos Vásquez: Horacio, Julio, Abelardo, Gustavo, Guillermo y sus primos Darío y Sigifredo; los hermanos Libardo y Mariano Rico; Ignacio Cano, Canito; Carlos Pulgarín; Guillermo Maya; Hernando Restrepo, Placeres; Jairo Orrego; Manuel Londoño; Toto González; Guillermo Vélez; Gustavo Mesa; Jesús Ortiz, Juanchunao; Benjamín Pérez y Alfonso ‘el Ché’ Piedrahita.

Sigifredo Vásquez y Mariano Rico también fungían como entrenadores. Muchos de los integrantes de Boca Junior lograron llegar al profesionalismo en la época del Dorado. En el DIM jugaron Ignacio Cano, Guillermo Maya, Libardo Rico, Horacio Vásquez y Hernando Restrepo. Carlos Pulgarín, el arquero, jugó con Deportes Caldas y Atlético Bucaramanga. Y el Ché Piedrahita hizo parte del Ballet Azul de Millonarios con Pedernera, Rossi y Di Stéfano.

En el bar, que tenía mesas de base redonda de losa o de peltre, y se sostenían en patas angulares de metal que formaban un hermoso trípode que evocaba la cintura de una bella bailarina, se escuchaba más que todo tango. Abría desde las nueve de la mañana y se cerraba después de la medianoche.

Grandes cracks de la primera época del fútbol profesional colombiano se emborracharon en sus mesas. Son incontables, por ejemplo, las leyendas alrededor del Charro Moreno, Omar Orestes Corbatta y Felipe Marino, todos ídolos del DIM. También se cuenta que, de vez en cuando, iban a alivianarse poderosos empresarios de la ciudad, quienes para pasar desapercibidos se vestían con ropas menos lujosas que las habituales e incluso se ponían peluquines, bigotes falsos y sombreros.

Luego del ensanche de la calle San Juan el Boca Junior murió y frente a él se erigió un nuevo sitio para alegrar la vida del barrio. David Cárdenas, viendo cómo su antigua tienda se redujo a una cuarta parte de su tamaño original, decidió abandonar la parte de cacharrería y solo dejó el granero y la cantina. Y como ya el barrio El Zepelín había pasado a formar parte de Florida Nueva, entonces bautizó el lugar como El Viejo Zepelín, para mantener intacto el cordón umbilical con el pasado.

En los años ochenta el bar fue conocido como la Esquina del DIM, pues allí se reunían jugadores, directivos e hinchas, y además se vendían las boletas para ir a ver el Rojo al Atanasio Girardot. Tanta era la fiebre por el Rojo que incluso se mandó a hacer un relieve del escudo en uno de sus muros exteriores.

Sin embargo, desde hace quince años el bar le pertenece a Omaira Castaño, hincha de Atlético Nacional que lo primero que hizo al comprar la propiedad fue pintar los muros para disipar la imagen del Poderoso. Hasta ahora nadie le ha hecho reclamos por semejante atrevimiento.

El Viejo Zepelín es quizás la última evidencia de lo que fue el viejo barrio de José Domingo Garcés Naranjo. Todavía quedan en pie algunas de las casas grandes con solares y patios de aquella época, pero han sido heredadas por nietos y sobrinos que poco saben de la historia. Nadie se acuerda, por ejemplo, de la finca de Miguel Gaviria, donde hoy se eleva la Iglesia de Nuestra Señora de Lourdes. Nadie se acuerda tampoco de Rosa Sepúlveda, una trigueña hermosa oriunda de Dabeiba, quien llegó al barrio para prestar servicios domésticos y terminó ocasionando varios duelos entre hombres que se enamoraron perdidamente de sus labios y sus caderas.

Nadie recuerda a Elvira Acosta, la Bizca, quien solía salir por las noches con un muñeco de trapo al hombro, y luego lo tiraba sobre los rieles del tranvía con ropa vieja de su marido, y entonces obligaba a frenar a los conductores del medio de transporte, temerosos de atropellar al “borrachito desmayado en las vías”.

El Zepelín sigue poniendo tangos, boleros, música colombiana. Muchos de los antiguos habitantes del barrio se acercan a sus mesas para evocar el pasado. Omaira se ha empeñado en mantener la tradición del lugar y por eso no piensa ni en cerrar ni en cambiarle el nombre. Por la sangre de la vallecaucana, que ya tiene 65 años, también corre el gusto futbolístico, pues estuvo casada con Nelson Álvaro Restrepo, uno de los fundadores del clásico Fátima-Nutibara.

“Este lugar tiene mucha historia y, aunque yo no me la sé completa, les cuento lo que puedo a los visitantes. Ojalá que este bar perdure mucho tiempo, para que nadie se olvide del viejo barrio ni de sus viejos personajes”, dice la señora, quien aún mantiene el letrero que mandó a hacer David Cárdenas, así como una porcelana de dos payasos conversando y la escultura de unas manos entrelazadas que simbolizan el valor de la amistad y la hermandad.

El barrio El Zepelín estaría cumpliendo ochenta años este mes, mientras el café que lleva su nombre, al parecer, está por cumplir la centuria, pues la tienda que le dio origen fue fundada en la década del veinte del siglo pasado, como posada para arrieros y buscafortunas. Las tragedias de otros siglos se conservan sobre un mostrador de lata. Hoy los vuelos son otros, y no sin riesgos.UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina