Número 105, marzo 2019

La cábala de la chisga
Alex Jiménez. Ilustración: Nani Gallego
 

“Las melodías oídas son dulces, pero las no oídas son aún más dulces”, dijo un poeta que no llegó a los 26 años. Cada edad tiene su sabiduría, de modo que no deberíamos ofendernos por la ligereza de aparear un verbo casi indiferente con el álgebra de una melodía: detenerse no era la misión de un muchacho que tal vez sospechaba que en su vida no habría tiempo para relecturas.

En cambio, pareciera que la misión de casi cualquier persona que ha sobrepasado la edad de Cristo fuera la de anclar sus afectos a las mismas canciones, como si en verdad pudieran sentir de memoria. Me cuesta descubrir la sabiduría de esa actitud. A veces, en mi trabajo, cuando alguien se me acerca y me pide que cante, digamos, Lamento boliviano, miento sin ningún rubor: “No me la sé”. Pese a mis labios compungidos, no logro seducir la incredulidad de algunas personas que saben que es imposible terciarse un leño con cuerdas y no conocer esa canción. O “El pobre, de Estados Alterados”, o “Losing my religion, de Radiohead”, o “Come as you are, de Metallica”.

Y como la mujer de Lot, quienes me piden esas canciones también eternizan el mismo ademán, la misma exclamación, cada vez que suenan las notas que llevan escuchando veinte años. “Oiga qué belleza”, exclama una señora en la tienda del vecino todos los días a las cinco de la tarde, cuando suena Lejos de ti, el tango de los que no escuchamos tango. Después de 48 fines de semana de cantar en bares y restaurantes, es posible que una misma canción atraviese una misma laringe más de cincuenta veces.

Anhelar melodías no oídas es un hambre emocional; repetir las escuchadas solo para rumiar una rancia emoción es declarar que llevamos algo podrido adentro. Alguien le preguntó a un querido maestro mío si era posible vivir de la música. “Sí: por desgracia”, respondió mientras soltaba el humo. Algunas formas de esa desgracia son la enseñanza (“si hay algo que estorbe más que un discípulo, es un maestro”, dijo otro sabio), la composición de éxitos (y el fastidioso andamiaje que eso conlleva) y la interpretación de covers. Yo vivo la tercera, la más fácil de esas incomodidades. Una mirada compasiva podría tomarla como una forma de relectura; una despiadada, como simple parasitismo. Rebobinar las articulaciones y el aparato fonador una y otra vez con la misma canción se parece al hábito infantil de repetir el mismo juego, el mismo chiste, la misma película: seguramente es una forma efectiva del aprendizaje. Solo puede considerarse conocimiento lo que se nos adhiere al torrente sanguíneo.

Debe haber una nostalgia de lo sagrado en el acto hermenéutico: lo cierto es que el eterno retorno a las mismas canciones me ha llevado al encuentro con una especie de cábala de la chisga. Voy a glosar tres canciones del pentateuco de mi repertorio.

Epifanía para gargantas profundas

Ilustración: Nani Gallego

Debo haber tocado Zoom, de Soda Stereo, alrededor de cien veces. La epifanía sobre su posible significado me visitó en medio de un concierto en un bar. La palabra “toque” suele reemplazar “concierto” en la jerga de bares: la informalidad del entorno podría explicar ese enroque acomplejado. No menos acomplejado, yo prefiero el término clásico. De modo que una noche, en un concierto, después de haber cantado esa letra por años, un espíritu de claridad descendió hasta la modesta tarima de un bar en Bello, acaso para compensar la mezquindad de toda la situación con un poco de iluminación divina.

Para muchos, las letras de Cerati carecen de valor. Pero si aceptamos con Vallejo que la eufonía es el gran objetivo de la literatura por encima incluso del sentido; si escuchamos a la poetisa Edith Sitwell cuando dice que el poema viene primero y no es necesario que tenga un significado; si no objetamos a Borges cuando dice que algunos versos son objetos verbales anteriores al pensamiento y no necesitan interpretación, podemos decir entonces que tal vez los artefactos lingüísticos de Cerati no son indignos del nombre de poesía.

Si no me equivoco, Zoom podría leerse como una propuesta de felación. Voy a enumerar todo lo que, seguramente de manera retorcida, percibo como un apoyo a la historia que plantea la letra.

La canción está construida sobre la idea de una acción breve y reiterativa. En algún momento el narrador habla de un “loop protagónico”, después de haber hablado de un “zoom anatómico”. Más adelante habla de “labios de plata” y “comisuras”. Es pues, un primer plano entre dos partes de dos cuerpos, con un movimiento repetitivo. Ese bucle indefinido de sexo oral encuentra un bucle indefinido en la rítmica y en motivos de teclados y guitarras. Ese bucle, como saben todos los que leyeron los créditos del álbum Sueño Stereo (o buscaron en Wikipedia), proviene de la canción New York groove, del grupo Hello, y de This town ain’t big enough for the both of us, de Sparks. Armónicamente también hay una especie de loop en casi toda la canción: dos acordes con variaciones en los versos “el fin del secreto entre tus labios de plata y mi acero inolvidable” y “lo que seduce nunca suele estar donde se piensa”. La primera de esas frases revela el tipo de acercamiento que propone el personaje: el deslizamiento del acero en los labios encuentra muy conveniente el cromatismo que también se desliza suavemente hacia abajo; la segunda frase da cuenta del impulso instintivo que hay detrás del sexo: la oscuridad de lo que no se razona encuentra muy propicia la oscuridad del cromatismo. No puedo dejar de señalar que la coda de la canción tiene una armónica. Es tal vez el único tema de Soda Stereo en el que aparece ese instrumento que se lleva a la boca, que tiene unas dimensiones que oscilan entre los diez y los treinta centímetros y que se toca soplando y aspirando.

Un músico me dijo alguna vez que rechazar las letras del reguetón y no las de Cerati era hipocresía. No estoy de acuerdo: eso sería creer que el arte equivale al tema. La vulgaridad está en el tratamiento, es lo que diferencia la espiritualidad de Melville de la de Paulo Coelho. El rechazo no es moral, sino estético.

Melancolía y café

Suelo tocar cinco canciones de Café Tacvba en los bares y restaurantes. Si hay fiesta y el público no está anquilosado en sus cuarenta años, La ingrata es la preferida. Pero sospecho que la verdadera comunión humana solo es posible en la melancolía, y puedo asegurar que ninguna de esas cinco canciones es capaz de resonar en las costillas de la audiencia como Esa noche.

Empieza con dos acordes en los versos “no me hubieras dejado esa noche / porque esa misma noche encontré un amor”. El acorde menor, que es la tónica, y su quinto grado. La frase anterior está llena de términos exactos, es decir, de vaguedades: supongo que puedo tratar de ayudar a quienes creen no conocerlas.

Cuando alguien pone sus dedos sobre las cuerdas de una guitarra está pulsando diferentes notas al mismo tiempo: está haciendo un acorde. Si es menor, se presta más para expresar tristeza. La tónica es el reposo de una composición: de donde partimos y a donde llegamos. El quinto grado suele tomarse como un elemento de tensión: una vez en él, el cuerpo anhela el descanso, la vuelta a la tónica. Estamos hablando de música occidental, la que consumimos casi siempre. La historia en la canción de Café Tacvba parece calzar en esos movimientos: casi siempre que estamos en la tónica menor, la acción parte del protagonista o llega a él; siempre que llegamos a la palabra “noche”, la terrible noche del abandono, estamos en el quinto grado, el de tensión. Esos versos han estado anunciándonos a una amante misteriosa que aún no ha actuado. Cuando ese tercer personaje al fin entra en escena es acompañado por un tercer acorde, también menor. Aparece en esta frase: “parecía [esa amante] que estaba esperando tu momento de partir”. Ese acorde nos ha hecho un guiño, casi un spoiler: la amante misteriosa es otro triste acorde menor, y no fue un verdadero consuelo. Sófocles es el maestro en la técnica de darnos falsas esperanzas justo antes de un hecho trágico: bajamos la guardia, y por eso el golpe final nos duele tanto. Algo así ocurre en esta canción. El narrador niega que el abandono haya sido devastador: por el contrario, “fue como ir de menor a mayor”. Justo en esa declaración pasamos de una armonía menor y triste a una mayor y luminosa. Esa esperanza dura poco, y cuando muere, la armonía vuelve al modo menor: finalmente nos han revelado que la amante es la soledad.

No ocurre pocas veces: el dueño del bar se me acerca y me susurra que toque música más alegre. Y que anime al público. Siempre que me pasa eso, siento que hay algún término que no cuadra en la ecuación. No estoy seguro de que mi trabajo consista en hacerme cargo de las emociones de la gente, o de enseñarles cómo deben divertirse. Ni siquiera creo que ese sea el trabajo de una profesora de preescolar. Así que si mi humor es irónico (y, por desgracia, casi nunca lo es) empiezo a tocar Esa noche. A veces el cielo me sonríe, y el bar canta al unísono. “Ustedes sí entienden lo que es la alegría”, les digo al final. De buenas intenciones está llena la mala poesía, dijo otro sabio.

Tres hombres y un parto

Tres hombres y más de treinta años fueron necesarios para completar el parto de Penélope. La música es de Augusto Algueró, la letra es de Joan Manuel Serrat y la interpretación más fiel a la melancolía es de Diego Torres.

Serrat supo percibir las posibilidades de la riqueza armónica de Algueró: ubica en la cadencia de cada cambio armónico un momento o un personaje distinto de la historia. Las primeras dos estrofas, por ejemplo, tienen la misma cadencia menor y se centran en Penélope, el personaje que envejece esperando. Cuando la historia se mueve al hombre que vivió años de aventuras antes de volver (“dicen en el pueblo que un caminante paró su reloj…”), la armonía acompaña este cambio con una cadencia mayor. Cuando el personaje anuncia su regreso antes del cambio de estación (“antes que de los sauces caigan las hojas”), la armonía dibuja el cambio con una modulación. La escuela de Pitágoras tenía un corpus de opuestos, al igual que el yin y yang de China: lo femenino, la humedad, la noche, el mal; lo masculino, lo seco, el día, el bien. Prefiero la imagen de la filosofía oriental porque elude las suspicacias de nuestros días: habla de una especie de respiración, primero un yin y luego un yang, sin condenar nada. Esta canción parece usar muy bien esa respiración.

Los tremebundos arreglos en la versión de Serrat me esconden la canción. Encuentro más cristalina la versión de estudio de Diego Torres. Sobre eso, podríamos decir que hay canciones tan buenas que pueden componerse muchas veces: los covers de Johnny Cash bastarían como ejemplo. O podríamos inventar, para no abandonar las ideas cabalísticas, que cada persona es la materialización pasajera de un espíritu eterno que se divierte creando por etapas: Hucbaldo, en el siglo noveno, empezó a imaginar una notación musical que solo sería completada sesenta años después por Guido D’Arezzo.

Dos temores me inquietan al releer todo lo anterior: el de estar hilando muy delgado y el de estar rumiando lugares comunes. Sobre el primero, digamos que la lectura también puede ser un acto creativo; sobre el segundo, que en el siglo XXI respirar es ya un lugar común.UC