Número 105, marzo 2019

Enclavado entre la selva del Darién, el mar Caribe y el río Atrato existe un pueblo llamado Unguía. Allí, en cualquier esquina y al finalizar la tarde, se arman partidas de dominó en las que los viejos platican de sus orígenes cimarrones, recuerdan historias de contrabandistas, marimberos o brujería.

Las fichas del Darién
Juan Arturo Gómez Tobón. Fotografías: Ferley Maussa Sierra y Yennifer Mora

Caño de entrada al puerto de Unguía. Fotografía: Ferley Maussa Sierra.
Caño de entrada al puerto de Unguía. Fotografía: Ferley Maussa Sierra.

A este municipio chocoano solo se llega en lancha desde Turbo. Al dejar el puesto de control de la Armada Nacional — último vestigio de la civilización— la panga atraviesa el golfo de Urabá: los sentidos poco a poco se conectan, el olor a selva se une a la brisa marina y un intempestivo viraje de la embarcación, para tomar el Atrato, revela el Tapón del Darién con sus montañas de un azul difícil de apreciar en las ciudades.

Durante veinte minutos la embarcación viaja por un apacible Atrato que no descubre la fuerza del río más caudaloso del mundo en proporción a su cauce. Por ellas, navegan bongos cargados de madera; pescadores artesanales tienden sus trasmallos desde pequeñas champas; soldados, apostados en lanchas rápidas, llamadas pirañas, apuntan con sus fusiles a lado y lado. Por sus aguas han boyado decenas de cadáveres de masacres como la de Bojayá o la menos sonada de Cacarica en 2016.

La panga atraviesa en diagonal los doscientos metros de orilla a orilla para tomar el caño de Palo Blanco, donde por poco más de cinco minutos se ven los estragos de los incendios de 2014, 2016 y 2018 que destruyeron cerca de seis mil hectáreas de bosque primario. El deseo de ampliar frontera ganadera ha sido una constante en los últimos veinte años en esta región.

La embarcación viaja encabritada seis kilómetros sobre las crestas de las olas de una de las cinco ciénagas de Unguía. Reduce su velocidad, entra a un caño de cuyas orillas los niños se lanzan en piruetas al agua, el viejo galafatero suspende su labor de rellenar las juntas del barco con algodón y saluda con su martillo de madera, y el anciano remendador de trasmallos hace lo propio con su gruesa aguja.

Al llegar al puerto un hombre con síndrome de Down da la bienvenida a todos y decenas de motaxistas ayudan a desembarcar a los pasajeros y sacan las maletas. La moto va dejando una polvareda por la recta que lleva al casco urbano. A la izquierda, decenas de robustos novillos pastan tranquilos en una extensa planicie, propiedad de un hermano de alias el Alemán a quien todos llaman “don Jesús”. El paisaje solo es interrumpido momentáneamente por un barrio de invasión de desplazados y desmovilizados del bloque Elmer Cárdenas de las AUC. A la derecha, una sucesión de humildes ranchos finaliza abruptamente en el cementerio del pueblo. La moto vira, rodea el cementerio y llega a la única vía pavimentada del pueblo, a lado y lado casas de material rompen con la realidad del municipio. En ellas de seguro habita ese 6,4 por ciento de la población que no está en la miseria o la pobreza. En el parque del pueblo, el cura hace doblar las campanas de la iglesia, las cantinas muelen de forma incesante corridos prohibidos, reguetones y vallenatos; de un gangoso parlante sale “la palabra de Dios” y desde una carreta, empujada por un mercader paisa, llega un sonsonete chillón que ofrece material de playa, memorias USB, camisetas de la selección Colombia y un menjurje que cura desde la impotencia hasta la artritis y el asma.

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Arnulfo Jiménez. Fotografía: Yennifer Mora.
Arnulfo Jiménez. Fotografía: Yennifer Mora.

En una esquina del pueblo sobrevive una tradición cuyos orígenes se pierden el tiempo: una mesa de dominó. Por ella han pasado memorables jugadores, muchos ya muertos, como el viejo Víctor Mugre, Leonardo Córdoba o Eduardo Benítez quien se llevó a su tumba los saberes del arte de la filigrana en oro, como lo recuerda Arnulfo Jiménez.

Arnulfo es un negro fuerte, sencillo y noble; por sus venas corre la sangre cimarrona que aportó a la independencia de Chocó y Antioquia. A sus 76 años subsiste sacando arena del río, pero durante décadas, con una tula al hombro, recorrió las trochas del Tapón del Darién llevando y trayendo mercaderías entre Colombia y Panamá.

Bajo el sombrío de un viejo pichindé, en medio de las partidas de dominó, Arnulfo recuerda su pasado como contrabandista y marimbero. Sus relatos sobre los rituales preparatorios para cruzar el Darién son detallados y vivaces, así que es fácil verlo en una madrugada de hace cincuenta años amarrando al cinto la peinilla afilada la noche anterior, repasando en su jíquera la linterna Eveready, revisando el cuenco con pólvora y acariciando el cañón del chispún con un dulceabrigo. En su mochila no podía faltar el aceite de canime para la escaldadura, la estampa del eccehomo y una pequeña bolsa roja donde iban envueltas la piedra ara, un pequeño chicharrón de oro de aluvión y la oración dejada como herencia por su padre. “Aún hoy me protegen de todo mal y peligro”, dice.

Al rescoldo del fogón solía haber una decena de sarapas preparadas la noche anterior por su esposa y, en un rincón de la choza, nueve tulas de lona verde perfectamente apiladas. En estas tulas había sulfatiazol para las heridas, leche de magnesia, aceite de almendras, machetes, dolorán, vacol, mertiolate, cigarrillos Pielroja y Mejoral.

Al despuntar el sol, nueve hombres tomaban la trocha de Arquía para atravesar el Darién.

Cuando coronaban la cúspide de la montaña Palo de Letras, hacían un alto en el mojón de cemento que marca la frontera y bebían un sorbo de miel de caña fermentada para revitalizar sus cuerpos. En la selva, dice Arnulfo con las fichas de dominó en sus manos, “la rutina cambia, no es el tiempo quien la rige, son las estaciones de cada jornada”. A las nueve de la mañana, cada uno sacaba sus sarapas aún tibias, desenvolvía las hojas de bijao y degustaba chicharrón, huevo cocido, plátano sancochado y frijoles con arroz. Esa especie de desayuno-almuerzo era el único alimento casero que probaban durante los seis días de travesía.

A las seis de la noche terminaba la primera faena y a orillas del río Paya, en Panamá, levantaban el campamento. Encendían el fuego, preparaban los cambuches y se alistaban para salir a guaitiar, o cazar de noche, y a pescar.

“El pescado era abundante, al llegar al río, se ponía la luz de la linterna en chorro hacia el agua cristalina, los peces se quedaban quieticos con la luz y, zas, el machetazo en la cabeza. En media hora se tenía la liga para la cuadrilla”.

Después de cenar y sentados alrededor del fuego, llegaban, como invocados por la noche y los ruidos de la selva, los cuentos de ánimes, brujas y duendes. “En las semanas de cuaresma era muy común, como lo es todavía, la llegada de brujos de todos los lugares del país en búsqueda del nido del pájaro macuá, de yerbas, juncos y raíces necesarias para preparar los conjuros de protección, baños de limpieza y amarres, propios del Viernes Santo”.

Arnulfo suspende la revuelta de las fichas de dominó, se persigna y besa la cruz hecha con sus dedos índice y pulgar de su mano derecha, acto seguido, continúa su relato. “Lo sucedido el miércoles antes de la Semana Santa de 1969 aún me eriza la piel y me revuelve las tripas. En ese viaje nos acompañó un zambo brujo venido de Segovia, Antioquia. En el campamento de Paya, el brujo esperó el segundo en que no era martes ni miércoles y que todos estuvieran dormidos, para decirme: ‘vea negro, usted me cae bien, por eso le enseñaré cómo se capturan los ánimes: a esta misma hora, entre Jueves y Viernes Santo, usted coge un frasco, lo lava con agua bendita, se va para el cementerio y lo llena hasta la mitad con tierra de muerto; después se va para la orilla izquierda del río, se empelota y reza esta oración (…)’ A partir de ahí la entendedera se me cerró, los ojos se nublaron, mientras me decía la oración. Solo recuerdo el final, cuando me advirtió que después de capturar los ánimes tenía que sellar el frasco con una tapa hecha del árbol palo santo. ¿Para qué va a querer uno esos duendecillos?, ellos dan riqueza y se la quitan a tus enemigos, pero nunca se puede disfrutar. Quien los tiene vive todo arrastrado, si no mire a don…”. El viejo Jiménez se tapa la boca para que de sus labios no salga nombre alguno.

Esa misma noche, al no poder conciliar el sueño, Arnulfo decidió coger su chispún e ir a guaitiar. “A la hora de cazar, uno se montaba en la horqueta de un árbol, a la espera de los manaos [puercos de monte]; siempre se mataba el último, porque si no la manada no descansaba hasta que lo tumbaba a uno”. Al amanecer, echaban en aceite hirviendo grandes trozos de manao, al que la noche anterior le habían cortado las bolas para matarle el almizcle.

Con el sol escondiéndose por el cerro Tacarcuna, coronaban la loma y llegaban al campamento en Panamá. Los guardas saludaban amablemente y compartían una picada de carne de monte, pescado y queso de Unguía.

“Eran tiempos de paz, no era necesario pasaporte”, dice Jiménez. La partida de dominó avanza lento pues sus relatos acaparan la atención. “En esa época era normal llevar gringos que querían pasar la frontera, y algunos dicen que de ahí viene el nombre de Unguía. Cuando ellos llegaban a puerto decían, ‘Llévenme donde un guía’”.

En Balboa, corregimiento de Unguía, muchos viejos aún hablan de la visita de un médico a mediados de los años sesenta, quien se quedó en la zona atendiendo enfermos y logró tejer una amistad con el padre Alcides Fernández, líder colonizador de esas tierras y fundador de Balboa. Bernardo Correa, mientras hace una jugada de tapicú, sentencia: “Ese médico era el mismísimo Ernesto ‘Che’ Guevara”.

Al mediodía del tercer día, Arnulfo y su tropa llegaban al caserío de los tule en el Darién. El saila Tumat salía a su encuentro, los invitaba a la casa mayor y en medio de chicha empezaba y terminaba el trueque. Al final de la noche las tulas quedaban vacías para llenarse de nuevo. La mercancía traída se intercambiaba por cajas de loza china y dólares. Luego, esos dólares y gran parte de la porcelana se vendían en la otrora famosa “calle de la loza” en Turbo. Para Arnulfo, así empezó el comercio de cerámica de contrabando, ese que marcó por varias décadas al puerto antioqueño.

Sobre la mesa, las fichas de dominó permanecen intactas desde hace más de dos horas. Nadie se atreve a desbaratar aquella partida donde Arnulfo logró poner seis dobles sin pasar una sola vez y terminó con el doble seis. La noche llega a Unguía, y Arnulfo pega un grito: “Mija, trae el quinqué. Solo nos vemos los reflejos de los dientes”. Pleno siglo XXI, insiste, y Unguía sin energía ni agua, “eran mejores los tiempos viejos”, dice. Y después de soltar la frase, recuerda cuando a mediados de los años sesenta la Misionera, una avioneta, aterrizaba en la comunidad tule de Panamá repleta de norteamericanos, llegada con el mandato divino de evangelizar indígenas. “Los gringos fueron los que trajeron la droga y le dañaron el corazón a la gente. Las drogas ilícitas empezaron a desplazar el comercio de medicamentos, loza y elementos para las faenas del campo”.

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“En uno de mis viajes un pastor nos dijo que le trajéramos marihuana y que la pagarían a cincuenta dólares el kilo. Al inicio eran unos kilos por viaje, después vino la bonanza marimbera y se jodió esto. En 1968 llegó la chusma y desde entonces el Darién ha sido tierra de guerrillas, paramilitares y refugio de bandidos. Acá se escondieron Pablo Escobar, los hermanos Ochoa y los hermanos Castaño. Al comercio lo desplazó el tráfico de armas y de personas. Al chilingo (de chilinguear, por el movimiento de las tulas que colgaban de sus hombros) lo remplazó el coyote”, relata Arnulfo. Y entre risas pícaras recuerda que en 1980 empezó a correr el rumor de que Turbay Ayala había legalizado la marihuana. “Hasta la policía del pueblo sembró, uno de los cultivos más grandes lo tenía el sargento. La primera cosecha se vendió en Turbo; después, para la segunda, vino gente de La Guajira a comprar; como era tan buena, el precio era muy alto. Cuando vinieron a lograr la siguiente cosecha, la gente les metió piedras a los costales. Después vinieron como si nada y el pueblo, al verlos, se murió de la risa. Pagaron y se fueron muy de madrugada. Recuerdo que fue un domingo. Al lunes llegaron los proveedores de abarrotes de Turbo y los dueños de tiendas empezaron a pagar con fajos de billetes de quinientos pesos. Pero al recibirlos se dieron cuenta de que los billetes eran falsos. Esos cholos estafaron a todos y dejaron en el pueblo tres millones de pesos falsos. Yo aún guardo tres”.

Gabriel José le pregunta a Arnulfo si ese fue el año en que se quemó la bodega del puerto. Arnulfo suelta una carcajada y dice: “Nooo, mijo, eso fue en el 83. Fue la bodega de Osquitar Guerra, fueron 75 cargas las que había almacenadas, ese día se trabaron hasta las doñas de misa de seis”.

Arnulfo persiste en su tarea de sacar arena del río. Está seguro de que le tocará trabajar hasta el día de su muerte. Se cansó de esperar el subsidio para la tercera edad. Incluso, la finca que compró con los dineros de sus viajes está abandonada desde 1996, año en que entraron los paramilitares a la región.

“De afuera nos llegó dizque el desarrollo, que no es otra cosa que atesorar sin importar nada; eso cambió la mente a los jóvenes. Ellos en su afán de plata fácil llegan hasta a matar o encontrar la muerte. Lo de antes sí era riqueza, uno cultivaba un cuarterón y contaba con arroz para el todo el año; sembraba unos palos de yuca y unas matas de plátano, con eso ya tenía el bastimento; la liga la daba el río o el monte y lo que hiciera falta uno se iba a barequiar, sacaba dos o tres pelusas de oro, y con eso lo compraba”.

El viento hace danzar las sombras proyectadas en la tierra por el viejo quinqué, la noche sin luna y la falta de energía permiten apreciar el paso de estrellas fugaces en el cielo estrellado del Darién. Entre risas y asombro las historias continúan. Arnulfo recuerda la llegada del teléfono, el aterrizaje por primera vez de un helicóptero y las peripecias del difunto Agapito para cumplir el sagrado deber marital de visitar, en diferente noche, a cada una de sus cinco mujeres. Al recoger las fichas y guardar la mesa queda en el aire el temor de que este Macondo sin contar se pierda en el olvido.UC

Ciénaga de Unguía. Fotografía: Ferley Maussa Sierra.
Ciénaga de Unguía. Fotografía: Ferley Maussa Sierra.