Número 109, agosto 2019

Pedalear la Ruta Libertadora. Buscar el oxígeno y la historia desde los Llanos hasta Boyacá. Juntar dos épicas y dos épocas. Y escribir una bitácora a cuatro manos. Esa fue la idea de la cuadrilla formada por una antropóloga, un fotógrafo y un “viajero de convicción”. El resultado es el libro Bicientenario, la libertad pendiente.
Universo Centro publica el cruce del páramo de Pisba que “entraña la duda, la emoción, el miedo”. Allí encontraron las costumbres de la independencia, el abrigo y el recelo campesino, el suplicio de una Semana Santa sin fuego.
Las líneas que traza el Estado para proteger los Parques Naturales han terminado por cercar a campesinos que viven a seis horas de camino de Sogamoso en el bus único de cada día. La molestia de los lugareños por las decisiones de los funcionarios llegó hasta los pedalistas: las mulas para lograr un paso imposible en las “burras” fueron negadas. Había llegado la hora de sufrir.

 

Bicientenario

María Johana Cadavid y Nelson Cárdenas. Fotografías Nelson Cárdenas

Fotografías Nelson Cárdenas

Abril 17. Pueblo Viejo. Un lugar de la subida al Páramo de Pisba. 6 km

Muy temprano en la mañana intentamos la última carta de las mulas: nosotros llamando a Fernando y Pablo, a la gente en Peñas Negras (al otro lado del páramo), a ver si alguien podía prestarnos el servicio. Pero nada, ni siquiera logramos conectar la llamada.

Llamamos a Pablo (pues la noche anterior le habíamos dado uno de los teléfonos que sí tenían señal) y decidimos que, como habíamos acordado, íbamos a intentar subir hasta la punta del páramo; ya no a cruzarlo, pues era evidente que no íbamos a poder hacerlo a pie, empujando la cicla, una jornada que en mula tomaba ocho o diez horas. Si al mediodía no llegábamos a mitad del camino, donde, nos habían dicho, se encontraba una casa vacía, nos devolveríamos.

Con sus pocas provisiones, doña Eistenia nos hizo un caldo de huevo y nos regaló unas arepuelas y una libra de panela, a sabiendas de que se le iba a descuadrar el mercado. Pese a que no querían cobrarnos, pagamos, aunque de seguro les habría sido más útil que les hubiéramos llevado mercado, como nos habían sugerido, ya que reemplazar lo consumido implicaba ir hasta Pisba, a seis horas a pie. Nos tomamos una foto de despedida, intercambiamos números de teléfono para lo que se les (y se nos) ofreciera, agradecimos de corazón su buena disposición y salimos a buscar el camino.

Como todavía era trocha de subida, y con cuatro quebradas fuertecitas que había que pasar, llegamos a eso de las 8:00 a. m. a la casa donde Pablo había cambucheado. Su dueño tal vez se había ido a pasar la Semana Santa en Socha y por eso Pablo pudo quedarse en el zaguán. No creemos que haya pasado muy buena noche, pero la noche anterior le habíamos insistido en que se quedara y él no cedió. Con la instrucción que nos habían dado hacía un rato: “No hay pierde, donde encuentren el siguiente broche no lo crucen, solo miran a la derecha y ahí está el camino”, seguimos subiendo.

Y sí: al rato de haber empezado a subir, encontramos el broche y, a la derecha, sin falta, el camino… (*suspiro*), que puedo describir como muy pendiente, muy angosto, encañonado, de escalones de piedra irregular, mojado o con agua corriendo, muy liso, con pocos descansos, y bañado por una lloviznita, llovizna o lluvia decidida, y por una niebla casi constante de diferentes espesores.

Por el camino encontramos a dos o tres caravanas de mulas, ganado y arrieros que bajaban o subían. A todos les preguntamos sobre las distancias y la posibilidad de que nos echaran una mano con las ciclas, pero nada. Estábamos lejos, muy lejos, y no, no nos podían llevar nada, sus animales iban cargados y no había manera. Un señor le preguntó a María Johana: “¿Pero ustedes por qué están por acá con esas ciclas?”, y ella, con la sinceridad que da el cansancio, solo atinó a contestarle: “¡Por maricas!”. Nos reímos todos porque era un poco cierto.

Fotografías Nelson Cárdenas

Sin duda, el camino era mucho más difícil de lo que cualquiera de nosotros hubiera imaginado; tanto, que incluso pensar en devolverse sonaba a tarea imposible. Quizá por eso caminamos más del medio día presupuestado, con la esperanza de que ya pronto terminaríamos de subir la cordillera y empezaría el descenso. Pero eso no pasó… Subimos sin parar: cada uno cargaba su bicicleta unos diez pasos, máximo veinte, y descargábamos para tomar aire por tres segundos y retomar.

Cuando ya eran casi las tres de la tarde, nos encontramos unos muchachos que bajaban con vacas y nos mostraron el estado de los cascos de sus animales —sangrando— como prueba de lo difícil del camino y de la necesidad de una vía decente. Dieron señales de querer ayudar. “Es que están todavía muy lejos, ¡qué problema! ¿Cómo hacemos?”, se decían poniendo en ese “nosotros” la sensación de que se hacían parte del equipo: “Busque arriba, al lado de un portal, que hay una casa, y ahí los recogemos mañana”. Erre.

Tomamos sus números de teléfono y sus nombres: Javier y Freddy Cárdenas. La coincidencia con mi apellido me dio alguna esperanza de que esta fuera la solución que esperábamos. Buscamos el portal y la casa pero nunca la vimos. Tal vez la niebla nos impidió verla, tal vez el cansancio. Al final nos detuvimos en un lugar medianamente plano con un broche, y aunque buscamos bien adentro en una y otra dirección, solo hallamos terreno pantanoso, una quebrada y una cascada. Miramos el odómetro y era descorazonador: no habíamos recorrido ni seis kilómetros, tras más de siete horas empujando. La montaña nos estaba pidiendo respeto y humildad… Nos lo dijo una mujer que iba en su mula, cruzando el páramo: “Con el páramo no se juega”.

Estábamos en problemas, y de nuevo recurrimos a la fórmula: uno a la vez. Primero, el cambuche, que armamos en un recoveco entre árboles, en una zanja amplia y relativamente plana. Con los impermeables, hicimos techo y piso; con las bolsas que envolvían las maletas, las paredes, sujetadas con las tiras de amarre de la carga; con la ayuda del cuchillo enrazado en machete que nos había regalado Osbert Lancaster en Arauca, cortamos algunas ramas para camuflar el cambuche; y con musgo (que vuelve a crecer, todos tranquilos), hicimos un colchón mojado para suavizar la dureza del piso. En la foto que nos hicimos parecíamos secuestrados en la manigua.

La comida era el otro problema, pues por el mal cálculo solo habíamos llevado alimentos para un día, y eran casi tentempiés. Ahora la cuenta iba en dos o tres días para cruzar. Y teníamos apenas una lata de atún, unas sardinas, unas golosinas, lo que quedaba de la panela y las arepuelas que nos había dado doña Eistenia.

Pusimos la radio de onda corta, que solo sintonizaba Radio Martí, y a esperar que no lloviera mientras intentábamos dormir, a las siete de la noche. Pusimos la ropa del día a escurrir, sin esperanza alguna de que se secara. Por fortuna, la de las maletas sí estaba seca, y nos pusimos todo lo que había a ver si nos abrigábamos. Agradecimos desde lejos a las mujeres de Pisba que insistieron en la necesidad de llevar ropa extra. Abrimos una lata de atún y comimos mecato dulce de postre. El agua no era problema.

Fotografías Nelson Cárdenas

Intentamos dormir, pero la lluvia llegó cerca de las 10:00 p. m. y el inevitable goteo por los bordes deshizo la cucharita para tres que habíamos dispuesto como esquema (con María Johana en el centro), y solo pudimos “dormir” dos acostados y uno sentado, con los pies inevitablemente mojados y el viento colándose por toda parte. Temblábamos de frío y el temblor solo se calmaba con ponquecitos, síntoma de que nos faltaba alimentación. Eso, sumado al hecho de estar (quizás) apenas a mitad de la subida, era seña de que estábamos, por decir lo menos, en una situación difícil. Cerca de la medianoche, sin que la lluvia parara, sentimos un rugido de agua bajando: la pequeña quebrada que quedaba a unos metros se había crecido. Por fortuna, no se desbordó hasta nosotros. Ni les cuento lo que se nos pasó por la cabeza esa noche.

A pesar de la situación extrema, siempre mantuvimos la calma. Eso fue importante, porque sentir que se cuenta con el otro siempre será una herramienta de supervivencia insuperable; si hubiéramos contado con el apoyo de la comunidad local, por ejemplo, seguro no nos habríamos encontrado en esa situación… Pero, ya en ella, nos teníamos a nosotros y eso era, en ese punto, lo fundamental. Pasamos la noche pensando en escenarios posibles y acciones futuras. Recordábamos con añoranza las cobijas de lana de la casa de don Jesús y doña Eistenia, mientras soñábamos entredormidos con nuestros propios miedos y deseos.

El páramo del Perro, como se llamaba antes de que Santander se refiriera a él como “de Pisba”, nos había mordido.

***

Fotografías Nelson Cárdenas

Abril 18. Pueblo Viejo, Pisba. 25 km

Finalmente amaneció, y antes de desmontar el campamento llamamos a Javier y a Freddy, los muchachos que se habían ofrecido a subirnos. La esperanza se transformó en desazón: tal y como había sucedido con los demás intentos, ellos tampoco podían prestarnos el servicio. Colgamos. Esto ponía las cosas bastante difíciles. La comida restante era una lata de atún, algunos dulces tipo Gansito y un cuarto de panela. Nada más. A todas luces, eso no alcanzaría para tres personas en ese estado y, peor, sin saber cuánto quedaba de camino.

La sensación de fracaso, que acicateaba el ego, se enfrentaba al sentido común, que indicaba que el riesgo de hipotermia era muy alto en esa situación, sin casi nada para comer, en medio de un gran esfuerzo físico, con lluvia y bajas temperaturas.

Parecía que el páramo nos estuviera repasando lo que cuentan las crónicas sobre el paso de las tropas: tras la primera jornada de ascenso y la deserción en masa de dos escuadrones de la retaguardia, los comandantes tuvieron que reunirse para decidir si seguir o cambiar el lugar de acceso. Bolívar, según cuenta Santander en sus memorias, era partidario de entrar por Cúcuta con Páez para no exponer las tropas al páramo, mientras que Santander insistía en continuar. Otra cosa dice un historiador amigo de Bolívar. Lo cierto es que el paso del páramo quedó plagado de cadáveres de tropas y animales, así como de cajas de fusiles y munición. Los patriotas que lograron pasar llegaron en un estado tan lamentable que muchos tuvieron que ser azotados para entrar en calor.

Pablo dijo que seguiría el camino, pues para él era una cosa posible. Nosotros, en cambio, decidimos descender. María Johana, que desde el inicio estuvo en desacuerdo con cruzar el páramo si no era de la mano del campesinado de la zona, no solo se sentía muy agotada sino que sabía que ese agotamiento sería una carga para los demás… Era irresponsable, con todos, continuar. Sabíamos que parte del aprendizaje del viaje era combatir nuestros miedos y limitaciones, pero también que buscar refugio a tiempo y proveer(se) cuidado es fundamental para avanzar. Y yo, consciente de que la comida era muy poca incluso para una sola persona y en condiciones normales, estuve de acuerdo. El orgullo fue llamado a la razón con el argumento de María Johana: “No vinimos solo a hacer una travesía deportiva, sino a ver el estado actual de las cosas en la Ruta Libertadora. Y así están las cosas. Hay un conflicto y estamos en medio de él. Hay que tomar nota del asunto y aceptarlo”.

Volvimos a llamar a los muchachos, y nos dijeron que subirían a ayudar, así fuera sin mulas, que comenzáramos a bajar y que nos veíamos por el camino. Nos despedimos de Pablo sin dejar de insistir, de manera protocolaria (porque sabíamos que no cambiaría su decisión), en que se devolviera con nosotros. Tampoco quiso llevarse uno de los teléfonos con señal, por si algo le ocurría. Carajo pa terco. De encime, los síntomas de gripa que tenía desde hacía un par de días se le habían acentuado.

Desarmado el campamento, listas las ciclas y separado el grupo, comenzamos a bajar para encontrarnos con Javier y Freddy, y Pablo a subir en busca de su penitencia. Recordábamos un par de pasos del día anterior en los que casi nos había tocado subir de panza, y nos imaginábamos cómo iba a ser la bajada.

Tras un par de horas y varias llamadas de Javier y Freddy preguntando “dónde van que no los encontramos”, nos los topamos, hechos sopa helada todos, pero ellos en camisa en medio de ese frío, toteados de la risa. Nos echamos unos tragos de guarapo bendito y empezamos a bajar al ritmo de la mamadera de gallo de los muchachos, que se subieron un par de veces a las ciclas y por poco se van de cabeza. Se perdieron en varias ocasiones, mientras buscaban un atajo, y nos tomaron fotos con la carabina que llevaban “por si salía algún oso, asustarlo”. Al cabo de una hora larguita, llegamos a su casa, donde la felicidad tenía la forma de un café caliente en aguapanela y un fogón de leña que tenía lista la señora de uno de ellos.

Fotografías Nelson Cárdenas

Charlamos un buen rato sobre el asunto de las mulas y la subida “tan arrecha”. “La gente está muy brava porque la vida así es muy difícil… Yo porque soy civilizadito y sé que ustedes se pueden morir por allá, pero si no…”, decía Freddy. También nos contaron de una niña de arriba que “se murió hará quince días por una apendicitis, pues no se pudo sacar a tiempo y le hizo peritonitis”. Terquedades que cuestan vidas.

Tres tintos y un caldo después, ya medio amañados y algo más secos, agarramos trocha para Pisba. Pasamos a saludar a don Jesús y a doña Eistenia pero no andaban por ahí, ya que era Jueves Santo y de seguro andaban en misa. Seguimos camino animados, incluso en medio de un aguacero. Nos demoró el hecho de que los frenos que habíamos puesto en Bogotá ya se habían acabado, y tras dos tramacazos de María Johana contra el barranco —y a pesar de habernos reído— tuvimos que optar por descender a pie los pedazos más empinados.

Cuando vimos Pisba, ya casi había oscurecido. Yo iba un poco adelantado para poder decirle a la Mona si debía desmontar o no en las bajadas que iba encontrando. A María Johana ya las piernas no le funcionaban mucho, y le tocó caminar lo que antes, en el trayecto de ida, le había parecido de lo más suave. Así llegamos a Pisba, muy contentos por nosotros pero muy preocupados por Pablo. Y no tendríamos noticia alguna de él hasta el día siguiente, si le iba bien. Al rato su familia se comunicó y les contamos la situación. Ellos también pasarían la noche con el “credo en la boca”.

Como era de esperarse a esa hora de un Jueves Santo, no había comida en ninguna parte. Por fortuna estaba abierto el negocio de doña Dorelly Tabaco, en donde habíamos comido hacía dos días, y ella, sabiendo de nuestra travesía, nos arregló una cena que nos supo a gloria.

La posada de doña Dorelly Pidiache estaba llena porque había llegado la comadre congresista con su comitiva, pero doña Elvia —Pidiache, cómo no— nos acomodó en su casa, en una habitación con un balcón que daba al parque. Había sido ella quien, dos días antes, nos había advertido del frío del páramo y de la necesidad de conseguir mejor abrigo… Es un ángel, por demás muy dulce. “Están en su casa”, nos dijo. Y, como en casa, pudimos lavar la ropa y secarla detrás de la nevera, ordenar la carga, bañarnos —con agua fría, obvio—, repasar varias veces lo que habíamos pasado y fundirnos hasta el otro día.

Durante el repaso incesante de la situación, buscamos fotos y notas en nuestras libretas y nos dimos cuenta de que teníamos muy poco, por no decir nada. Era una muestra del momento que habíamos vivido… Estábamos sobreviviendo, y hasta las fotos y nuestras notas —que eran el motivo principal del viaje— se habían vuelto suntuarias… Lo importante en ese momento era resguardar la vida.

Las evidencias de este viaje casi dantesco estaban ahora en nuestros cuerpos: las piernas no solo estaban inflamadas —por retención de líquidos, por cansancio… no sabíamos—, sino también muy amoratadas; parecían las piernas de un dálmata. Las manos las teníamos entumecidas —quizás de tanto frenar y cargar las bicicletas a bajas temperaturas—, las bicis sin frenos y las zapatillas rotas por el jaleo húmedo del día anterior. Sin transporte a Sogamoso, pues solo hasta el sábado habría buses, el descanso era obligatorio para nosotros. UC

Fotografías Nelson Cárdenas

*Este texto hace parte del libro Bicientenario: la libertad pendiente, publicado en 2019.

Universo Centro N°109

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