Número 109, agosto 2019

Épicas de recreo

Juan Guillermo Gómez



Hoy preparé una ensalada, improvisada en casa, llamada Egan. Brócoli, que le encanta a Magdalena, chorreado de crema de leche, cebollines delgados que sobresalían brillantes sobre el brócoli, y tomates maduros grandes, cortados en rodajas, que me encantan y cebollas rojas que pican, también en rodajas, a los que cae aceite de oliva, pimienta y sal. No tenía vinagre, ni bueno ni malo.

Vuelta a Colombia
Vuelta a Colombia. Horacio Gil Ochoa, 1961. Archivo Biblioteca Pública Piloto.

Desde niño, en el Colegio Liceo de la Salle, oíamos en transistores, la Vuelta a Colombia. Creo que fue bajo Rojas Pinilla (puede ser que la primera carrera venga de 1951) que este deporte arraigó en la zona andina (Boyacá, Cundinamarca, Antioquia y Tolima), donde campeaba la Violencia. Las estribaciones adyacentes entre la cordillera oriental y la central fueron el escenario épico de confrontación de los ciclistas, que se alistaban por departamentos, para superar la feroz contienda liberal-conservadora. Creo, o estimo, sin estudiarlo, que ese fue el remoto origen del deporte más arraigado de Colombia, que no por accidente, como rayo en cielo despejado, conquistó el 28 de julio del 2019 el Tour de Francia.

El ciclismo era lo primero. En el Colegio de la Salle (mediados de los años sesenta), nos pegábamos al transistor, ese pequeño radio (creo, de origen japonés), que temíamos que los jodidos curas nos decomisaran. Decomisar el radio era sinónimo de confiscar y robar, y por tanto de pérdida enorme. Los curas estaban pendientes de que no se oyeran en clase, y creo que hasta persiguieron a los pequeños aficionados (o apasionados de la Vuelta a Colombia) en los mismos recreos. Era una pasión de pequeños. Era una pasión que estaba, como toda pasión, cercana a la prohibición, al riesgo, a la sanción.

Había una épica (como lo comenta Barthes en Mitológicas, para el caso galo) de esas figuras enormes del ciclismo. No recuerdo, para mi bien, ningún nombre de cura ni compañero de colegio, ni qué habrán hecho de su vida de vigilados, pero recuerdo el transistor japonés, la voz incesante de locutor, la ansiedad de seguir segundo a segundo las incidencias de la etapa y el temor de perder la trasmisión por la dañada vigilancia curialesca.

La Vuelta a Colombia era una épica que se acrecentaba por la rivalidad departamental, que debes saber es como una guerra civil en pequeño, con héroes enormes, crecidos en la narrativa fabulosa de la radio. Los comentaristas de la radio en la Vuelta (y creo que de allí se deriva luego, en los años noventa y siglo XXI, estos desarrapados morales) crearon esas gestas inolvidables. Recuerdo solo nombres muy dispersos, como el Zipa Forero, que hoy justo (tiene 88 años) habló para ESPN, o Ramón Hoyos o Rafael Antonio Niño. Si los nombres se escapan, las emociones entrañables de niño no se disipan. No es sorpresa que, quien vea una página web, solo obtenga falsa información, pura tontería, falsificación.

El Zipa se identificó con aquello que hace la épica, ese sueño popular, la vida del pueblo muisca que, desde lo hondo de su sacrificio, talento y excepción, hace a un gigante. El Zipa es el abuelo de Egan. Son los descendientes de cinco siglos de colonia. Este es el humilde pueblo de Colombia, sentado en el único caballo que puede comprar el puro pobre de pueblo. Los finos de paso los hacen cabestrear en ferias los Uribe, o son las Toyotas “burbujas”, versiones actualizadas de última generación de lo mismo. No sé si has leído esa imagen tan magnífica de Ramos Mejía al hablar de Juan Manuel Rosas montado en su imponente corcel: su profunda histórica línea continua. Por el contrario, la cicla, la burda Monark, constituía un vehículo, cuya coquetería pueblerina en esas décadas habría que rastrear. Era la humilde Monark, para quien la ha montado.

Hoy pienso que los colegios de curas tenían dos pisos, altos (unos cuatro metros y medio con baranda y arco), y un patio cuadrangular de al menos cincuenta por cincuenta metros, para dominar las escenas de los niños en el recreo. Mientras los niños desarrollaban sus actividades lúdicas, para decirlo medio cursimente, es decir, mientras recochaban y hacían bullying, los curas vigilaban desde arriba. Dominaban, sin más. Seguro reían, como solo los curas saben reír de los pecadores, minúsculos niños pegados a la radio.

La cosa era sencilla, sin saberlo: el Colegio de la Salle era un panóptico que controlaba la Vuelta a Colombia. Era un panóptico que dominaban a sus anchas los hermanos cristianos (o curas) ensotanados sin haber leído a Foucault. Un auténtico espacio de dominio, donde los hermanos o curas, los dulces hermanos cristianos, pistiaban a todos los niños (que no éramos niños sino jodidas termitas) desde sus cómodos cuatro metros y medio de altura. Un espectáculo para poder captar los transistores y poder seleccionar cuál decomisaban.

Ahora imagino (luego vendrá la sociología del ciclismo y la sociología de la santa educación, antes del Vaticano II, a confirmarlo) que estos curas seleccionaban a discreción. Eran sabios, pues. No se podían poner en la tontería de capturar todos los transistores en los que se emitía la Vuelta de Colombia, para decomisarlos de una, pues simplemente se quedaban sin poder decomisar transistores al día siguiente. La razón sencilla era que, al decomisar todos de una tacada, nos dejaban sin pasión, es decir, sin razón de seguir amando la batalla campal que se libraba en las carreteras ignotas, en las montañas abstrusas y tenebrosas que todo niño imaginaba imposibles de trepar y de bajar a velocidades inverosímiles, y ellos al otro día solo rascando güevas bajo las sotanas. No podía ser.

Expliquemos el detalle. Es decir, que los hermanos amorosos antivuelta, sin otro oficio qué hacer, al decomisar todos los transistores en un solo recreo, se quedarían sin oficio al día siguiente. Fue una lección imperecedera para mí, que ni me metí de cura ni de policía, y ahora sé por qué, al haber ganado Egan Bernal el Tour de France, pienso en todo ello. Lo mismo que sucede hoy: la policía no puede capturar en un solo día, así pudiera técnicamente hacerlo, a todos los delincuentes (o “habitantes de la calle”), pues al otro día no podría justificar su sueldo. Sin escuchar pequeñuelos la Vuelta de Colombia ¿qué sería del oficio vigilante de los curas? Sin los habitantes de la calle o de los rompevidrios ¿qué sería de Peñalosa?

La lección fue para mí un principio iluminador de la cultura (no solo ciclística). Se dice que la malicia viene en la sangre indígena. Falso. Viene de los curas, de esos hipócritas maliciosos que vigilaban los transistores, y que tantas enseñanzas nos pegaron imborrables en nuestra naturaleza cultural. Claro: si teológicamente, según don Ignacio, somos una llaga, es decir, si somos malos y perversos por pecado original, el principio de toda acción debe ser impulsada por esa naturaleza maligna, ergo somos maliciosos, debemos sospechar de todos contra todos.

Retomemos. Para nosotros los ciclistas eran lo máximo, los héroes de guerra inmensa, nuestra Ilíada. Cada pedalazo habría un boquete a nuestra fantasía infantil: ellos blandían las espadas eléctricas imaginarias, esas espadas que inventaban los locutores, que merecen un sitial en la cultura popular colombiana, que inventaban todo. La invención era un padrenuestro de todas las transmisiones. Los locutores inventaban la Vuelta a Colombia, la radio. Nos llegaba, vía radial, el mundo hecho una guerra de las galaxias, mucho antes que las ínfimas escenas de George Lucas. Esta era la Star Wars, con los sables de luz hipnótica, que no veíamos, pero imaginábamos vivamente por las células o los huequitos de trasmisión. Por eso cuando llegó, Star Wars, me resultó un majadería, como decía mi abuelo. Solo bostecé.

Hasta el día de hoy, lo épico-criollo es similar al ciclismo. Los griegos entendían la dimensión épica en cantos inveterados, la narrativa épica como de la entraña de la cultura imperecedera: era guerra, nobleza, discreción (como Aquiles) y bella palabra, expresada (como Ulises) en el momento más oportuno. Todo un pueblo pudo reconocerse en esos cantos. Con cantos similares, nuestros héroes se bañan en sudor, ruedan silenciosos miles y miles de kilómetros, en cicla, en una distancia mayor que la imaginación doméstica hoy logra concebir: más de la que en carro, con ventanas cerradas y aire acondicionado, podríamos normalmente aguantar.

Recuerdo a Lucho Herrera, el Jardinerito de Fusa, cuando se cayó llegando a Saint-Etienne. Chorrió sangre. Quedó clavado en el imaginario del colombiano común. Sí, vi la ceja rota en la tele, la imagen, en mi casa del barrio Country, en una pantallita, rememoro, antes de tener que salir a litigar, en un inmundo juzgado. Salí de casa luego de las diez de la mañana (y si no fue exactamente así, así debe la memoria de revivirlo, con rabia reivindicativa, para todos), tomé una inmunda buseta, como solo sigue habiendo hasta el día de hoy en el tercer mundo.

Fui al centro, soporté el día, con la sangre de Lucho en mi cabeza rabiosareivindicativa, como un episodio del calvario nacional. Tuve fe, la verdad, en que las cosas deberían cambiar, que ese sacrificio no podría ser en vano. Las cosas, por supuesto, en 35 años no han cambiado, ni un milímetro, para nuestro país, sin interesar en realidad si las cosas, que han cambiado muchísimo para mí, signifiquen algo para quien hoy ganó el Tour de Francia. No por ello dejé de bautizar hace unas horas mi improvisada ensalada, que quedó deliciosa, Ensalada Egan.

Para culminar. Un día escuché a Carlos Arturo Rueda C. contar sus proezas de antaño. Era un locutor famosísimo de origen costarricense que acampó en Colombia y fue el narrador deportivo quizá más famoso del país. Narró las Vueltas a Colombia y su voz era confundible para los niños de la Salle. Un mítico narrador de la gesta mítica del ciclismo clásico colombiano. Mi desilusión, que siempre es terapéutica, fue enorme, muchos años después. Confesó, sin ser confesión, sino simple desparpajo y descaro fantástico, un episodio inimaginable: tanto como si a un gringo le dicen que el alunizaje, cuando lo presenció de nené, es una farsa de la Guerra Fría.

Así se narraba. El tipejo este, el locutor costarricense, nos trasmitía a los párvulos de la Salle la gran Vuelta a Colombia (hoy Sabato trasmite el Tour de France idem) inventando el 95 por ciento. La camioneta móvil partía del punto cero, con la caravana de ciclistas. Seguía la caravana diez o quince kilómetros hasta que se iba la señal. Lo otro y demás, durante dos horas o tres, lo inventaba a sus anchas. Todo lo inventaba con una emoción tremenda. Escapadas, pinchazos, caídas, todo, con una voz vibrante, con una imaginación hechiza despampanante sin par. Inventaba todo, lo trasmitía a todos, y todos quedaban convencidos, de pelos de punta. Incluso supongo que él se tragaba las incidencias, los acontecimientos y avatares, entre el punto muerto de los inicios de la carrera y los metros de la meta final, donde las camionetas móviles podían trasmitir la llegada. Un embustero colosal que cobraba lo que la ingeniosa garganta le daba.

¿La captas? Todo era un episodio y secuencia de la imaginación radial. Los ciclistas pedaleaban sin cesar, mientras los locutores inventaban sin cesar. El país necesitaba ese pedaleo, se disipaban las penas, los horrores de los bandoleros, la agria condición colombiana. Nosotros ocultábamos nuestros transistores, de los curas foucaultianos (sin adivinar quién era este Foucault carajo), curas que seguro se encerraban en sus celdas a escuchar al mago-chamán centroamericano, a imaginar la épica de nuestros muiscas en caballitos de acero por carreteras imposibles, intransitables, de abismos insondables, neblinas o calores infernales, subidas inescalables, donde nadie podía adivinar dónde quedaba la meta final.

Paso a paso, todo lo narraba ese “pico de oro” Carlos Arturo. Como la carrera y la posición de los corredores (eran ciclistas: estamos hablando de ciclismo) había cambiado tanto, así lo atestiguaba él. Todo era materia de recomposición narrativa. Si había dicho que el Zipa ganaba a Cochise y que Cochise se había desbarrancado en una curva, llegando a Pensilvania, pero iba de puntero, nadie sabe cómo, pues todo lo recomponía, de una. Todo eso, el inicio, el largo interludio inventado y el final, lo vivían los aficionados como una épica interdepartamental, una guerra de guerrillas deportiva. ¿Invento de Goebbels? No lo sé. Invento mediático, menos pérfido que... Nunca un echa paja echó más paja, con tanta imaginación a los lasallitas, aunque hoy el país esté inundado de sus herederos, en todas las estaciones radiales, con consecuencias infinitamente más inmundas.

Durante años escuché, luego a José Hernán Castilla, con una emoción genuina, hablar del récord de la hora del paisa volador, oí hablar de Eddy Merckx, mientras estudiaba filosofía en el Rosario. Castilla era un tolimense con futuro, en y sin la bicicleta. Nunca conocí un ciclista en persona, un verdadero guerrero del pedal como él, aunque nunca lo vi montado.

El ciclismo pues no está solo en la sangre, sino el oído, en los amigos ciclistas sin cicla, en el ser posible de la nación, en ciertos sueños, en tantas frustraciones (como cuando se ve declinar a Nairo o subir al solio a Duque), una cosa raizal. UC

Universo Centro N°109

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