Número 109, agosto 2019

En la casa no se había visto algo así

Felipe Chica Jiménez. Ilustración: Mónica Betancourt



El de camisa a cuadros sirve cinco copas de aguardiente. Beben. Entre todos no se junta un cuarto de cordura. Los viejos brindan casi por inercia y después de aclarar la garganta contraen los labios hacia las encías, donde antes hubo dientes. Son las tres de la tarde, brilla el sol pero el frío se nota en la piel. Ha habido una discusión entre ellos, los cuatro ríen y uno se echa a andar molesto. Todos lo miran lentamente, se ha llevado la botella, la aprieta con su mano derecha mientras fuma con la izquierda. Alberto Cárdenas es su nombre pero le dicen Tripas. Va caminando mientras el sol le pega de costado. La plaza empedrada de Villa de Leyva y su ebriedad le hacen perder el equilibrio. En los próximos dos minutos sus pasos dejarán la plaza y como quien no quiere la cosa, girará por las calles buscando rodear el pueblo para retornar nuevamente a un costado de la iglesia principal, donde los otros cuatro viejos reirán de nuevo y soltarán un “volvió” burlón y desganado.

Ilustración: Mónica Betancourt

Tripas corresponde al tipo de campesino humilde y sin pretensiones que es común encontrar en todo el país. Carga con el inconfundible acento antioqueño que por estas tierras no es muy común. Pese a que su cuerpo no da para llenar la ropa que lleva puesta, se esmera por conservar la camisa dentro del pantalón, pero la maldita se sale como con vida propia. Los viejos se sirven otro trago de aguardiente.

A los viejos les salen mechones de pelos por los oídos y eso de no escuchar lo ejercen como un derecho conquistado a sangre. Dice uno que la justicia es peor que la guerrilla. Hace un rato Tripas se había echado a andar luego de molestarse, por no ser escuchado, naturalmente. Sus amigos cuentan que era campesino y se ríen. Luego añaden que un grupo de guerrilleros lo visitaba de vez en cuando y se tomaba su leche, fritaba sus plátanos, asaba sus cerdos y malpensaban con su hija, nada más, aclaran. A Tripas le molestó que no escucharan su punto: para él la diferencia entre la guerrilla y la justicia, era que la primera se iba y la segunda se quedaba. Y eso era peor. Que la justicia se quedara.

Según el más cuerdo, Jaime, Tripas vivía en un pueblo antioqueño llamado San Carlos. Un día el cabecilla de la guerrilla le tiró un fajo de billetes sobre la mesa y se fue. ¿Qué como lo sabe? Sencillo, Tripas es de esos viejos que cuentan la misma historia siempre.

¿Pero qué lo entristece? Pregunto. Nadie dice nada. ¿Y por qué le dicen Tripas? Suavizo. Entonces vuelven a la escena: de niño su mamá lo llevó a una misa y en pleno padrenuestro las tripas le rugieron. Era de esas iglesias pequeñas donde se escuchan hasta los pensamientos. Pero lo que lo lleva rabioso no tiene que ver con nosotros, agrega el flaco alto. Entonces cuenta que de la nada dos camionetas de estacas frenaron en seco frente a la finca de nuestro Tripas, unos tipos se bajaron y echaron revista por todo lado. Decían que eran la justicia y hasta ahí le llegó la vida a Tripas. Y a su hija, dice. Su mujer murió ese día, agrega. Luego el silencio se apodera del mundo. Comienzo a imaginar el resto, a falta de testimonios sobrios. Imagino que los hombres atraviesan el cerco de madera y alambre, patean las gallinas, la niña corre hacia la casa, la mujer sale a revisar, Tripas ha de andar en el pueblo con sus bestias. Según los tipos él era guerrillero, dijeron los viejos casi en coro.

Entraron a la cocina a empujones y ahí cayó la mujer. Nada raro sería que las ollas estuvieran regadas en el suelo empantanado por las botas. ¿Quién podría saberlo? La niña escondida en una esquina. Por aquella época y por aquellos lares era común que los grupos paramilitares financiados por el gobierno regional se autodenominaran justicia. Era también normal que la guerrilla sintiera hambre y que el campesinado la alimentara con más pánico que camaradería. Nada de que sorprenderse.

Imagino que al cabo de un rato Tripas encuentra a su hijita hecha espectro. Tal vez dejaron escrito que regresarían al día siguiente, como era común. Me gustaría preguntarle directamente pero el viejo se va yendo. Desde la banca le chiflan para que vuelva pero él no escucha. Un hombre con semejante carga existencial no obedece a chiflidos, pienso. Sus amigos se burlan por su acento. Y es que eso de ser antioqueño a veces pesa.

En 1961 el suizo Alberto Giacometti esculpió en bronce un hombre solitario que caminaba sumido en sus pensamientos. Delgado, simple, normal. Luce como un residuo de humanidad en cuyo paso cabe el mundo. De eso va Tripas. ¿Recordará a su hermano amarrando los caballos? ¿Pensará en el día que no pudo abrir su puño por el calambre que produce la ira? ¿Acaso vendió los animales para huir de San Carlos? ¿Sentirá aun el brazo de su hija aferrado al suyo? ¿O tal vez el olor a pólvora fresca le remueve aún el estómago? ¿Quién podría saber tales cosas? Daría lo que me queda en el bolsillo por escuchar de su propia voz la versión de los hechos, pero se ha enojado y ya no habla más.

Unos minutos antes de verme sembrado frente esta escena me dedicaba a aburrirme en los escalones de una iglesia. Fue ahí que escuché la voz del Tripas la primera vez. Describía cómo vino a parar a Villa de Leyva: eran las diez de la noche y Medellín se asomaba al final del camino. Al día siguiente cogió rumbo a Tunja, un cuñado andaba trabajando en una finca lechera y allá llegó. Es un hombre que habla duro. Estuvo tres meses cuidando vacas hasta que le ofrecieron venir a Villa de Leyva a cuidar propiedades de ricos, ya van veinte años en esas.

En las tardes la plaza de Villa de Leyva se llena de muchachos y cometas, de viejos tomando el sol y de viejas camino a la iglesia. Hay turistas de todo el mundo. El centro de la plaza es la pista común de un remolino de viento que baila con el polvo y los perros. Un grupo de ancianos en sudadera se bajan de un bus turístico, se riegan sobre la plaza a devorar la tarde.

Hijueputas —segunda vez que oigo su voz—, grita de repente Tripas y se le cae el cigarrillo de la boca. Está a unos diez metros. Algo pasó y me lo perdí viendo el remolino. Los ancianos. Los perros. Fuma de esos que valen menos que un pan. Cuando Tripas dejaba San Carlos, el pueblo ya había acumulado más de cinco masacres a campesinos.

Villa de Leyva es un pueblo limpio en el que los labios se secan con demasiada facilidad, sus montañas son áridas. La gente se acerca a la capilla a leer los carteles con los nombres de los difuntos como en cualquier pueblo, luego entran a misa en memoria del fulano, entonces hablan sobre quién era y de qué vivía. Se respeta a los muertos por el simple hecho de estarlo. Dicen los estudiosos que entre el suelo de Villa de Leyva y el cielo había un océano prehistórico. En ese entonces la vida sería más suelta. Los animales más raros. Cecilia, la dueña de la tienda donde estamos, tranca la puerta del lugar con un fósil de veinte mil años de antigüedad.

Dicen que este es un pueblo hecho para los ricos, y no es cierto, porque también hay vaciados como estos tres ancianos que se comparten los cigarrillos. Siempre se oye lo que se quiere oír y se ve lo que se quiere ver. Si es así, me autoengaño pensando en que visito lugares en busca de historias cuando las llevo adentro. Entonces me descubro persiguiendo con la mirada a un hombre a suerte de no conocerlo en persona.

La tercera vez que escuché su voz era más clara, nadie prestaba atención, solo yo que ando a unos metros. Lo que decía era la paradoja de la suerte. En un pueblo llamado San Carlos donde la suerte de una familia ha sido esta: una yegua camina lento, desde el corredor de la casa un hombre, su esposa y su hija la observan. El animal sigue hasta que mete la nariz entre un arbusto como buscando algo, lo mueve con la trompa y se rasga la piel. La mujer corre para ayudar el animal, algo pasa y su instinto femenino lo sabe. Juntas remueven la maleza, el animal tiene sed de algo, hasta que encuentra una roca húmeda y la lame. “En la casa no se había visto algo así”, recuerda Tripas, pero nadie lo escucha, y sin embargo, sigue su relato: días después andaba buscando como loco dinero para largarse de San Carlos y se acordó del animal lamiendo la roca, entonces se lanzó a palpar su vientre. Una yegua embarazada le salvó el pellejo: la vendió por trescientos mil pesos.

Hijueputas, vuelve a decir. Da media vuelta pues nadie quiere escuchar la misma historia de siempre. Baja el primer escalón y se va como abrumado por la certeza de que su única política es la resignación. El viejito parece crujir al caminar. La mano estirada hacia atrás como si tirara de un yegua invisible. Las últimas columnas de humo le salen de la nariz. Hijueputas, pienso que piensa.UC

Universo Centro N°109

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