Número 115, junio 2020

CAÍDO DEL ZARZO

La letra con sangre entra


Elkin Obregón S. Ilustración del autor

Elkin Obregon

A comienzos de este siglo, la Editora Companhia das Letras, en asocio con su colega Norma, de Colombia, invitó a varios autores latinoamericanos a escribir, cada uno, un novela de misterio (para una colección llamada Literatura o muerte), cuyo personaje protagónico debía ser un escritor real. El cubano Padura urdió una historia con Hemingway, Germán Espinosa un asunto más o menos esotérico (me dicen) a cuenta de Rubén Darío, Julio Paredes, no sin astucia, eligió a Georges Simenon. Dos relatos estuvieron a cargo de Moreno Durán y Alberto Manguel (Camus y Stevenson, en su orden), y cerró la lista el recién fallecido Rubem Fonseca; salió este por única vez de sus predios, e instaló su pluma en el París del siglo XVII, para contarnos (son palabras del narrador) “el misterio de la muerte de Molière”.

En El enfermo Molière, Fonseca despliega un telón de gente innoble y mezquina, digno de sus páginas más celebradas (El gran arte, por ejemplo, o Agosto, tantas más). Casi siente el lector la fruición con que el novelista se regodea en ese tinglado de bajezas. El único justo dentro de esa olla podrida es el dramaturgo, espectador insobornable, quien, gracias al más alto humor, eterniza con sus muñecos la miseria humana. En la jungla que traza Fonseca (cómicos, falsos amigos, cortesanos, nobles, médicos y leguleyos, policías y clérigos, e incluso un arzobispo), apenas sale a flote el narrador del libro, personaje ficticio, un marqués cuyo nombre nunca se dice, y quien va develando, pues de un asesinato hablamos, los muchos sospechosos y motivos que la historia exige.

Con su habitual humor negro, y fiel a la estética del género, el autor nos revela al final un culpable inesperado: Renée La Forest, cocinera de Molière, la misma a quien, según se afirma, solía leer el dramaturgo sus comedias inéditas, dando a sus veredictos el valor de una sentencia inapelable. Con este desenlace, se diría, R. F. da una vuelta de tuerca a su fábula, se ríe del lector, y también de sí mismo: ya casi al final del libro, el marqués-narrador se duele: “Quien había envenenado a Molière había sido La Forest, su criada. No logré disimular mi disgusto. El que la asesina fuera una cocinera destruía la pasión, la grandeza, incluso el horror que aquel crimen debía contener. Un hombre como Molière merecía tener como asesino al propio rey”.

Aunque nació en Juiz de Fora (Minas Gerais), Rubem Fonseca vivió desde muy niño en Rio de Janeiro, y es, en vida y obra, carioca hasta la médula. Su título de abogado lo llevó a ejercer varios años como tal en comisarías de la ciudad. Dicha circunstancia constituye como escritor su educación sentimental, de ella parten en buena medida sus temas y el tono de sus historias.

Su primer libro, El caso Morel, tuvo el espaldarazo de ser recogido por las autoridades. De allí en adelante, todo fueron éxitos. Un relato de esos años, El cobrador, y El gran arte, su segunda novela, dejaron claro entre los lectores que la violencia, con su amplio abanico de ferocidades, había llegado para quedarse (a veces su exceso se vuelve gratuito, cae en el simple gusto de epatar, y ese atajo de horrores desvaloriza muchas de sus páginas; por fortuna, el autor recobra a tiempo el sentido, y las sangres vuelven a su curso).

En fin, Fonseca estaba ahí, con su arrume de corrupciones, crímenes y venganzas, y homicidas y faunas de diversos pelajes. Ahí estaba, además, exhibiendo, como sin querer, un admirable talento de escritor, no siempre celebrado como se merece. Aunque a veces sí: “Una prosa transparente, dotada de impresionantes recursos de lenguaje”, dice el crítico Fabio Lucas. Y Thomas Pynchon: “Su escritura hace milagros (…) Cada libro suyo es un viaje que vale la pena”.

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Aunque su célebre personaje Mandrake (abogado, bon vivant, casanova, catador de misterios, discreto ajedrecista) no es para nada el alter ego de Fonseca, comparte con este el amor incondicional por el entorno que habita. En una de sus historias, Mandrake, tras experimentar una honda crisis existencial, toma la decisión de irse a vivir al campo, para ponerse a salvo de los miasmas que lo envenenan. Su decisión dura tres días, al cabo de los cuales vuelve otra vez al torbellino carioca, su único y verdadero mundo.

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R. F. puso su sello en varias generaciones de escritores, y no solo del Brasil. La última novela de la santandereana Silvia Galvis, valga el ejemplo, rinde un claro homenaje, además explícito, al Agosto de Fonseca. Silvia, hay que decirlo, no pierde por ello su voz propia: la voz de una gran escritora.

Elkin Obregon

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Vista, es un decir, a vuelo de dron, la narrativa de Rubem Fonseca, atiborrada de personajes (vagos, chulos, busconas, funcionarios, magnates, políticos, modelos, faranduleros, chicos de playa, ladrones, estafadores, policías, soplones), recuerda de algún modo una interminable y abigarrada escola de samba, una vasta picaresca carioca que no omite lugares, costumbres ni clases sociales (para quien esto escribe, el mejor tesoro del autor está en sus cuentos, y debe refrenar la tentación de mencionar sus favoritos). Por otra parte, en uno de sus relatos alguien dice: “El mejor ficcionista no pasa de ser un buen ventrílocuo”. En fin.
Dicho en brasilero, da para pensar.UC