Número 115, junio 2020

Fake story:
la imaginación idiotizada

Juan Álvarez. Ilustración de Sebastián Cadavid

 

Ilustración de Sebastián Cadavid

Hemos imaginado tantas veces la destrucción de la Tierra que ahora no conseguimos imaginar una nueva relación con la naturaleza.

Cometas gigantes que golpean el planeta, alienígenas que nos descargan sus rayos inconcebibles, catástrofes nucleares narradas desde refugios remotos y antiatómicos.

En 1988, Edgar Whisenant, exingeniero de la Nasa, vendió cuatro millones de copias de su libro 88 Reasons Why the Rapture Will Be in 1988. Cuatro millones. Exingeniero de la Nasa.

Teníamos listos los cohetes de Elon Musk para traer minerales de Marte y comprensiones del universo extraídas de los telescopios que ya estábamos parqueando en órbitas lejanas que apuntarían fijamente hacia sistemas exoplanetarios remotos.

Ahora con la pandemia resulta que a duras penas producimos suficientes ventiladores para cuidados intensivos. Y tapabocas más recios que simples bufandas.

Mi abuelo a eso le decía “quedar en su plata”. Entramos de lleno en el siglo XXI y quedamos en nuestra plata, que resultó ser más bien poca.

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Quizá sea cierto que todas las culturas, así como ofrecen relatos de creación, han imaginado el color y la forma de las fuerzas que vendrán a destruirnos.

Las profecías mayas, por ejemplo, que deberían estar en algún Chilam Balam, y que no están allí porque ocurre que esos textos no son precolombinos, sino coloniales, es decir, fueron escritos bajo el yugo español, ordenados a “sacerdotes” mayas por sacerdotes católicos que después de un par de siglos de genocidio debieron detenerse y pensar: mierda, ya hemos quemado un millón y medio de anahtes (nombre yucateco para los libros de papel amate doblados en forma de biombo, donde, al parecer, ocurría la escritura maya, pictográfica y de alto colorido), solo quedan estos tres códices, mejor les pedimos que vuelvan a escribir todas sus “creencias”, no vaya y sea que tengan alguna importante.

Y una de esas importantes debió ser la concepción maya precolombina de la fuerza que vendría a destruirnos, destruida antes por ese otro pueblo sapiens castellano particularmente obsesionado con el monopolio de los símbolos.

Luego sí vendría la franquicia fabricada: cientos de libros gringos escritos entre los sesenta y los ochenta sobre supuestas profecías mayas. Un uso del “aura indígena” que parece querer decir: si estos fueron aniquilados, alguna autoridad proyectarán sobre la aniquilación.

Franquicia abierta: millones más de ejemplares vendidos.

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Me detengo y pienso: nuestro relato apocalíptico contemporáneo ya no es ni bíblico ni indigenista, es simple y llanamente “divertido”. Divierte porque siempre trae consigo una solución de última hora y malabarismo individual.

Quien realmente ha imaginado (y nos ha impuesto) esta destrucción “entretenida”, seguida de la salvación “maravillante”, ejecutada por el individuo astuto, ardoroso y heterosexual, ha sido la pop culture gringa idiota.

Armageddon. Independence Day. The Day After Tomorrow. I am Legend. Pacific Rim… La lista es descomunal. Tanto así que está registrada en Wikipedia: “List of apocalyptic films”.

Desde luego, como en todo océano de mugre, en él brillan aún unos pocos corales excepcionales: Mad Max, Blade Runner, 12 Monkeys, The Road.

Tengo la intuición (que no quiero intentar demostrar aquí ni en ningún otro plano del universo) de que la poca plata que nos está mostrando esta crisis sanitaria es en parte una escasez de la imaginación: mucho anhelo de blockbuster, poco rango de oído para las mil formas del canto de los pájaros.

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A principios de marzo, cuando la propagación del virus apenas comenzaba en nuestro continente, llegó a mi pantalla la foto de dos páginas de un libro titulado The Eyes of Darkness, publicado en 1981 por el escritor estadounidense Dean Koontz.

De inmediato recordé la obsesión ochentera anglo por historias de virus, infecciones, bacterias y armas biológicas. Era un hecho literario, quién sabe si cierto o no, que yo había raspado un par de años atrás, cuando investigaba para una novela de clima ficción que entonces estaba intentando.

En la foto de las páginas, el virus tenía nombre: “Wuhan-400”. Hasta los primeros días de este año 2020, yo desde luego nunca en mi vida había oído hablar de la ciudad china de Wuhan. Pero había más, y fue lo importante para mí: una de las páginas hablaba de una neumonía severa y de un ataque a los bronquios humanos que se expandiría por todo el globo terráqueo.

Subí ambas fotos a Twitter, junto a la portada del libro, y escribí “NO ME JO DA”, seguido del emoji de asombro. Fueron 48 horas de reacciones epistemológicas absurdas. Incluso el portal colombiacheck.com consideró necesario pronunciarse.

En síntesis, los cientos de mensajes que me cayeron encima decían más o menos lo siguiente: Koontz did not predict the coronavirus; en el libro el virus no se llamó “Wuhan- 400” sino “Gorki-400”; lo que yo había publicado era una página falsa que había deslizado la editorial para promover el libro; fijo me estaban pagando; yo era un propagador de fake news; por idiota, merecía la deshonra.

Nadie nunca habló de las líneas sobre la neumonía severa y el ataque a los bronquios humanos.

La gente espera de la ciencia ficción el acierto del futuro. Leemos literatura demandando de ella no el ensanchamiento de las grietas y las opacidades de la existencia, sino la reducción y el señalamiento preciso de lo que será. Por eso siempre estarán de moda los libros de frasecitas coloreadas para la ocasión: ¿tienes ansiedad?, toma estas dos líneas detenidas.

La escasez de la imaginación es nuestra piedra de sacrificios. El espíritu del blockbuster son nuestros pies plantados en el suelo. Por eso queremos ir a Marte: somos más vanidad que plata.

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En estos meses de confinamiento, a raíz de que en septiembre de 2019 publiqué una novela de ciencia ficción NO protagonizada por un virus, he soportado una misma broma más de cien veces: “Para qué escribiste sobre una catástrofe tectónica, pendejo, hubieras hecho lo mismo pero con un virus jajajaja”.

Mis amigos, principalmente, son quienes están convencidos de que me equivoqué. “¡Perdiste tu oportunidad, idiota!”, terminan y se carcajean.

Por supuesto que me equivoqué: imaginar es hacer con desacierto.

En La transmigración de los cuerpos, una novela de Yuri Herrera publicada en 2013 y nacida al calor de la gripa H1N1 ocurrida en México en 2009, un sujeto nombrado como el Alfaqueque, dedicado a ejecutar y a palabrear mediaciones difíciles, recibe el encargo, en medio de una pandemia, de preparar el terreno para el intercambio de dos secuestrados que acaban muriéndose antes de tiempo. Cuando llega el momento, el Alfaqueque pone a los familiares frente a frente y el intercambio de cadáveres ocurre:

“Me dicen que se enfermó, que ustedes no me la mataron, y yo les creo, pero ¿qué necesidad había de encima chingarnos así? ¿Y todo por qué? Peleándonos por polvo.

Era mi polvo, dijo el Delfín. Y al decirlo sonó como si tuviera una fuerza que ya no tenía, y lo dijo sin ahogarse, con ese pulmón que le faltaba desde hacía años”.

Todos en la escena están acabados. Son polvo. Los vivos y los dos cuerpos muertos.

Los años de guerra entre ambas familias, sus mezquindades mutuas, disminuidas como la maderita encendida de un fósforo.

A los ojos de colombiacheck.com esta escena de luto pandémico sería fake, porque los cuerpos muertos por la enfermedad no se entregan a los familiares, van directo a la incineración.

Ese desacierto de la imaginación, esa imprecisión en las opacidades que puede traer el futuro, eso allí inoportuno y equivocado, es la poesía: una metáfora no viene al mundo para acertar; una metáfora viene al mundo para iluminar, e inmediatamente después rozar y fallar.

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La gente que vende vino vive en un universo nítido: si están vendiéndose menos botellas de vino es porque la gente está tomando menos vino.

No ocurre igual con el relato.

Están vendiéndose menos libros en todo el planeta, y sin embargo, como nunca antes en ningún otro momento de la historia de la humanidad, en estos meses de confinamiento hemos consumido libros o películas o discos o video idiotas y sublimes en magnitudes incalculables.

Ocurre que los libros no vienen en los libros.

Los libros, depositarios de relatos, se materializan de distintas maneras y existen más allá de las tapas y los sellos: ocurrieron en los quipus, aquellos tejidos andinos precolombinos que parece que fueron sistemas de contabilidad pero también sistemas de escritura; ocurrieron en las paredes de las cavernas y en las entrañas del bailarín paleolítico que le daba vueltas y vueltas a la hoguera.

Pasmados, encerrados, angustiados, enfrentados al aburrimiento que nos derrite, millones de sujetos en el mundo nos hemos descubierto con más tiempo entre las manos y nos hemos convertido en amateurs de toda posible expresión artística confinada: lives de collage —la gente en casa trozando sus revistas—; tik toks de coreografías —la gente en casa orillando sus muebles para abrir pistas de baile—; diarios de pandemia —la gente en casa pegada a sus ventanas apuntando sus piensos—.

Crecí escuchando (y tal vez muera escuchando) el sonsonete de una misma pregunta podrida: ¿cuál es la utilidad de la literatura? Quizá la desgracia de la pandemia también nos ha caído para contestar esa pregunta de una vez y para siempre.

Mira, Roberto, te contesto (puedo escuchar a la pandemia decirle a Roberto), y será solo esta vez, porque la próxima vez que desesperes con tu pregunta podrida, voy a quitarte todo el dinero que traigas en los bolsillos, que ya sabemos será poco: el relato está aquí para evitar que se te seque el cerebro, para ofrecerles una nueva oportunidad de imaginar su relación con la naturaleza, y para que vivan con dignidad todo este sufrimiento.UC