Número 116, julio 2020

Cómo resucitar pájaros

Silvio Bolaño Robledo. Ilustración de Johan Salazar

 

Ilustración de Johan Salazar

A los amigos de Carlos E. Restrepo

— ¿Nunca había escuchado que uno puede resucitar pájaros?, será porque usted es de ciudad pues fueron muchos los que nosotros resucitamos, cuando éramos niños, allá en Caracolí. Es fácil: basta con poner una ponchera encima del avichucho aporreado y darle golpes hasta que reviva. No se ría que es en serio: cuando vea que un pájaro se golpea contra una ventana o que se cae porque ellos también se caen— y quede mareado en el suelo, usted debe buscar una coca, ponérsela encima y pegarle: ¡tas!, ¡tas!, ¡tas!, ¡tas!, como si el bicho estuviera en una cámara de reanimación, y verá que el mancito se despierta. ¡Por Cristo!, ¿no me cree? Tiene que hacerlo rápido. No se trata de volver a armar al pájaro si le pasó encima un camión, esto no rompe las leyes de la termodinámica: usted le pone una “totuma” y le casca de la manera que le estoy explicando hasta que, por la vibración y esas chimbadas, el pajarito resucita. Por Cristo.

Dejamos el tema del oficio de resucitador de pájaros porque en ese momento salía el panadero de su panadería, se bajaba la mascarilla y, antes de subir a la camioneta, me gritaba: ¿Cuándo se iba a imaginar que tendría que salir a la calle con tapabocas? ¿Tomar distancia de familiares y amigos? ¡Ahora sí que va a tener tema para escribir! Este es el futuro, ¡papá!, ¡y nos agarró con los calzones abajo! ¿O qué?... ¿Tienen pan trenza? No, ese debe ser consumido el mismo día, lleva mucha mantequilla y queso, no lo estamos produciendo en pandemia. ¿Qué es lo que más está vendiendo? La mogolla y el pan blanco.

No me gusta escribir sobre mis opiniones pero si tengo alguna sobre lo anterior es que un resucitador de aves necesita tener varias totumas. A la vez me parece recordar que el oficio de los niños, desde épocas inmemoriales, ha sido el contrario: tumbar pájaros a pedradas. Tal como la estatua a la madre que hay en todos los pueblos simboliza su amoroso habitar, de existir una estatua al hijo la instalación consistiría en una cicla a su lado y una pelota bajo el pie izquierdo, mientras sus manos desafiarían al emplumado universo con una honda cargada de una pepa de mango. He descrito un David sornero ante el sempiterno Goliat. Resalto la actitud pueril, enemiga natural de aves y felinos, pues no ha sido solo uno el niño viejo quien me ha confesado sus fechorías con la cauchera: “Cuántos pájaros maté por jugar a la crueldad, y ahora les pongo frutas y tiro pan en las tardes”, son frases recurrentes, tanto como la de “el fútbol no es lo que era antes”. Así funciona el karma: unos resucitan aves con totumas, otros comparten su pan para alimentar- las. Ernesto Cardenal nos enseñó a salvar pájaros de otra manera: a través de su música imaginaria. Vamos a probarlo.

En la mañana y en la tarde en los árboles del barrio Carlos E. canta el bichofué: bichofué, bichofué, bichofué. Canta sin importar si es inicio o fin de mes. Y las loras, sonrientes y aparejadas, desde el cerro Nutibara y El Volador, van y vuelven mientras lanzan carcajadas: juajuajua. Son locas, así no estén mojadas, como sus primas las guacamayas de colores amarillos, azules y rojos, la bandera de Colombia que es muy linda sí señor, y se lava la carita con agua y con jabón. ¡Viva el DIM el Poderoso!, ¡y óle mi Nacional!, ¡viva el Partido Liberal!, juajuajua, hijueputas vienen e hijueputas van. Cantan las loras del valle de Aburrá.

Pero el currucutú, que le parcha más la noche ya que es bohemio y anda de frac pues canta boleros, desde el amarrabollo contempla las copas de los árboles y más allá pichones, zarigüeyas, ardillas, batracios, tortugas, lagartijas, grillos, lombrices, cucarachas y a todas las formas vivas del barrio comparte, exuberante, su ¡currucutú, currucutú, currucutú! El azulejo se posa sobre las hojas de las plantas del jardín en MercaCer para comer banano, cantar pispiririsí-risí y mirar en todas las direcciones: atiende un pispiririsí-risí por respuesta. Los azulejos se parecen a las tías cuando hacen visita. Pero hay que tener paciencia para diferenciar sus cantos ya que el pispirisí-risí del azulejo se funde con el piarpiarpiar-pirí del petirrojo americano, y así durante un instante los jardines del bloque 80 suenan pispirisí-pirí.

De esta manera petirrojo y azulejo entablan la jam session en el bulevar. Algo que parece del agrado de las tórtolas, cuya presencia es escasa en el suelo cascado de Playa Morsa: buscan su merienda y trinan urruuu-urruuu. Las tórtolas dan rondas por los tubos de colores de la obra Cromointerferencia, hábitat del que han sido desplazadas las neas de la Villa de La Candelaria. No abundan las palomas ni las tórtolas porque hay niños y gatos y perros y gavilanes, sus depredadores directos. Esto se llama ciclo ecológico. El atrapamoscas sulfurado sí que sabe de ciclo ecológico pues canta pisesú-pisesú, haciendo el seseo más paisa al final del pisesú y no a causa de la ingesta de mazamorra con panela sino para seducir lagartijas y lombrices; cuando muestra el pecho amarillo con chocolate su pico apunta al reptiliano alimento. Atrapamoscas sulfurado es un óptimo nombre para un superhéroe barrial que luche por los derechos de nuestros neas.

La piranga rubra, en cambio, tiene nombre de grupo de rock local, ya que en nuestra época preferimos nombres que aparentemente no significan nada para no tener nada que, en apariencia, significar. Pichurú-pichurú-pichu, trina vanidosa, como en una choza cerca del río Neiva, la piranga rubra en el almendro de la maceta frente al mural que pintaron en homenaje a Mauro, un vecino asesinado. El almendro lleva seis florecimientos en cinco meses. Estamos en aislamiento y contados vecinos y punkeros pacen a sus anchas; los zagales libres resisten la norma impúdica que constriñe sus albedríos. El almendro bota flores que pocos contemplan porque así dicta la ley. La piranga rubra es roja como un cardenal anarquista y su trino hace más rock que el de la silga mielera pues esta es punkera y hace tsisisisisí, como sin importarle el concurso de coros y conjuntos escolar. La silga está más allá del bien y del mal porque es pequeña y buena onda y pasa las horas piloteando la nave con su tsisisisisí, pegada del néctar de los bananitos amarillos y rojos por los que luchábamos con ellas en nuestra infancia, cuando la libertad consistía en bajar a Papitienda para comprar el Frescogourt de limón donde venían laminitas adhesivas de Maradona y Platini.

La soledad o barranquero llega puntual al mango que da sombra a la banca N°3 del bulevar, a las dieciocho menos cuarto. Mangos maduros dan cuenta de la prolongada ausencia del gremio de banqueros. El ave multicolor padece abstinencia del humo de sus amigos y de las empanadas de frisoles de MercaCer. Ningún gringo le toma fotos para Instagram ni se embelesa con su plumaje y tampoco se escucha su mántico cuaj-cuaj; ahora es menos barranquero y más soledad. Pero el mayo detrás de ella rapea su urbano pirurú-piruré: busca las lombrices que haya dejado el coquito ibis que, ¡ganzúa temible tiene para remover el suelo!, y sus patas zancudas, inversas a las nuestras, lo asemejan a una pequeña cigüeña negra. A veces el coquito hace buaj-buaj y se levanta tras los círculos que dibujan los gallinazos bajo las nubes lechosas de Otrabanda. Entonces el mayo desafía el silencio con su hip-hop del pirurú-piruré.

Pero en un instante vuelve el silencio y oscurece el cielo. La luz celebra el vuelo de un innombrable bíu-bíu. El temible bíu-bíu-bíu que anuncia el saqueo que emprende el gavilán. Las ha- das saben del terror de los pichones al sentirlo cuando todavía los cubre la cáscara de sus huevos. El ser humano envidia y teme al gavilán: quiere y no quiere ser como él. Bíu-bíu-bíu anuncia y desciende, rapaz, a por el ratón que da vueltas al Pulmón donde meditan los marihuaneros del Ñorse. Sus luces de oro y plata agradecen a los árboles mientras su vuelo asombra la placa deportiva del Inder. Es cuando el sirirí, ¡salve oh tyrannus me- lancholicus de La Iguaná!, lanza en ristre acude a su arquetípica tarea: ¡sirirí-sí-sirirí!, acosa y, frenético, blande pico por espada al gavilán. Arcana es la operación del melancólico tirano, émula de altruistas, herramienta del cosmos para regular al depredador: ¡sirií-sí-sirirí!, ataca su traje de torero hasta cansarlo y regresa a las ramas del guayacán que sembrara la señora Lalinde. Campeador, sirirí trina su melancólico batallar mientras gavilán, cazador cazado, da una ronda para rebuscarse la merienda a la quebrada La Hueso, en Naranjal.

—Dame dos panes blancos y dos mogollas para llevarle a mi mamá —digo al panadero—. Es tarde, ya cerramos la caja, mándeme mañana un mensaje por WhatsApp. Sube a la camioneta. El científico y su alegre bull terrier se alejan rumbo al aislamiento. Los pájaros siguen cantando, su revelación continúa. Pago en el granero de Miguel. El bulevar está prácticamente vacío pero escucho que de los lados de MercaCer viene la voz inconfundible del auténtico jipi: “Hay una casa sola sin luz / donde yo logré ocultarme...”. Pelo blanco, botas Grulla; con una serpiente de madera en una mano y un micrófono imaginario en la otra. “Contento y sin dudas desperté / recordando aquella calle...”, canta y hace su show en un escenario de fantasmagorías, Juan del Viento. “Y entre mis sueños yo me vi / de pie / en la nueva calle... / Y yo ya no sufrí al ver que esa puerta se abre...”. La última vez que lo había visto estaba triste porque, siendo habitante de la calle, lo expulsaban de las esquinas, los baldíos y las ruinas que elegía para dormir: ¿Cómo me van a echar de la calle?, resoplaba. “Hoy siento dentro de mí / ¡el amooooor! / ¡Junto a la puerto del amor / te hallé y logré besarte...!”. Grita y lo saludo al pasar por la banca N°3, quiero hablar con él, preguntarle dónde ha pasado estos días de confinamiento. ¡Usted no me va a enseñar nada a mí!, gruñe, y se manda un trago de su raro alcohol. Bajo la bóveda celeste los pájaros caídos trinan el canto cósmico del barrio Carlos E. Restrepo. “...Mis sueños son ya realidad, amor...”, continúa Juan del Viento, como las demás aves: sin prestarme atención; y yo repito la letra de la canción mientras cruzo el puente de Colombia.UC