Número 116, julio 2020

Mary la terca

Juliana Castro. Ilustración Camila Kerwin

 

Ilustración Camila Kerwin

 

En noviembre de 1938, The New York Times publicó un artículo titulado “Mary la tifosa muere de un derrame cerebral a los 68: portadora de la enfermedad, culpada por 51 casos y 3 muertes”. Culpada por tres muertes. Desterrada por décadas, convencida de su inocencia y de la injusticia de su caso. Mary, mujer, pobre, inmigrante, pasaba a la historia como una enferma y como una asesina.

Mary Mallon llegó a Estados Unidos a finales del siglo XIX. Tenía quince años. Hizo lo común entre inmigrantes irlandesas: empezó a trabajar como sirvienta y luego como cocinera. Llevaba una vida tranquila trabajando para familias pudientes de Nueva York. Un día, cuando Mary tenía 36 años, apareció en su cocina un tipo que la acusaba de haber enfermado a decenas de personas y causado una muerte por contagio de su mal. Así, de la nada. Además de la acusación sin evidencia, el hombre le exigía muestras de sangre, orina y fecales. Mary lo sacó a gritos y tenedorazos. Nunca se había sentido enferma y —alegó entonces y por muchos años— no había cometido ningún delito, llevaba una vida digna y era una buena cristiana. Semejante querella era insoportable.

El hombre que le pedía su prueba sanguínea y sus desechos era el ingeniero sanitario George Soper. Llevaba un buen rato investigando los casos de fiebre tifoidea entre la clase alta neoyorquina. Todos apuntaban a Mary, quien, se creía, iba al baño, servía durazno fresco sin lavarse las manos y terminaba enfermando a sus jefes. Sara Josephine Baker —entonces 34 años y cuyo padre y hermano habían muerto por la misma fiebre— fue la siguiente encargada de convencer a Mary de que era un peligro para otros. Diez años después Baker se convertiría en la primera mujer en recibir un doctorado en salud pública. Además era médica; parecía perfecta para convencer a Mary de entregar sus muestras. Pero no. O al menos no al primer intento. Baker tuvo que regresar con varios policías y perseguir a Mary por todo el edificio. La sacaron entre gritos y patadas.

Obtenida a la fuerza, su caca confirmó las sospechas. Mary seguía negándose a creerlo o simplemente era incapaz de entender. No recordaba haber tenido la enfermedad pero, le decían, siempre iba a tener la capacidad de enfermar a otros. Mary era una paciente asintomática, lo cual no solo era raro sino que sonaba a invento. Más de un siglo y muchos avances científicos después es aún difícil imaginar que podemos poner en riesgo a otros sintiéndonos saludables. Era entendible que Mary estuviera alterada e incrédula.

Se determinó que debía ser aislada, puesta en cuarentena indefinida. La llevaron a la isla North Brother al noreste de Manhattan. Una isla con un hospital en el que solían aislar a los tuberculosos. Sin ningún síntoma y sin entender cómo había podido herir a alguien, Mary alegaba que se le tenía secuestrada. Tenía razones para creer que era un complot. ¿Por qué solo ella? ¿Qué carajos era un portador saludable? ¿Por qué se le trataba como una leprosa?

No había casos registrados de personas asintomáticas. Los síntomas de la fiebre tifoidea duran días o semanas, pero entonces no había registro de ninguna persona que sin síntomas fuese contagiosa. Durante su cuarentena, a Mary le tomaban pruebas fecales y de orina cada semana. Aunque la mayoría eran positivas, no era así siempre. A veces enferma, a veces no, pero hasta su muerte, Mary la tifosa. Ni la ley ni la ciencia sabían qué hacer. Algunos creían que las pruebas no eran de fiar.

Los médicos decían que era una portadora intermitente. Sin ejemplos para comparar, intuir una injusticia y exigir libertades era razonable. Entonces, con el apoyo de quienes conocían el caso y le tenían lástima, Mary demandó a la ciudad. Había estado enviando sus propias muestras a laboratorios independientes y alegaba que estas eran negativas. Los encargados de salud pública pudieron demostrar que varios casos y al menos una muerte estaban asociados a ella y, aunque no siempre sus pruebas daban positivo, perdió la demanda.

En la isla la llamaban “la secuestrada”. Tres años después de que Soper se apareciera por primera vez en su cocina, un nuevo comisionado de la salud decidió que no era correcto mantenerla en cautiverio. Aunque había enfermado a otros, no había cometido ningún delito. Se le liberó haciéndole jurar que nunca más cocinaría o manipularía alimentos. Estuvieron pendientes de Mary por un rato y luego, en un despliegue clásico de la burocracia gubernamental, le perdieron el rastro. Cinco años después, en medio de un nuevo brote de fiebre tifoidea, la doctora Baker visitó un hospital de maternidad en Nueva York. Al pasar por la cocina: ¡oh sorpresa!, Mary la tifosa, haciendo exactamente lo que se le había exigido que no hiciera. ¡Y en un hospital con recién nacidos! Bajo un nombre falso había cocinado para hospitales, restaurantes y hoteles. No sabía hacer más. Necesitaba trabajar, siendo lavandera no ganaba lo suficiente y seguía convencida de no estar enferma.

En su segunda captura ya no podía declararse inocente. La llevaron de nuevo a la isla, donde pasó la mitad de su vida y donde veintitrés años después moriría. Vivía con un perro en una cabaña construida para ella, alejada de los pocos habitantes de North Brother Island y de todos sus conocidos. Después de que su nuevo historial de trabajo en cocinas empezó a circular, desapareció la simpatía que los neoyorquinos le tuvieron durante sus primeros años de distanciamiento. Se volvió un espectáculo de los medios que llegaron a llamarla “la mujer más peligrosa de América”. Le pasaban comida a diario, recogían las muestras una vez a la semana y la hacían trabajar como técnica en el laboratorio de la isla.

Para el momento en el que se alejó a Mary por segunda vez, el departamento de salud había encontrado varios otros enfermos asintomáticos, incluidos algunos cocineros. Ninguno de ellos —ni siquiera Tonny Labella, culpable de cien casos y de más muertes que Mary— recibió restricciones similares. Mary fue la única en negación absoluta y la única lo suficientemente ruidosa para volverse un hito. Su situación social (mujer, soltera, sin familia, pobre, inmigrante) y su resistencia a colaborar con la justicia agravaron su caso.

Mary nunca entendió que la mayoría de las veces los rezagos de la enfermedad y la cochinada desaparecen al calentar y hervir la comida. En la comida fresca, como su famoso helado artesanal de durazno, las enfermedades quedan y se transmiten. Hoy las autoridades usan los registros de las multas de quienes se saltan la cuarentena para asustar a los ciudadanos. La salud pública de entonces usó a Mary como muestra de su compromiso con la protección de la comunidad. Una amenaza de loque- le-puede-pasar-si-no-acatan-órdenes. Mary no fue puesta en cuarentena. Fue desterrada por décadas en una cabaña con vista a Manhattan, su hogar y su lugar de trabajo. Murió a los 69, deteriorada por un derrame cerebral después de haber pasado años paralizada y décadas aislada por el bien de todos. UC