Número 116, julio 2020

HAT, una conciencia replicante

Mario Cárdenas

 

Fotografía de Yuri Valecillo.
Fotografía de Yuri Valecillo.
 

La ciudad de Cali está vacía, la circulación de carros es mínima y los alrededores de la avenida sexta están desérticos. Moverse es fácil entre sus calles, así estemos perdidos. Es un día sin tráfico. Solo hay esquinas con la basura de la noche anterior y calles por donde apenas caminan personas. Damos varias vueltas hasta que encontramos el apartamento. En la portería preguntamos por él, ¿Acá es, verdad? El vigilante nos anuncia y subimos. Cuando se abre la puerta, un cuerpo gigante con una almohada de viaje amarrada al cuello nos espera a la salida del ascensor. Tiene unos Converse rojos y la cabeza inclinada. Es un cuerpo descomunal e imponente. Pasen, dice, señalando la puerta con un cuchillo en una mano en la que brillan dos anillos dorados.

El apartamento donde vive Harold Alvarado Tenorio tiene un primer salón amplio, con ventanas frontales por donde se ve la fila de edificios del sector. El lugar parece estar desarmándose, en medio de un trasteo; cajas, piezas de cuadros, bibliotecas en los cuartos, y varios lugares de trabajo con computadores e impresoras. Hay papeles y materiales de impresión para una editorial. Galones de agua. Un par de perros chinos. Dos gatos que se ocultan bajo una mesa y una silla. El gimnasio de los gatos. Al lado de la cocina, un retablo con la imagen del poeta Jaime Gil de Biedma. En una de las paredes unos mosaicos en los que aparecen páginas enteras de periódicos enmarcados. En la mayoría, está su imagen acompañando una entrevista o un texto y grandes títulos: “Las peleas poéticas y prosaicas de Harold Alvarado”, “Cultivo mi poesía, mi consciencia replicante”, “Ajustes de cuentas, un libro a cuchilladas”. Harold, en la pared, de distintas formas, en lo que parece ser un altar de sí mismo. Al lado del altar, en una mesa, en un cofre, una revista Eco con fecha de abril de 1979, en cuya portada aparecen los nombres de Ernst Bloch, Nicolás Gómez Dávila y Harold Alvarado Tenorio.

Antes de vivir en Cali de nuevo, Harold vivió en Manizales, en Turbaco, a veinte minutos de Cartagena, en Bogotá, en Madrid, en Beijing trabajó como traductor y asesor literario, en Nueva York fue profesor, en Ciudad de México y en París vivió breves períodos.

A finales del año 2000 en un predio llamado Zaragoza, situado en la vereda El Hato del municipio de Guadas del departamento de Cundinamarca, Harold fue desplazado de su finca por un grupo de hombres armados. Entonces se fue a vivir a un pueblo cerca de Cartagena, y de ahí a Cali. La finca quedó abandonada hasta que pudo regresar después de casi tres años, tiempo en el que tuvo que ser sometido a una operación quirúrgica para salvar su vida. A su regreso, la finca estaba ocupada por unos hombres. En el año 2004, otro grupo de hombres armados que decían ser de las AUC la ocuparon de nuevo y lo obligaron a él y a Edinson Mira Barrera, el administrador, quien había sido torturado por los hombres, a marcharse otra vez. Todo esto lo escribió Harold en la crónica: “De cómo me sacaron de mi casa un grupo de hombres armados que decían ser de las AUC”, publicada en la Revista Universidad de Antioquia en octubre de 2005.

El poeta expulsado

Harold Alvarado Tenorio nació en Buga, Valle, en 1945, hijo y nieto de carniceros. En un resumen personal sobre su biografía, dice que fue “expulsado de todos los colegios de su pueblo por relapso a los dogmas de la iglesia católica y sus rudimentarias ideas políticas afines al presidente Mao Zedong”. Primero, en 1957, fue expulsado del Colegio José María Cabal por consignar en los libros de registro de clases de religión noticias de las visitas de los líderes soviéticos aparecidas en revistas comunistas. Luego, en 1958, fue expulsado del Colegio Académico por el rector Narciso Cabal Salcedo, el cual informa que el estudiante Tenorio, contradice y rechaza los dogmas de la iglesia. En 1960 su tío Rogelio Tenorio intentó ingresarlo al Liceo de la Universidad del Cauca en Popayán, pero el rector, luego de una conversación con el joven, llegó a la conclusión de que tampoco podía ser aceptado allí, pues según dijo a su tío “parecía como si ese joven hubiese leído las Cinco tesis filosóficas de Mao Tsetung”.
—¿Todavía es maoísta?
—No creo haber sido maoísta nunca.
—¿Entonces?
—Mao quiere que el arte interprete el mundo, no que agregue objetos a él, quiere ideología, control de las apariencias y no nuevas apariencias. De allí que nunca me gustaran esas tesis. Además, la mayoría de los maoístas que conocí cuando estudiaba el bachillerato y la universidad eran de las capas medias, pequeños burgueses que ahora yo llamo social bacanos, niños bien, a medias, pero al fin, niños bien, salidos del catolicismo, refractarios al comunismo soviético y trotskista, que hallaban en la fantasía del maoísmo un escape muy lejano, pero muy lejos, de lo que era la enorme influencia del estalinismo entre nosotros.
—Pero…
—A mí me ha fascinado siempre la cultura china milenaria, su historia, sus pensadores, y claro, mucho, sus poetas. Yo comparto esa idea de los budistas de que la vida es la raíz y la fuente de la miseria del hombre, la naturaleza misma, nuestro ser, es la causa de nuestros sufrimientos, porque nos llevan a la reproducción obligatoria y a luchar por alcanzar bienes que de nada sirven, solo para perpetuar el cuerpo como el carcelero del ánima, de la inteligencia.

Harold llegó a Bogotá con doce años, en la capital, también fue expulsado de otros colegios, y solo terminó su bachillerato en una pocilga de dos filocomunistas en la calle 12 con carrera cuarta.

***

Pasa y se sienta de nuevo en un sillón, al lado de una copia de la biografía de Simón Bolívar escrita por Marie Arana. En el libro hay un comentario en la portada “Al fin Bolívar tiene la biografía que se merece” del biógrafo Walter Isaacson. Agarra el libro, y lo muestra, “Esta es la mejor biografía del libertador”, desde su sillón central, vuelve su mirada a la pantalla de un televisor de más de cincuenta pulgadas que cuelga en una de las paredes laterales del apartamento y reanuda la película que estaba viendo antes de que llegáramos. La devuelve cuadro a cuadro mientras va soltando comentarios sobre ella.
—Es una obra maestra. El irlandés es una obra maestra. La he visto cinco veces. Entusiasmado, hace un resumen instantáneo de la película, al tiempo que habla de la serie The Crown. Mientras habla de ella, muestra una fotografía en la que aparecen la reina Isabel y el duque de Edimburgo.

Se dicen muchas cosas de Harold Alvarado Tenorio. Que es odioso. Que está loco y es intransigente. Que es mejor tenerlo lejos, no invitarlo a nada. Se dice que es de derecha pero apoya la causa Palestina. Que es un uribista confeso. Que era el Sainte-Beuve de nuestro tiempo. Se dicen muchas cosas. Pocos mencionan su vocación como docente, la dedicación y su trabajo como profesor. La crítica y la divulgación de la poesía. El escritor Renson Said, quien fue alumno de Harold en la Universidad Nacional, escribió: “La primera vez que lo vi llegó al salón de clase con unas botas sucias de ganadero y dos perras labrador que amarró a la pata de su escritorio. Debía medir casi dos metros y pesaba 150 kilos. Voluminoso, pantagruélico, escupía fuego en cada sílaba contra quien le había programado el curso de Borges a la una de la tarde y le impedía hacer la siesta. Pero era exquisito y bello y grande y no se parecía a ningún otro profesor de literatura del mundo”.

Ahora no pesa los 150 kilos descritos por Said, pero su imponencia no se ha debilitado. La mantiene intacta.

Es 25 de diciembre de 2019, Harold se toma un vaso de agua con gas y limón. Cuando llega el vaso, mira el pedido y sonríe diciendo:
—Pero a esto le falta limón.
El mesero lo señala en el fondo del vaso, él sonríe otra vez. Solo estaba molestando. Es temprano, una tarde luego de la nochebuena, y las familias del oeste de Cali empiezan a llegar y ocupar las mesas del lugar, que está a uno de los costados del río. Los meseros cruzan la calle. Van y vienen, corriendo con bandejas de empanadas, frituras para picar y platos con marranitas recién preparadas. Harold los mira. Está en la mesa pero su curiosidad lo distrae. Son los meseros del Obelisco, un hotel que queda al lado del Museo La tertulia.
—Se apoderaron de todo este espacio los del hotel. Se adueñaron de todo, este espacio es público, es una vergüenza —repite con pavor.

Hace unos meses, Harold se encontró con la escritora Carolina Sanín en un vuelo. Le pregunto por ella, y por una fotografía en la que aparecen juntos, sonrientes, como dos cómplices en las sillas de un avión.
—Carolina Sanín y yo coincidimos en algunas cosas.
—¿Cómo así?
—Me da la impresión de que en ciertos asuntos coincidiéramos, al menos, superficialmente. Se me ocurre que las actitudes radicales, que yo no ejercito a su manera, son parecidas a las mías, pero yo no las hago explícitas. De lejos no estoy tan cerca de ella, pero cuando estoy cerca me es familiar, me parece que conmigo se portara de la manera culta que fue educada y que para el resto del respetable, ella actuara, fingiera ser lo que desean los otros.

Harold también parece actuar para el público. Una manera de ser reconocido por los otros que no es la suya. “Harold Alvarado Tenorio, el temido y temible, es uno de los personajes interesantes y controversiales de la vida literaria nacional”, escribió el periodista Ángel Castaño.

“Alvarado es un lector temerario, usa técnicas como el anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas para agitar la calma chicha de la pecera literaria, sus intervenciones distorsionan el canto solemne y mediático de esas dos sirenas llamadas Historia y Cultura. La crítica que se les da tan bien a los artistas ahora resulta que tiene límites: cuando se trata de ellos mismos; muchos ven como algo inmoral y reprobable que un artista como Alvarado se parrandee la inmunidad gremial y use literatos y obras literarias ajenas como materia prima para hacer lo propio: critica”, escribió Lucas Ospina en una columna para revista Semana.

El poeta de Buga que inventó un prólogo de Borges

Harold Alvarado Tenorio en China, 1993
Harold Alvarado Tenorio en China, 1993. tomada de: www.haroldalvaradotenorio.com

El primer libro que Harold Alvarado publicó fue a los 27 años, en 1972, Pensamientos de un hombre llegado el invierno, un compendio de poemas con un prólogo firmado por Jorge Luis Borges. Sobre ese libro escribió Umberto Cobo, el mejor “crítico” de la Generación Desencantada: “¿Cuál invierno en un país donde hace tanto sol y en el cual si llueve no escampa?”.
—Como admirador de Jorge Luis Borges he escrito algunas páginas tratando de imitar sus fabulaciones con el solo y exclusivo propósito de divertirme, como él mismo hacía y sin pensar en lucrar con ello. De esa manera confeccioné hace años un prólogo para uno de mis libros, que nunca se puso en él, y que los editores, para entretenerse, dijeron que era de JLB. Con tanto éxito, que el día de su presentación, se vendieron en un suelto, setenta prólogos y apenas doce libros.

El poeta continúa:
—Yo hacía mi tesis de doctorado sobre Borges y entonces intercalé frases de Borges sacadas de reseñas de libros que había hecho en Sur, la revista de Victoria Ocampo, con frases mías, elogiando mis poemas de manera suma. Ese fue el origen de ese revuelo de pueblo que causó en Cali el anuncio de que un pobre diablo de Buga tenía un libro de poemas con prólogo de Borges. Pero lo cierto es que soy el único colombiano con prólogo de Borges, él mismo nunca lo negó.

“Que yo sea una lengua viperina es también por Borges, que era experto en el arte de humillar. Muchas de las cosas que escribió las hizo para burlarse. Borges se puede leer de muchas maneras: los franceses lo leen como metafísico, pero los argentinos como un viejo hijueputa que se burla de todo el mundo y que destilaba veneno contra sus amigos”, le respondió a Marianne Ponsford en una entrevista.

Harold es además Doctor en Letras de la Universidad Complutense de Madrid, fue profesor titular de la cátedra de Literaturas de América Latina, creador de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Colombia, director del departamento de Español de Marymount Manhattan de Nueva York, entre otros. En 2002 creó la revista Arquitrave, una revista de poesía con más de sesenta números digitales e impresos.

“Resulta paradójico que alguien que respira y transpira literatura no sea reconocido como la figura que es y en cambio sea rotulado (de afán y como con pinzas) de envidioso blasfemo”, dijo Lucas Ospina en Semana.

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El temor inicial que tenía por el hombre gigante con el cuchillo en la mano ha pasado, no hay nada que temerle al “Caballero de la injuria” como escribió Luis Ospina en el prólogo a su libro La cultura en la república del narco, o “el poeta desaforado, crítico errático y contradictorio y paranoico, persona habitada por muchos demonios”, como escribió Antonio Caballero en el prólogo a su otro libro Ajuste de cuentas, que trae en la portada a un joven y amenazante X504
—Usé a Jaime Jaramillo porque se veía peligroso —dice sonriendo sobre la portada—. Así quedaba más amenazante.

Ajuste de cuentas es “un libro escrito con una prosa penetrante y exacta”, como escribió Carolina Sanín.

No hay rastro del tipo envidioso y obsesionado con las denuncias, ni con los otros escritores, de eso no habla, sus preocupaciones son otras. Las denuncias para él son apenas un divertimento, una manera de pasar el tiempo. En esta tarde no habla de los temas recopilados en La cultura en la república del narco, sus denuncias a la social bacanería, a las roscas culturales, al arte y la cultura, como una de las tantas formas de corrupción en Colombia, del Moisés colombiano como llamó a Antanas Mockus, o de por qué Fernando Rendón, el director del Festival de Poesía de Medellín, es un vividor, ni del huérfano ilustre como bautizó al escritor Héctor Abad Faciolince, ni del poeta Belisario Betancur, de quien escribió “es una vergüenza para Colombia”. Lo que hay en él es un espíritu libre, juguetón, enérgico, desbordado de curiosidad con una mirada pícara. “Como Fernando Vallejo, Harold es un santo que posa de malo. Juega porque sabe que va a morir”, escribió Julio César Londoño.

“No hables. / Mira cómo las cosas a tu alrededor se pudren. / Confía sólo en los niños y los animales y de los ancianos aprende el miedo de haber vivido demasiado. / A tus contemporáneos pregunta sólo cosas prácticas y comparte con ellos tus fracasos, tus enfermedades, tus angustias, pero nunca tus éxitos”, escribió Harold Alvarado en su poema Proverbios.

—Mientras otros roban haciendo carreteras, en la cultura se roba con otras cosas, se roba igual así sean sobras. Hay intelectuales que son ladrones de migajas, corruptos de migajas. Es una vergüenza, una cosa horrenda, lo que pasa acá. Nadie cree que con la cultura también se roba. Hay mafias y carteles de la cultura. Emprendimientos y festivales hechos para robar. Es una vergüenza cómo trafican con la cultura. La cultura en general y la literatura se han convertido en otra mercancía más de la demencia consumista que trajo consigo el narcotráfico.
—¿Por qué lo tachan de envidioso, odioso, loco y blasfemo?
—Porque siempre he escrito de manera radical contra lo que no me ha gustado.
—¿Con odio?
—Yo no odio a nadie, a nadie —repite varias veces. “Nunca he hecho mal a nadie, lo que hecho es opinar y eso no hace daño sino a los poderosos y los corruptos. Soy la suma de todas mis experiencias, que no son pocas y la vitalidad de mi memoria que es mucha”, respondió en una entrevista con el escritor John Better.

***

Llegamos al Café Valparaíso y Harold se acerca a una de la mesas y agarra un libro de Fernando Vallejo, Barba Jacob el mensajero.
—Este es el mejor libro de Vallejo —exclama proyectando su voz en el silencio del lugar—. Es una obra maestra, quizás la obra maestra de Vallejo, que parece ha tratado de destruirla para convertirla en otra más de sus novelas, género que ya no existe.
—¿Por qué es la obra maestra de Vallejo?
—Fue redactada y concebida de una manera novedosa para nuestra lengua, con una frescura frasística y un vigor que dejaba huella en el lector e iba cincelando la persona de ese horrendo poeta que fue Barba Jacob, o como diablos se llamaba.

El profesor de literatura

Fotografía de Yuri Valecillo.
Fotografía de Yuri Valecillo.

Pide un martini y nos quedamos esperando el concierto de tango, pero no hay nada organizado, ni siquiera un bandoneón en la pequeña tarima. Después de un rato, aparecen un par de hombres con traje negro, la gomina en el pelo se les escurre por el cuello. Uno de ellos, el más viejo, empieza a cantar tangos al lado de un computador con el que controla las pistas. Luego de la primera canción presenta al más joven que se retuerce como un maniquí embutido en el traje negro que lleva a pesar del calor, con un impostado acento porteño y gesticulaciones extras, saluda varias veces diciendo que viene de Medellín con un fraseo calcado. Harold se manda un sorbo del martini y sonríe.
—Otro impostor. Este país está lleno de impostores ¡Qué vergüenza!

***

El carro sube por una falda al oeste de Cali. Poco se puede circular; la falda está atestada de extranjeros, gente en la calle, ventas en cada rincón. El carro apenas puede subir y no hay lugar para parquear. Harold como en las otras ocasiones nos guía dando indicaciones, buscando un lugar. Pero no hay lugar. Todo está lleno de carros.
—Esto no era así, está lleno de gente horrible. Y estos se apoderaron de las calles.

Subimos y bajamos por las callejuelas del barrio, cada casa es un negocio, una venta de comida, de licores. Llegamos a un sitio, una casa colonial, con un letrero en azulejos que dice “El Zagúan de San Antonio”. En las paredes de la casa, que parece haber sido expandida a la fuerza, hay una montonera de fotografías exhibidas como trofeos con personajes de farándula colombiana; deportistas, actores, políticos que han pasado por el sitio. En medio, y antes de unas escaleras que dan acceso a un piso superior, está la cocina, varios afros están pelando plátanos, friendo y sirviendo los platos que piden en el sitio, los cuales son llevados a la parte superior. Arriba, varias familias blancas en la mesas disfrutan comiendo los platos de picadas y frituras servidas en mínimas porciones.

En algún momento lo interrumpo y le digo que ese de allá es el deportista del siglo en Colombia.
—¿Quién?
—Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez.
—Ese no es, debe ser otro impostor.
Harold se queda mirando un rato la mesa donde está Cochise.
—Sí, parece.
Y como cualquier fan, como un niño que acaba de ver a su deportista favorito, se para de la mesa.
—Yo quiero una foto con él.
Y se va en busca del deportista y le pide una foto. Vuelve a la mesa. Apenas Harold se sienta empieza una celebración, la música del sitio para y empiezan a cantarle el cumpleaños a Cochise. El ciclista, que viste una camisa roja, trae puesta una pañoleta en el cuello. Se levanta y canta, le traen torta, lo celebran, lo abrazan y le piden fotos. Nos quedamos viendo la escena. Cuando el festejo termina nos vamos del sitio porque el trago de whisky es caro.
—En mi casa tengo una botella de whisky de malta, una delicia. Vámonos que aquí todo es caro y explotan a los empleados.
Al salir, le digo que Cochise no cumple años hoy, sino el 7 de abril.
—Si ve, otro…

Bajamos del oeste y volvemos a la sexta. Harold empieza a hacer una presentación de los bares y las discotecas del sector. Una fila de lugares con luces y letreros de colores. Todos parecen recién construidos. Nuevos.
—¿Usted sale por acá?
—Yo no vengo a estos sitios horribles.
“Los que no tenemos dinero ni poder siempre hemos callado para poder vivir largos años. / Los que no tenemos dinero ni poder llegados a los cuarenta debemos vivir en silencio en absoluta soledad. / Así lo entendieron los antiguos, así lo certifica el presente”, dice el poeta Alvarado en Proverbios.

***

Enciende el televisor, en la pantalla a blanco y negro de un video del canal de YouTube aparece Ray Orbison con sus gafas oscuras, acompañado de Bruce Springsteen, Elvis Costello, Tom Waits, y otros músicos. Parece un concierto con los personajes de Reservoir Dogs. Todos vestidos de negro cantan Oh, Pretty Woman a coro, las guitarras de los músicos se mezclan, se cruzan, se sienten las cuerdas. Harold aparece con unos vasos llenos de whisky de malta, mueve su cuerpo de un lado a otro, siguiendo el ritmo de la música, agita sus manos gruesas que tienen ahora más anillos de colores, gigantes, de varias formas y, con un perfecto inglés, empieza a cantar. Las canciones de Orbison siguen y una tras otra las sigue.

Unos cuantos tragos después, Harold desaparece en uno de los cuartos. Cuando regresa, está sonando La maldita primavera de Yuri. Aparece en la sala con un revólver en la mano. Un revólver pequeño, plateado. Lo muestra y apunta al televisor. Saca el tambor y lo hace girar, con el movimiento se deslizan algunas balas. Caen al suelo, las recoge y las introduce en el tambor. Nos apunta y dice que va a disparar. No lo hace, pero mientras regresa de nuevo al cuarto dispara dos veces al suelo. Todo sucede rápido. Es otro de sus juegos. Es una pistola de fogueo.

“Harold exagera, manipula los hechos, repite chismes sin corroborar las fuentes, destila un veneno a veces demasiado fácil —y no da siempre en el blanco, sin duda—, pero hay un alocado parpadeo de verdad en su desmesura, algo de difícil verdad en su monomanía”, escribió Marianne Ponsford en “Un arsenal de venganzas”, para la revista Arcadia.

Minutos después, Harold se sienta y se desparrama en su sillón. Ya no tiene la pistola. Se lleva la mano a la cara con los anillos. Tiene lágrimas en los ojos. Y dice algo que ha repetido en otras ocasiones:
—Pablo Catatumbo secuestró a mi tío cuando tenía ochenta y tres años, lo tuvo en una jaula de hierro en un zulo a cinco metros bajo tierra y le daba una Colombiana al día. Para liberarlo hubo que llevarle hasta su cueva dos camiones repletos de billetes de banco. Y a mí casi me matan los paracos por confundirme con un partidario de las guerrillas cuando toda mi vida los he detestado… Todo lo que tengo se lo debo a mi tío. Yo he sufrido y he pensado este país. Me han destruido muchas cosas pero jamás he hecho negocio con eso.

Se queda en silencio un largo rato, está agotado. Algunas lágrimas todavía le bajan por la cara.

Y recuerdo de nuevo su poema Proverbios. “Quien no pudo cambiar su país / antes de cumplir la cuarta década, / está condenado a pagar su cobardía por el resto / de sus días. / Los héroes siempre murieron jóvenes. / No te cuentes, entre ellos, / y termina tus días / haciendo el cínico papel de un hombre sabio”.UC

Fotografía de Juan Manuel Acevedo.
Fotografía de Juan Manuel Acevedo.