Número 71, noviembre 2015

Inventario de camas
Gloria Susana Esquivel. Ilustración: Camila López

Ilustración: Camila López

La primera fue la de las monedas, la de la enfermedad y las lágrimas. Era prestada y tenía unas sábanas de leopardo horribles.

La segunda era estrecha pero las sábanas eran mías. No recuerdo si era cómoda o no, pero creo que dormí bien. Fue la de la soledad y la del encierro. Al frente tenía una ventana. La vista siempre era gris, a pesar de que hizo mucho sol ese verano.

La tercera fue la mía, la propia, la primera. Ubiqué y reubiqué su cabecera varias veces. En invierno hacia el sur, lejos de la ventana. En primavera hacia el norte. Me enfermé en ella y la vomité una noche después de una fiesta. Fue la de buenos polvos y aún mejores pajas. La del Skype. La de las mañanas mirando por la ventana al Empire State que se perfilaba a lo lejos.

La cuarta era estrecha, sencilla. Mal feng-shui pues evidencia a un hombre soltero que no quería dejar de serlo. Un capricho.

La quinta fue la de los amigos que generosamente la prestaron. Pequeña pero cómoda, me hizo tener buenos sueños. Fue también la de las lecturas a la madrugada y la música que apenas se oía. Muy cómoda, aunque al principio pensaba que no iba a contener mi cuerpo.

La sexta no fue una cama. Fue un sofá en una sala en Solano, California, que me prestó Camilo por una semana. La suya fue la primera biblioteca que intenté reconquistar en el verano. Quedaba justo al frente del sofá. Ahí leí a Piglia, a Levrero y a Nettel. Descubrí también a Lispector y a Gómez Jattin y me di cuenta de que en California hace muchísimo más frío que en cualquier otra parte del mundo.

La séptima fue una cama de hotel en Los Ángeles que compartí con Daniel. El hotel quedaba frente al Teatro Chino y la piscina parecía sacada de una escena de Mad men. Era como si la ciudad estuviera cubierta de una capa de plástico y suciedad. Siempre Inventario de camas con la sensación de que nada pasa allí si no hay participación de drogas, strippers, desierto y coyotes salvajes.

La octava fue una cama, ya no un sofá, de vuelta en Solano. Fue la de la ansiedad, el encierro voluntario y el ciclo de películas de Almodóvar donde fui la única espectadora voraz.

La novena fue otra vez la luz de la mañana.

La décima la compartí con mi padre casi un mes. Dormíamos cómodos y no nos atravesábamos en el camino del sueño del otro, aunque a veces él me quitaba la sábana. Disfrutaba mucho compartir la cama con mi padre y sentía que Electra dormía entre él y yo. La última noche, antes de partir, me abrazó y pasó sus manos por mi rostro como para no olvidarse de que yo todavía existía. Después de su partida, durante una semana, dormí sola en esa cama. Ahí leí a Joan Didion y pensé en los movimientos geológicos del cambio.

 

 

La decimoprimera fue un sofá en Midwood. Al principio pensé que era una oferta generosa. Ahora solo recuerdo los excesos de vodka y piscolas.

La decimosegunda fue en Washington Heights. Fruta en la mañana y la revelación de los libros que querían mostrarme mi rostro en todas sus dimensiones.

De la trece prefiero no acordarme.

Fue en la catorce en la que comencé a sentir envidia. Abría los ojos y pensaba que era mía, que lo había logrado, que había reconquistado un espacio solo para mí. Luego me daba cuenta de que era prestado y bajaba la mirada decepcionada.

La quince fue acogedora y ratificó mi necesidad de soledad. La de la felicidad y la escritura a mano. También fue la del ritual de leerme, antes de dormir, oráculos en donde proyectaba todo eso que deseaba y que esperaba encontrar pronto.

La dieciséis iba a ser solo por un tiempo y se convirtió en compañera por cuatro meses. Y en realidad no era una cama sino un futón. Aprendí a vivir en medio de una sala, inventándome puertas y paredes invisibles que al principio no supe levantar. Aprendí a no tener casa, o mejor, a hacer de mí misma una casa, llevándome en la espalda las maletas, las heridas, el silencio y las rutinas de un tiempo en el que no me permití sentir. Ni parar, ni llorar, ni respirar porque, dice el I Ching, “no detenerse jamás en medio del peligro”. Dormía cuatro horas en las noches y luego tomaba una siesta de dos horas en un sillón en la biblioteca. Escribí parte de mi libro y descubrí que no hay nada mejor que perderlo todo e inventarse otra vez y otra y otra hasta que salgan nuevas líneas en las manos. La extraña constancia del masoquista. A veces, cuando todo me daba miedo, me subía sobre el futón e imaginaba que nada podía llegar hasta allí porque, de todos los lugares en el universo, ese era el único enteramente mío, así fuera prestado.

La diecisiete fue otro futón en Chicago.

La dieciocho otro futón en Ann Arbor. Allí vi los espejos

La diecinueve fue prestada y me hizo redescubrir la maravilla de tener una puerta. Para encerrarme. Y ver películas de Jarmusch a todo volumen. E imaginarme dobles de Europa Oriental que van por la vida rechazando vestidos y regalos.

La veinte fue la que espero sea por mucho más tiempo. Cómoda y mía. Mía. Mía. Allí me di cuenta de las muchas maneras en las que hacía de mi camino un zigzag mareador y culebrero que me dejaba los tobillos torcidos.

La veintiuna fue en otra Bogotá distinta a la que visité hace un año. Y me trajo sueños larguísimos con historias aburridas que se parecen más a la vida misma que a las pesadillas que antes tenía en esa misma cama, y que me hacían levantar sonámbula a gritar por toda la casa despertando a mis padres y a mi hermana.

La veintidós, cerca al mar.UC

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar