Número 71, noviembre 2015

marihuana
CRÓNICA VERDE

Los envíos de la Polla
David E. Guzmán. Ilustraciones: Verónica Velásquez

 
Ilustraciones: Verónica VelásquezIlustraciones: Verónica Velásquez
 

Las mentes ingeniosas no solo están al servicio de las grandes empresas o de las fuerzas del mal y los carteles de la mafia, también trabajan sin descanso por triunfos irrisorios con sabor inolvidable para unos pocos. Mentes obstinadas, creativas, arriesgadas, que agotan todos los recursos y todas las neuronas para producir en los suyos una risa, una comilona, una mirada diferente en tierras lejanas y extrañas. Tierras donde, por equis o ye circunstancia, escasea el moño.

Aquella vez llevaba dos meses viviendo en París. Había terminado materias en la universidad y aunque debía la tesis de grado, engatusé a mis tías amantes de los collares de perlas para que me mandaran a estudiar francés. Un lujo a toda costa inmerecido y hasta contraproducente, con el diploma todavía embolatado, decía con razón mi papá. Pero allá estaba, soportando el invierno parisino de comienzos de este siglo, sobrellevando como bien o mal podía mi primera temporada fuera de Colombia.

Los primeros días los había pasado en los extramuros de París, en casa de Patricia, una vieja pintora amiga de la familia que me amenizó el jet lag con unos buenos bouquets de hachís y picadura de tabaco. La expectativa por lo nuevo y el asombro de estar al otro lado del mundo hicieron que no valorara esos poderosos porros que a Patri le quedaban como unas saetas y a mí me quemaban la garganta.

A la semana, cuando ya sabía cruzar la calle con la baguete bajo el brazo, me instalé en la capital francesa para iniciar clases. Ahí empezó el viaje en serio, mi cotidianidad, hospedado en una chambre en la rue de la Santé, treizième arrondissement, en el apartamento de Stéphane Marquet, experto en computadores y bufón aficionado que nunca pudo superar los números de su desaparecido padre, Perniky, un payaso de verdad con historial en circos. Mis días, grises y muchas veces nostálgicos precisamente como el espíritu de los payasos, transcurrían entre las aulas, el apartamento y los parques cuando el frío lo permitía. Patricia entró en sus locuras de artista y le perdí el rastro. Por mi cabeza no pasaba aún la fiesta, no tenía amigos, ni conocidos, ni mucho menos la más mínima posibilidad de conseguir, diga usted, un poco de yerba para recrearme. En realidad era suficiente con lo que estaba viviendo y si bien soy de los que suele mirar el reloj a las 4:20, el tema me tenía despreocupado; todas mis energías estaban puestas en aprender la lengua y en ir descubriendo, totalmente solo, la Ciudad Luz. Sin embargo, un afortunado suceso prendería las alarmas de las mentes ingeniosas en Medellín.

Cierto día llegué a casa muy abrigado y en la chambre comencé a quitarme capas de ropa, como una cebolla, porque no tenía una chaqueta de invierno sino mucho trapo interno, buzos y chompas. De pronto sentí unos bollitos dentro del bolsillo de la camisa, una leñadora de cuadros verdes y negros, y de inmediato los extraje: se trataba de diminutos moños de marihuana recubiertos de pelusas. Emocionado, luego de retirar las motas, procedí a echar los ripios en una pipa clásica que había heredado de mi abuelo. Salieron pocas bocanadas pero suficientes para alcanzar un estado fabuloso; ahí mismo salí a flotar por las calles con la mirada achinada, la sonrisa tenue y esa sensación calientica y placentera que producen unas caladas criollas lejos del hogar. Esa misma noche llamé a la Polla y le conté lo sucedido con tanta alegría que me dijo que iba a pensar la manera de mandarme un poquito desde Medellín. Sonaba absurdo, pero no era nada raro en ella, una mujer temeraria, alcahueta, que además había comulgado en el festival jipi de Ancón.

Lo común era que mi gente me llamara los lunes que había una promoción de larga distancia, pero un sábado temprano llamó la Polla para decirme que estuviera pendiente, que me había enviado por correo “unos acetatos y un material de trabajo para las clases”. Se despidió sin dar más detalles y a partir de ese momento entré en un estado de ansiedad temerosa y alegre. No tardé mucho en llamarla para que me resolviera dudas de cómo proceder en caso de que las cosas no salieran como estaban previstas, entonces, en ese tiempo en el que apenas si había internet, la Polla ordenó que se me pusiera un mail con las instrucciones: en caso de que descubrieran los “acetatos” debía decir que desconocía el destinatario, que probablemente me querían perjudicar desde mi patria. Pasaron los días y poco a poco me olvidé del asunto. Ya resignado, en una tarde lluviosa, me puse a palpar en todos los bolsillos de la ropa y rescaté unos ripios que esta vez prendí con todo y pelusas.

A las dos semanas, cuando había perdido toda esperanza y pensaba que era obvio que el paquete iba ser detectado en alguno de los aeropuertos, encontré una boleta de La Poste al llegar a casa: habían ido a llevarme la encomienda pero como nadie atendió el citófono debía presentarme en la sucursal del barrio para reclamarla. Oh merde, hubiera querido pensar, pero no, me dije: ay jueputa, ¿y ahora qué?... De los nervios me comí un pan entero con queso y sopa de tomate, la idea era llegar bien lleno a La Poste por si me detenían. En ningún momento se me ocurrió la posibilidad de abandonar la operación que hasta bien lejos había avanzado la Polla. Fui caminando al correo y los pies me temblaban, entré a la oficina con cara de buen ciudadano, sonriendo sin mirar a nadie a los ojos, e hice la fila. El pensamiento triunfal de que la yerba de Barrio Antioquia había cruzado el Atlántico entre unos acetatos empresariales se mezclaba con la sensación de que en cualquier momento iban a sonar las alarmas y me iban a tirar al piso. Por fin llegué a la taquilla y en cuestión de segundos, sin que me tocara mediar palabra, una rubia me entregó el paquete. Corrí a casa, me encerré en la chambre y despejé el escritorio; desnudé con cuidado la envoltura, quitando las cintas con delicadeza y separando las hojas de acetato que la Polla había incluido para hacer bulto. Muy pronto encontré los acetatos madre, unidos por una cinta delgada; entre esos dos acetatos, que tenían información textual y gráfica sobre mejoramiento continuo y que la Polla proyectó más de una vez en sus capacitaciones, estaba la yerba, desmenuzada parejita como si fuera avena; en alguna parte de Medellín debió sonar pólvora mientras la vertía sobre una hoja blanca. La ración, que más o menos daba para armar cuatro barillos decentes, fue administrada en la pipa y me duró un par de semanas.

Y así como me imaginó mi padre alguna vez, vago, sentado en un toldo en las afueras del estadio, de mocasines y cerveza en mano, leyendo la sección deportiva del periódico, lo único que le calaba a mi mente de pollo, así más o menos me encontraba ahora, pero en las afueras de la torre Eiffel, de boina, dándomelas de poeta con libreta en mano y de borracho con un vino barato para remojar las bocanadas. La idea de la Polla había sido un éxito y con astucia alistó un segundo envío, pero ese jamás llegó y los días de escasez regresaron. Para entonces ya tenía dos amigos en el curso, un mejicano y un alemán, Nils Peter, con quien compartía el gusto por el THC y sus variaciones. Mi única ilusión en ese momento era que el hombre concretara una cita con unos escurridizos dealers marroquíes que vendían barritas de hachís. La Polla, ante la caída del segundo paquete, tomó medidas preventivas y suspendió indefinidamente los envíos. Eso sí, su mente creativa seguiría fraguando una nueva forma de abastecer a su amado jumento en suelos galos. Y la oportunidad se daría gracias a las vacaciones de Semana Santa.

A comienzos de abril, días antes de salir para Roma a encontrarme con unos primos y otros familiares que venían de Medellín, recibí una llamada de la Polla. Casi ni me saluda para decirme que ya se había craneado un nuevo envío. Quedé helado cuando me contó de qué se trataba. Si el primer modus operandi me causó temor y ansiedad, el nuevo procedimiento me enfermó. Casi le rogué para que no me pusiera en esa situación pero me dijo que tranquilo, que después le iba a agradecer y que ella corría más riesgos. El envío consistía en un bluyín nuevo, pero con su toque mágico: tres barillos incrustados dentro de la marquilla de la prenda, la cual tuvieron que descoser y coser de nuevo. Lo peor de todo era la persona que en Roma me entregaría el bluyín que supuestamente me estaba haciendo falta: mi inocente abuela.

Ilustraciones: Verónica Velásquez

 

Ilustraciones: Verónica Velásquez

El tren de París a Roma fue un lechero de catorce horas. Ni siquiera cuando un pasajero chino sacó un cangrejo hervido y ensolvó el vagón me pude sacar la imagen de mi abuela, la madre del mismísimo embajador, detenida en el aeropuerto por intentar llevar tres olorosas sorpresitas ocultas en un bluyín. Durante el viaje también pensaba por qué la Polla se arriesgaba tanto en hacerme esos pequeños y deliciosos envíos. Recordando los días de mi infancia concluí que lo hacía por un amor compinche y quizás también porque era su forma de retribuir cierta alcahuetería; por ejemplo, debió ser feliz el día que le presté con gusto la biblia del colegio para que arrancara un par de hojillas que reemplazaran sus cueros. O la noche que, en medio de una fiesta en la casa, le facilité para el mismo efecto las primeras y últimas hojas de las obras completas de Aguilar de Rudyard Kipling, un sacrilegio que a mis diez años no dimensionaba. También vino a mis recuerdos la vez que, después de atar cabos y juntar pruebas, dedujo con orgullo que era yo quien saqueaba las chicharras carnudas que guardaba en un tarro. Un poco tarde supo que su muchacho había entrado a ese selecto grupo de la ganja como aprendiz de maestros ajenos a la familia. Ahora éramos de los que desaparecíamos juntos de las fiestas y volvíamos a aparecer risueños y con buen apetito.

Llegué a la casona del embajador con una cara de sumisión terrible, dispuesto a ponerle el pecho a la situación y a confesar que en efecto las sospechas que recaían en nuestro subgrupo familiar eran ciertas. Los antecedentes de la Polla eran suficiente carta de presentación y ahora con la abuela detenida se confirmaba que éramos las ovejas negras y mariguaneras de la familia, un mal ejemplo probado. Pero la Polla supo cómo hacer las cosas. La abuelita, con esa ternura, me entregó el bluyín y yo la abracé fuerte, más que contento por el envío, feliz de verla sana... y salva. El bluyín era un Carrel azul oscuro que ni siquiera desdoblé; tal cual me lo entregaron lo metí en el fondo del morral y como mis primos son personas de bien, mojigatos como ellos solos, decidí que aguantaría hasta mi regreso a París para espulgar y gozar la prenda.

Después de pasar la Semana Santa en el Vaticano y de haber estado en una misa presidida por Wojtyła, en la que en algún momento se me vinieron a la mente los barillos apachurrados dentro de la marquilla del Carrel, volví en tren a París y a mi chambre en la rue de la Santé. Desempaqué y puse la gran prenda como un trofeo sobre la cama. Meticuloso, descosí cada puntada y recuperé los barillos. Estaban intactos pero blandos, así que los desarmé y con lo que reuní armé un porro robusto y dejé el resto para la pipa. Al día siguiente regresamos a clases y al salir de la jornada, como era costumbre, me fui con Nils Peter y el mejicano para un parque, esta vez el Jardin des Plantes. De un momento a otro saqué mi bouquet montañero. A Nils Peter, guitarrista de un grupo de rock que ya había probado lo habido y por haber, se le abrieron los ojos, recibió en sus manos el cono y lo olfateó con ganas. Cuando les conté la historia no me creían, y pensaba en la Polla, lejana, hubiera querido que estuviera presente para que viera cómo el alemán disfrutaba de sus historias y sus manjares. Él, acostumbrado a fumar hachís con tabaco negro en una pipa de agua fabricada con un galoncito plástico agujereado, una coraza de lapicero y un pequeño embudo forrado en papel aluminio, quedó asombrado con el sabor y efecto de la pangola paisa, según él, mucho más consistente y duradero; al parecer la mezcla que fumaba lo volteaba fuerte pero por lapsos cortos. Esa noche se alargó y quisimos rematar en un club nocturno en el sector de la Bastille pero nos negaron la entrada por tener los ojos rojos. Nos indignamos, Nils alegó e insultó a los patovicas, pero fue infructuoso. Como tenía los míos cuales hígados sangrantes, me echaron la culpa y desde ese día mi apodo fue L’homme aux yeux rouges.

Petetre, el mejicano, quien recibió ese apodo luego de pronunciar con total falta de elegancia la expresión peut être en plena clase, se había mantenido toda la vida alejado de la mota y sus humos almendrados. Sin embargo, las risas y el buen rato de aquella vez con Nils lo tenían picado, curioso. Si ya había dejado el nido era cuestión de tiempo que se atreviera a probar algo nuevo. Y se llegó el día, esta vez en el Jardin du Luxembourg, con el último poquito que me quedaba de la ración que vino con el Carrel. Nils no vino con nosotros y se perdió del número más gracioso de Petetre en París con el patrocinio de la Polla. Al cabo de unos minutos lo cogió un ataque de risa sin motivo, lo cual lo asustó mucho, y me preguntaba, ¿qué me está pasando, Garza? Petetre me decía Garza porque un día un viejo cascarrabias parisino me acosó para pasar un semáforo, “allé garçon!”. ¿Garza, qué me pasa?, preguntaba Petetre con los ojos en la trastienda.

A la vez lo cogió una paranoia con cinco vigilantes del parque que justo se reunieron para distribuirse las zonas y el pobre Pete creía que lo señalaban a él. Sin poder contener las carcajadas me suplicaba que botara la pipa y todo lo que tuviera. ¡Tírala, Garza, tírala! Finalmente nos tocó irnos, para cruzar el Boulevard Saint Michel me cogió de gancho como si fuera un viejito, subimos a su apartamento y, a las tres de la tarde, se metió a la cama y se cobijó sin poder parar de carcajearse y preguntar qué le estaba pasando. Ahí lo dejé, acostado, sonriendo, con una culebra que le recorría todo el cuerpo por dentro, decía él fascinado. Hasta para evangelizar sirvieron los envíos de la Polla.

Terminó de pasar el invierno y en plena primavera por fin Nils le cogió la vena a los dealers. Los encuentros eran a la media mañana en los pasadizos subterráneos que comunican las estaciones del metro. Un día lo acompañé para que me presentara a Karim, un tipo con pinta de rapero marsellés. Quedé con su teléfono por si alguna cosa. Nils regresaría a Alemania mientras que Petetre se iría a recorrer España. Por esos días probé la pipa casera del alemán y fui testigo de cómo se le blanqueaban los ojos. En verano despedí a mis amigos. A mí me quedaban las dos últimas semanas en París antes de volver a Medellín. La mente de la Polla había hecho lo suyo oportunamente y ahora era mi turno retribuir aquel tesoro con algún caramelo marroquí. Llamé a Karim y después de un diálogo de sordos, porque hablaba rapidísimo y con unas palabrejas que no estaban en el diccionario, pudimos cuadrar una cita. Le pagué ochenta francos por un barrilete, de ahí saqué para los estertores de mi aventura y guardé una pequeña porción para el homenaje a la Polla.

La víspera del viaje fui a un refugio de gente pobre y regalé el fino Carrel, estaba nuevecito y no sería raro que hoy todavía esté en la guerra, en algún balde en París destiñendo ese azul penetrante. Empaqué y dejé todo listo para el vuelo. La piedrecilla de hachís la llevaría en el pantalón que me iba poner, dentro de la marquilla interna de uno de los bolsillos traseros, la cual descosí y cosí con la maestría de una abuela. Con ella allí dentro, envuelta en papel aluminio, me presenté a las requisas en el aeropuerto Charles de Gaulle. Cuando iba a pasar a las salas de abordaje, el detector de metales pitó al pasar por el bolsillo del pantalón. “Qu’est-ce que ça?”, me preguntó con curiosidad el uniformado y yo quedé mudo, como si no hubiera aprendido una sola palabra en francés. “Qu’est-ce que ça?”, insistía el tipo y detrás mío se hizo una fila, era claro que algo estaba ocurriendo. Reaccioné y con la voz temblorosa dije, “c’est rien, c’est un petit peu”, y saqué la funda del bolsillo y le mostré al tipo que ese bultico, al que no podíamos acceder porque estaba dentro de la etiqueta, era lo que sonaba. Aún no eran tiempos de paranoia en los aeropuertos y no sé si por lástima o porque los pasajeros se empezaron a acumular, el tipo me dejó pasar sin poder despejar la duda de lo que traía. Me senté a esperar el abordaje todavía nervioso: después de los trabajos impecables de la Polla mi error pendejo casi echa todo por la borda. Solo a un cerebro de pollo se le ocurriría usar papel aluminio para tal menester. En fin, apenas pude me deshice del papel y solo al llegar a Medellín respiré tranquilo. Mientras esperaba la maleta, vi a la Polla a través del vidrio. Nos saludamos con gritos felices y sordos, después me llevé la mano al bolsillo de atrás y apreté la piedrecilla, el premio que le esperaba. UC

 
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