Número 73, febrero 2016

A la memoria de Juan Gilberto Arango, mi tío Beto

Alud familiar
Juan Fernando Ramírez Arango. Ilustraciones: Elizabeth Builes

1. Palíndromos.

Mi mamá le pidió a mi novia que viviera con nosotros. Era su forma de agradecerle. Sin la ayuda de mi novia, mi mamá no hubiera superado el cáncer de tiroides. Mi novia es microbióloga, y solo una persona así, formada en la disciplina de innumerables protocolos de laboratorio, podía seguirle el ritmo a un tratamiento en casa con I-131, con el rigor que demanda el yodo radioactivo. Mi novia aceptó y, desde esa fecha, ella y yo vivimos en unión libre. El compás de nuestra convivencia en pareja lo marcó la evolución de mi mamá. El médico nos lo había advertido: “Las hormonas de tu mamá están desequilibradas y no hay forma de predecir en cuánto tiempo se estabilizarán, ni en torno a qué estado de ánimo. Paciencia es la palabra clave”. Así, como si fueran un ciclo de vida común y corriente, las hormonas de mi mamá no se estabilizaron hasta que recorrieron tres estados de ánimo distintos. Primero fue la euforia y, con ella, vino un optimismo redundante. La mejor forma de describir esa etapa inicial es a través de un capricho. A mi mamá se le metió en la cabeza que mi cama era muy angosta para una pareja joven, y que esa estrechez no era buen augurio. Quiso comprarnos una cama que se ajustara a las dimensiones de un colchón súper king, pero el cáncer había dejado sus cuentas al borde del saldo en rojo. Entonces se le ocurrió que podía matar dos pájaros de un tiro. Contrastó los dos problemas ajenos que más la agobiaban y encontró una solución óptima. El otro problema también tenía que ver con una cama. Resulta que mi tía Ana, la hermana mayor de mi mamá, en su momento socia mayoritaria de Discos Victoria y de La Feria del Disco, o sea una multimillonaria venida a menos por culpa de la era digital, en bancarrota, ya no quería compartir su cama doble con mi primo Otoniel, su hijo menor. Oto no soportó el salto abismal de rico a pobre y, luego de cruzar el peor conducto regular que abre la mariguana, llevaba seis o siete años entregado a la heroína. Su sangre estaba tan congelada, sus venas tan maltrechas, que difícilmente les podía seguir el rastro. Presenciar ese espectáculo inverosímil, donde los errores casi que igualaban la línea de los ensayos y un piquete exitoso era sinónimo de esplendor, colmó la condescendencia de mi tía Ana. Todas las tardes le lloraba a mi mamá por teléfono, mientras Oto disfrutaba su larga siesta yonqui, potenciada con veinte amitriptilinas. Hasta que un día, en medio del llanto de su hermana mayor, a mi mamá se le prendió el bombillo. Era una solución que había visto en su nuevo canal de cabecera, Casa Club TV había destronado a Film and Arts. Simplemente, dividir la habitación que compartían mi tía Ana y Oto, instalar un drywall entre ellos. Como la cama doble ya no cabía en la habitación bifurcada, mi mamá se las cambió por dos sencillas, gemelas, la mía y la de mi hermano, que se había emancipado meses atrás. Esa noche, no bien mi novia y yo llegamos de la universidad, mi mamá nos dio la sorpresa, nuestra primera cama matrimonial. Los ojos de mi novia reflejaron mi primera impresión, la cama era horrible. Mi mamá dijo que mi tía Ana la había importado de Inglaterra en 1984, y que ese estilo, el shabby chic, estaba de moda nuevamente. Yo la revisé por todos lados en busca de algún daño estructural, pero estaba sólida como un monolito. Sin embargo, la destendí y vi algo sospechoso: mi mamá había puesto tres sábanas, una más que de costumbre. Quité las sábanas y medio colchón reflejaba el error más tonto que puede cometer un heroinómano. Volteamos el colchón y Oto también lo había cometido por ese lado. Aunque mi novia diga que no, eran, prácticamente, la misma mancha automática, cortazariana, el mismo dibujo gerontológico al frente y al reverso... Ese debe ser uno de los momentos en que más he reprimido mis lágrimas. Las reprimí por mi mamá.

2. Nada

Mi mamá ya no llora. Otro daño colateral de su tratamiento con yodo radioactivo, que bloqueó la hormona que inspira el llanto, la adrenocorticotropa, palabra que nunca se me va a olvidar, porque está a un puñado de letras de la más larga del DRAE, electroencefalografista. A propósito de diccionarios y de curiosidades, mi mamá ni siquiera lloró cuando falleció el tío Beto, su hermano mayor, de quien heredó el gusto por la lectura y los crucigramas. El tío Beto es el lector más voraz que he conocido. Leía bajo presión, acosado por el llamado de su mayor enfermedad, la ludopatía. Lo hacía en las mañanas, en las bibliotecas del centro, tres o cuatro libros a la vez, y, al final, como para ir afinando su suerte, llenaba algún crucigrama. El resto del día lo pasaba en un casino de la Avenida Oriental con la 47. Allí, principalmente, jugaba para otros, en las tragamonedas. Si ganaba, le correspondía un cinco por ciento del premio. Si perdía, el administrador del casino cumplía su palabra, no le cobraba los tintos ni los cigarrillos. Ese era el pequeño mundo del tío Beto, sobre el que giraba su estilo de vida, way of life que se salió de órbita la madrugada que no pudo orinar. Mi novia y yo lo acompañamos a urgencias. Lo recogimos en la puerta del inquilinato, cerca al Parque Obrero de Boston. Se veía mejor que nunca, con su larga barba de siempre, y sus eternas camisas de dos bolsillos, codificadas así: en el derecho una libreta telefónica viejísima, de los tiempos en que se usaba el verbo discar, y un lapicero, y en el del corazón sus infaltables Pielroja sin filtro. No bien me vio, antes de subirse al taxi, me dijo: “¿Nada?”. Y yo le respondí: “Nada”. Se refería a una película alemana que vimos juntos, en la mejor época de Teleantioquia, cuando estaba colonizada por Transtel. La película la sintonizamos en algún punto anterior al nudo argumental, no contaba con actores conocidos, pero nos gustó mucho, era mi primer final abierto. Esperamos los créditos de cierre, pero Teleantioquia no los transmitió, entonces nos quedamos sin saber el título de la película. Ni Luis Alberto Álvarez y su caótico archivo de más de doscientas carpetas, ni la era de Google, el buscador usurpador, han resuelto ese misterio.

 Elizabeth Builes
 
 Elizabeth Builes

3. No futuro

No sabía cómo decirle a mi mamá que, después de no haber ejercido mi primera carrera, la Economía, ahora iba a desertar de la segunda, con la tesis lista y faltándome apenas un seminario por aprobar. Era un seminario de literatura colombiana, pero, según el programa, tres unidades, un 75 por ciento del curso, estaría dedicado a la vida y obra de GGM. Era como revivir mis peores pesadillas de bachillerato, cuando, año tras año, me obligaban a leer a ese autor, mi mayor bully del colegio. Mi tesis inédita es acerca de Rodrigo D., el leitmotiv: por qué es una película de culto. Víctor Gaviria la leyó y tuvo la enorme generosidad de escribirme un prólogo, en donde, entre otras cosas, me nombra el mayor experto en su ópera prima cinematográfica. Ni siquiera ese guiño de uno de mis ídolos, me animó a enfrentar al bully, esa vez en cuerpo de tres cuartos de seminario. Entonces deserté, como en un coitus interruptus, abandoné la filología en el último instante. La reacción de mi mamá no fue la que yo esperaba. Me llamó wanna be, y, desde ese día, solo me habla en inglés. Con lo que quedamos incomunicados, porque, si bien mi oído es poliglota, mi lengua sufre de mamitis, no se despega de su lengua materna, y ya no soy capaz de contestarle en español. Me llamó wanna be para señalar que, siguiendo los pasos del tío Beto, lo más probable es que yo vaya en camino a desperdiciar mi vida. Ese paralelismo lo proyectó en su mente cuando se reencontró con el único amor que tuvo el tío Beto. Margarita fue lo más imprevisto de las exequias de su primer novio. Antes de que alguien la reconociera, ella me abordó a la entrada del cementerio de San Pedro. Margarita dijo que yo era la fiel estampa del tío Beto en sus veintes, de su etapa anterior a la barba. E incluso creyó que no era el sobrino, sino el hijo. Yo le dije que no, que yo era el hijo de Luz Helena. “¿Dónde está?”. Le expliqué por qué mi mamá no había ido. Y, para evitar que mi explicación desembocara en algún silencio incómodo, le presenté a mi novia. Los tres caminamos hacia la capilla del cementerio, nos distanciaba una alameda. Ante la ausencia de mi mamá y de mi tía Ana, esa tarde mi novia representó el papel de la doliente, y a todos los desconocidos que se acercaron a darnos las condolencias, les hizo, más o menos, el mismo cuestionario. Una de las preguntas era cómo supieron o quién les avisó. Margarita dijo que se enteró por un grupo de Facebook que reúne a antiguos miembros de la Ojun, Organización de Juventudes Unidas, donde conoció al tío Beto. El tío Beto recaló en ese grupo juvenil por culpa de su síndrome de abstinencia, cuando supo que uno de sus integrantes, un tal Ramiro, tenía una buena provisión de Pielroja. Corría 1967 y una larga huelga en Coltabaco había provocado la escasez de esa marca. Ramiro era hijo de uno de los huelguistas, un huelguista previsor. En la Ojun, el tío Beto se obsesionó con una tal Carmenza, pero se quedó con Margarita porque sus pies eran más bonitos que los de Carmenza. El tío Beto era un fetichista de pies, lo era para contrarrestar la fealdad de los suyos, deformes a causa de la gota. Mi novia, Margarita y los demás entraron a la capilla. Yo me quedé afuera, meditando, pensando por qué he definido a muchos de mis personajes a través de un fetiche y de una contradicción mayor. Concluí que, partiendo de esa combinación de factores, el tío Beto y yo seríamos como círculos concéntricos. Ambos fetichistas de pies y ambos pertenecientes a la especie más rara de lector voraz, aquella que no es bibliófila ni bibliómana, que no acumula ni colecciona libros, solo los engulle. A la salida, antes de que ingresaran al tío Beto al horno crematorio, le dimos un último vistazo. Margarita no pudo contener las lágrimas al ver lo mal que había envejecido, ella aún tenía curvas de MILF, en tanto que su primer novio parecía más un habitante de la calle, sobre todo porque los de la funeraria de turno decidieron cortarle la barba, con la que ocultaba su rostro desdentado. Yo lloré de la única manera en que puedo hacerlo desde entonces, intentando dibujar una sonrisa. Aquella sonrisa la jalonó una gran verdad: nadie conoció la esencia del tío Beto tanto como yo. Su esencia aludía al sentido más oculto de la frase más citada de Yourcenar, tan oculto que por poco la convierte en paradoja: “Una de las mejores formas de conocer a alguien es ver su biblioteca”. De ahí que el tío Beto hiciera lo que nunca le perdonaron sus hermanas, mi tía Ana y mi mamá, vender la legendaria biblioteca que le heredó Juan Arango, mi abuelo materno, y apostarle todo a su ludopatía, la enfermedad del azar.

4. Posdata y post mortem

Margarita visitó a mi mamá. Y creo que se llevó una justa versión de los últimos años del tío Beto. Yo la acompañé hasta la portería del edificio. Antes de despedirse, me entregó un sobre de manila. Eran las cartas que le escribió el tío Beto, remitidas durante el noviazgo y en un período posterior a la ruptura. Estas últimas son las más interesantes, pues son como la road movie de un despechado, escritas mientras el tío Beto se desempeñaba en el primer y único trabajo formal de su hoja de vida: impulsor de ventas de textiles Caribú para la Amazonía colombiana. Esa aventura salvaje, inverosímil para un cultor del Centro de Medellín, no superó los cinco años, y el tío Beto la describe magistralmente en una de sus peores cartas: “Preferiría vender biblias en el salvaje oeste. Debí haber renunciado el primer día de inducción, cuando nos informaron la fecha de nacimiento de Caribú, el 9 de abril de 1948, horas antes de que estallara El Bogotazo”. Yo no sé si el tío Beto era muy afín al Gaitanismo, pero sí era liberal disidente, alérgico a las urnas, y esa era su forma de decirle a Margarita que había aceptado ese trabajo para olvidarla, o, en el mejor de los casos, para que su ausencia la hiciera recapacitar. El noviazgo entre el tío Beto y Margarita fue como un eco de La Violencia, una relación politizada desde afuera, siempre amenazada por el papá de la novia. El papá de Margarita era laureanista, y no veía más allá de su caudillo, a tal punto que consideraba voluntad divina una simple coincidencia burocrática, transatlántica, que el número de cédula de Laureano Gómez y de Francisco Franco fueran el mismo, el privilegiado número 1. El papá de Margarita le dio el aval al noviazgo de su primogénita, el visto bueno acompañado por un gran asterisco rojo, simplemente porque el tío Beto era hijo de un conservador más encumbrado, de mayor alcurnia. Todo iba bien hasta que el tío Beto y su familia viajaron a Bogotá para hacer realidad el último deseo de un pariente moribundo: tener una fotografía panorámica de todos los Arango, reducir las ramas vivas de su árbol genealógico a las dos dimensiones de un organigrama. Después de la foto el tío Beto se fue de juerga con los Arango de Pereira, los Arango masones. Yo no sé si lo afiliaron a su logia, pero lo que ocurrió en la madrugada, como colofón del último trago de aguardiente, tiene todos los visos de un ritual de iniciación. Se colaron al Cementerio Central y el tío Beto orinó la tumba de Laureano Gómez. ¿Cómo llegó esa micción a oídos del papá de Margarita? No se sabe, pero ahí terminó el noviazgo, y Margarita no quiso escaparse con mi tío a la Amazonía colombiana. Sea lo que fuere, detrás de tres momentos decisivos de la vida del tío Beto estuvo su ácido úrico: 1) Causando la gota que provocó su fetichismo de pies, parafilia que lo llevó a elegir a Margarita por encima de una tal Carmenza. 2) En la micción que profanó la tumba de Laureano Gómez, y que supuso el final de su relación con Margarita. 3) En el mal de orina que obligó a que lo sondaran, y en la infección intestinal por el mal manejo de la sonda que lo llevó a la muerte. Al contrastar 2) y 3), ¿sacan ustedes la misma conclusión que yo? UC

 
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