Número 73, febrero 2016

Linda coquita de hoja redonda
Eres la única que conoce mi vida
Y lo que lloro aquí en tierras extrañas
Y lo que sufro aquí en tierras ajenas
Copla de los indígenas peruanos


Arriando coca
Pascual Gaviria. Ilustración: Cachorro

 
Cachorro

Un fierro plateado junto al signo pesos adorna la chapa de su correa. En su hombro lo acompaña siempre un poncho sedoso de arabescos, blando, distinto de esos ponchos bien doblados y gruesos de los arrieros paisas. Es la estética que le ha dejado el sur, la herencia de los mercados ecuatorianos, el alarde pasajero de los cocaleros. El sombrero es una ausencia que lo atormenta, una pieza que le recomendaron dejar colgada en la cabecera de la cama para no desentonar en su visita a la ciudad. Se trata de una vuelta de fin de semana en Medellín para sacudirse un poco el monte y tirar los dados en la Mayorista con un viaje de banano traído desde Riosucio, Caldas, uno de los pueblos cercanos a su capote natal. Dayron acaba de pasar una temporada de siete meses en las fincas cocaleras cercanas a Llorente, un corregimiento de Tumaco, el municipio colombiano donde se cultivan diez mil hectáreas de coca, cerca del quince por ciento del total nacional.

En Tumaco desembarcó como el Paisa, un apodo que se ha convertido en una genérica denominación de origen. Traía como carta de recomendación la firma del jefe del resguardo indígena donde vive, cerca al corregimiento de Bonafont en Riosucio. Dayron conoce el arbusto, el peso exacto de las pimpinas de gasolina, el ambiente de selva y enlatados, las vigilias y los desfogues sucesivos que acompañan a los mayordomos de la coca. Ya se había aventurado dos veces, en Putumayo y Caquetá, a velar los ranchos que desde el aire parecen simples abrevaderos en medio de los potreros y los cultivos recientes. La selva respira a unos pocos metros. Dayron es un colono por naturaleza, un andariego, un montaraz que recuerda a los hombres de esos cuadros de fonda que disparan a un tigrillo, torean un avispero y ahorcan una serpiente mientras prenden su Pielroja, todo en una misma escena que transcurre en la rama de un árbol. Un hombre no apto para las quietudes cafeteras.

No todo es ambición en los viajes de quienes se enmontan en zonas cocaleras, también está el encanto de las fronteras, el dulce anonimato de las fiestas al borde del río, el silencio de las cacerías nocturnas. Dayron llegó a la finca con una pareja, un amigo y su esposa, pero luego de dos semanas la coca enfermó a sus compañeros, “les cayó la alergia, se hincharon todos y les tocó echar pa atrás. El que es dulce pa eso no más con mirarla”. Una enfermedad es la única manera de irse sin cumplir el contrato pactado o los tres meses que son la mínima estadía en la zona. Para salir antes de los siete meses convenidos la pareja debió tramitar la autorización del jefe. Los hombres de las Farc que circulan en la zona hacen de “inspectores de trabajo”, nadie sale sin que los capataces de las fincas entreguen una razón para girar el torniquete que maneja la guerrilla. Ahora estaba solo para manejar la finca y los cinco trabajadores permanentes, y no había “guisa”, de modo que el dueño de las fincas llegó con una inquietud: “¿Paisa usté tiene mujer?”. Dayron dudó la respuesta, tiene un hijo de tres años y sabía que su esposa no comparte su gusto selvático, pero ese tartamudeo se convirtió en un sí y tres semanas más tarde su esposa y su hijo estaban viviendo bajo el mismo toldillo cerca del río Mira.

Desde el comienzo estaba claro que él no iba a raspar, que iba por contrato, a cobrar sus treinta mil pesos diarios por manejar el machete, fumigar cuando tocara y hacer su trabajo preferido, arriar las mulas con la remesa, la gasolina y demás ingredientes para los “químicos”: “A mí no me gusta raspar, yo veo la coca y me da escalofrío, eso se le mete a uno entre las uñas, raya los dedos, no no no”. La economía familiar sumaba entonces los cuatrocientos mil pesos mensuales de la mujer de Dayron por cocinar para los cinco trabajadores de diario y para los treinta raspachines que llegaban cada dos meses para la cosecha, y se quedaban cerca de dos semanas trabajando en los cultivos; más los cerca de novecientos mil mensuales que recogía Dayron con su trajín de arriero con cuatro mulas entre la finca y la orilla del río Mira. El hijo no recibió un peso por las ráfagas que, con una escoba, soltaba cada tanto sobre las avionetas que hacen la cartografía anual de la ONU de los cultivos ilícitos en Colombia. Y tal vez no olvidará el sabor de la sangre de gurre que sirvió de remedio para sus gripas.

El testamento del Paisa hizo que dos de sus mulas respondieran a los nombres Canela y La Negra. En las primeras dos semanas Dayron alimentó a su flota con miel de purga, mogolla y pasto corrido. Sus “niñas” comenzaron a obedecer a sus gritos y a mirarlo con ternura: “Ave María si les va dar duro a esas mulas apenas se vaya”, era la frase de su patrón cada vez que lo encontraba contemplando a su recua.

La vida campesina en una casa de tabla sin luz, con la débil señal de una “flechita” que solo sirve de alarma para el patrón (los celulares están prohibidos), un revólver viejo debajo del colchón, cuatro mulas flacas, una linterna y una rula, es tranquila y rutinaria. A las 5:00 a.m. Dayron estaba en pie, enjalmaba, les daba un poco de aguamiel a sus mulas y salía por el camino elegido hasta la orilla del río Mira. Tres o cuatro horas de viaje, según la carga y la lluvia sobre el camino. Recogía la remesa —arroz, papa, verduras, pasta, atún y sardinas en lata, salchichón— y volvía a tomar el hilo del camino hasta la finca. Los caminos han mejorado en los últimos años y ahora hay letreros de las Farc en los que se avisa que todas las mulas deben ir herradas y se advierten los castigos para el “que le dé mala vida a una mula”: tres meses de trabajo comunitario y multa de cincuenta mil. La protección animal ha llegado hasta el nuevo oeste de la coca. Dayron conoce el límite de sus animales, las mulas llevan máximo 72 kilos a cada lado y no necesita zurriago para hacerlas andar a su paso.

 

Algunos días hacía hasta tres viajes y armaba su toldo a la orilla del río Mira. Las rutas no se pueden escoger según el gusto propio y los afanes, el hermano del patrón, un hombre con brazalete de las Farc que ya piensa en inversiones en ganado en Caquetá para ir saliendo de la guerra, señala las rutas libres de minas. Desde 2008, cuando el ejército se metió con toda a la erradicación, los guerrilleros se dedicaron a otras siembras. La jornada siempre termina con la curación de las peladuras de las mulas y en ocasiones con unas cervezas en La Tiendecita, El Billar o donde Doña Alvira, algunos de los entables junto al río. En la orilla del Mira una cerveza vale cinco mil pesos, de modo que todo el pago por el trajín del día se podía ir con seis polas y un sueño de hamaca. Pero Dayron también necesitaba su aguamiel.

El organigrama de esa empresa campesina era sencillo. El patrón y su hermano guerrillo, Dayron y familia, cinco arrimados en labores permanentes, tres químicos y treinta raspachines que vienen y se van. Durante la estadía solo una vez las Farc armaron campamento al lado de la finca: juntos pero no revueltos. “Yo le avisé al patrón y me dijo que no me metiera con ellos, armaron sus cambuches cerca a la casa, eran por ahí veinte. Eso sí, gozamos con tres días de jugos en licuadora”, dice Dayron, mientras elogia la planta eléctrica del campamento guerrillero. Las Farc tienen un hombre clave en cada punto del negocio. Un hermano del patrón, control sobre las básculas que pesan la hoja, algunos infiltrados entre quienes raspan para cuidar la disciplina y un contrato claro con los químicos que son los “doctores” en la operación. A la hora del embarque las cosas se conversan. En los quince días de cocina los químicos pueden recoger cerca de nueve millones de pesos. Los raspachines dependen de su talento con las manos: “Hay gente a la que le rinde mucho, eso son recogiendo y parecen como esas vacas comiendo pasto”, dice Dayron con gesto de fastidio. Un buen raspachín puede recoger entre veinte y treinta arrobas en un día. Los seis mil pesos que pagan por cada arroba dejan suficiente para la fiesta en los entables del río o en Llorente. Y como este mundo es un pañuelo en los fines de semana de whisky en el “chungo” pueden aparecer algunas conocidas de los pueblos de Caldas.

Le pregunto a Dayron por la disciplina que se impone en medio de una cocina coquera y los antojos que supone la pasta base. “La verdad yo no le veo la gracia a esa maricada, además ahí en la cosecha siempre hay gente de ellos vigilando, infiltrados. Lo bueno de eso por allá es que siempre te dan dos oportunidades”. Así funciona el bondadoso manual de castigos de las Farc. El consumo de drogas y el robo son delitos mayores en los verdes peladeros de la coca. A la primera, trabajo comunitario y multa, a la segunda, el tiro de gracia o el destierro. Dayron guardaba una bolita de marihuana como si fuera el más grande de los misterios. Le gusta el moño para acompañar unas cervezas o matar las largas noches en esos reinos independientes que son las fincas cocaleras cerca de Tumaco, entre cada feudo puede haber una hora de camino. En los campamentos de la coca la marihuana es todavía un pecado mayor, una afrenta natural contra los ranchos del ácido sulfúrico y el ACPM.

La caza constituye el momento de mayores alegrías para el baquiano que ha cogido el monte. Se olvidan las sumas y restas en un cuaderno rayado, las quejas de la esposa, la rutina de la bomba de fumigar y la rula. En la noche Dayron salía con el hermano de su patrón, el hombre de las Farc con quien tuvo una buena relación desde el primer día. “Nos íbamos a cazar boruga, eso es una delicia, es la mejor carne que se consigue por allá. Se cazan animales hasta de treinta kilos”. También se entretenían con la pesca de sábalos con arpón. Dayron sostenía la linterna y su compañero se sumergía con la careta y el arpón. Porque las escenas de la coca también pueden tener su toque de NatGeo. También hubo tiempo para las rutinas ideológicas. Todo el combo de la finca fue “invitado” a inscribir la cédula para las elecciones de octubre pasado. Las Farc han hecho política siempre, pero ahora parecen más cercanos de los métodos tradicionales. Hubo pasaje para todos y palmadita en la espalda, más adelante les entregaron el numerito recomendado en el tarjetón. Al final, Dayron encontró alguna vuelta urgente para evitar el cubículo.

El tiempo libre entregaba oportunidades para cuadrar el sueldo. La gente conocía la flota de Dayron y cada tanto le encargaba viajes para fincas vecinas. Ese trabajo por cuenta propia le dejaba entre trescientos y cuatrocientos mil pesos por viaje. Sabiendo que solo hay dos oportunidades, Dayron siempre reportó sus itinerarios por fuera de la finca y le ofrecía la mitad de las ganancias a su jefe. Siempre recibió una respuesta alentadora: “Guarde eso pal fresco”. Y fresco es whisky o cerveza en los caspetes o el chungo de la orilla. Porque el canto de grillos y chicharras se oye mejor con alguna ayuda.

Llegar del monte al pueblo siempre tiene sus recompensas. Dayron fue recibido como un embajador venido desde un confín extraño. Sus historias tenían más auditorio que de costumbre, las invitaciones a las cantinas se multiplicaron y su poncho de arabescos era visto con admiración y extrañeza. “Muchos creen que uno llega de allá hecho un duro, primero invitan y después cobran”. Pero la sensación se acaba muy rápido, al tercer domingo ya nadie lo volteaba a ver, de nuevo era un hombre corriente con unas historias viejas, “y yo pensaba, ay jueputa, se me acabó la fama”.UC

 
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