Número 90, septiembre 2017

Caprichos para prosa sola
Joaquín Mattos Omar

Fotografías: Rodrigo Grajales

Vueltas en torno a la casa

“Casi todas nuestras desgracias nos vienen de no haber sabido quedarnos en nuestro cuarto”, dice una aguda sentencia citada por Baudelaire en uno de sus “Pequeños poemas en prosa”, atribuida con vacilación a Pascal. Aún recuerdo la feliz conmoción que me produjo cuando la leí por primera vez, y que es la misma que experimenta todo lector ante una frase o un razonamiento que logra sacar de su oscuridad y hacer emerger a la zona de luz de las palabras una sospecha, una inquietud, un apetito de la voluntad que había venido rumiando de tiempo atrás en lo más hondo de su propio espíritu.

Siempre, en efecto, desde cuando el “vicio impune” de los libros me había replegado en mi habitación, me había parecido que esta última —cálido fragmento de sombra en que se guarece la soledad— constituía la retaguardia segura para ponerse a salvo de todas las amenazas y contingencias propias de la vida gregaria.

La casa fue adquiriendo así para mí el perfil de una pequeña “zona liberada”, de un silencioso paraíso que, estando hecho de ladrillos y de madera, sí, era sin embargo tan idílico como el otro; un lugar donde el tiempo podía perder su ritmo vertiginoso y hacerse lento y apacible, de modo que, en vez de ser arrastrado por el raudal que habitualmente es como una ciega pelotica de papel, podía yo navegar por su corriente con una serena fluidez, sintiendo así la vida desde sus capas más profundas y no desde la aturdida superficie habitual.

Pero desde que, pasados los años, como suele suceder, y obedeciendo quizá a la dialéctica de la soledad, fui iniciado en la vida mundana y llegué a conocer todos sus múltiples placeres y aventuras —cuyas recompensas pueden ir desde el clímax más sublime hasta el miedo más terrible—, me ha costado resistirme a sus tentaciones y volver al refugio íntimo de la casa.

Soterrada, sin embargo, y con una secreta e intensa actividad, la casa sigue haciendo su llamado. Y de hecho suelo atenderlo de forma esporádica, sintiendo siempre el impulso de darle al mundo un portazo en las narices y dejarlo afuera, en su más allá turbulento y perturbador, de una buena y definitiva vez por todas.

Me ha extrañado comprobar, por eso, que es mucha la gente que pareciera no querer saber nada de la casa, pese a que le han dedicado tiempo, trabajo y fortuna para dotarla con todo lo necesario para pasar allí sus mejores momentos. Es como si crearan, no precisamente en siete, sino en largos, incontables días, con un esfuerzo minucioso y prolijo, un mundo para su uso personal y luego, una vez concluida la tarea, ¡lo abandonaran! (Como esos obreros que, en un poema de Némer Ibn El Barud, después de construir un palacio, “inexplicablemente, no lo habitaron”).

Pasan casi todos los días de la semana en su lugar de trabajo, desde las primeras horas de la mañana hasta el anochecer, pero cuando llega el domingo o, incluso, cuando concurren el domingo y un día feriado, formando un largo “puente festivo”, y uno creyera que es esta la oportunidad que venían esperando para disfrutar por fin de la casa, he aquí que ocurre todo lo contrario: ¡huyen al balneario más cercano! Es decir, prefieren someterse al trajín de un viaje, al ruido y la barahúnda de una multitud frenética y a la impersonalidad de un cuarto de hotel. Así, nunca pasan un tiempo pleno, verdadero, en casa. ¿Quién los entiende?

Renuncian a los placeres que, hasta en la casa más modesta y austera, se pueden gozar. Placeres que incluso pueden consistir nada más en escuchar los furtivos, misteriosos ruidos de su compleja estructura, o descubrir las correspondencias extrañas que existen entre sus diferentes partes, entre sus diferentes secciones.

Renuncian también, en fin, a la mayor probabilidad que les ofrece la casa de que su integridad física y psicológica no corra riesgos y, por una suerte de pulsión suicida, salen al encuentro con las desgracias, en contra de la advertencia citada por Baudelaire. Todo por no saber quedarse en la quietud de su cuarto, que es lo que resulta a todas luces lo más sabio y saludable, sobre todo en estos tiempos en los que, como suele decir mi amigo el gran pintor barranquillero Nithto Cecilio, citando una vieja canción de salsa, “la calle está dura y el criminal se ha fugado”.

Surrealismo en Barranquilla

Conocí el surrealismo, sin tener entonces conciencia de ello, a los once o doce años, en una simple esquina de barrio de Barranquilla.

Quizás esto no debiera extrañar, pues, como lo afirma ya Héctor Rojas Herazo en un texto publicado en 1952, “el único surrealista puro que ha dado este país se llama Vidal Echeverría”. Vidal Echeverría, para quienes no lo saben, nació en Galapa, un pequeño municipio que ahora forma parte del área metropolitana de la capital del Atlántico, y era un hombre bastante cercano al Grupo de Barranquilla, de cuyas tertulias y actividades intelectuales fue en una época partícipe activo. De él se recuerdan en particular su libro Guitarras que suenan al revés (que lo hizo figurar con cierto despliegue en Panorama de la poesía colombiana, la importante antología de Fernando Arbeláez de 1964) y una conferencia que dictó hacia finales de los años cuarenta en la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla y que fue organizada por Alejandro Obregón y Alfonso Fuenmayor. El título de tal conferencia no puede omitirse: “Africanización purpúrica de los sesos de Venus”.

Según dice el mismo Rojas Herazo en el citado artículo (“El gran ausente”), “Vidal Echeverría se definió a sí mismo con estas palabras: ‘Yo soy un paraguas y un teléfono, lo demás es mi ombligo’”. Y añade que solía decir que el “más bello espectáculo de la creación” lo conformaban “estas tres cosas reunidas: un huevo podrido y un zapato roto sobre la calavera de un perro vivo y un niño orinando sobre un libro de contabilidad”.

Como se ve, Vidal Echeverría conocía bien el recurso retórico surrealista consistente en la combinación de elementos heterogéneos, inconexos, cuyo brusco contraste debe producir en el lector el sortilegio estético. Un recurso que, lo sabemos todos, está inspirado en la célebre fórmula que Lautréamont plantea inocentemente en 1869 en Los cantos de Maldoror: “Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”.

Pero cuando yo tuve aquel primer contacto temprano, casi infantil, con el surrealismo, ignoraba por completo la belleza de esa clase de encuentros fortuitos. Había entrado a una tienda a hacer un mandado. Recién había anochecido. Junto a una sección del mostrador, de pie, había un par de señores bebiendo cerveza. Entonces llegó un tercero: colocó sobre el mostrador, que era de madera, una carpeta sudada llena de papeles, se acodó en él y, cuando uno de los dependientes lo miró, ordenó: “Me das una cerveza y un carruso de hilo”.

Aquella frase me sacudió como un latigazo, dejándome a medio camino entre la sorpresa y la hilaridad. Observé con asombro al tipo, en cuya cara se esbozaba ya una sutil sonrisa. El surrealismo acababa de entrar así en mi vida o, mejor dicho, en mi sensibilidad.

Claro que, para cualquier barranquillero, el encuentro fortuito (o adrede) de una cerveza y un carruso de hilo no es surrealismo ni Lautréamont: es mamagallismo puro. Pero ese es el punto: quizá el surrealismo europeo corre cotidianamente por las calles de Barranquilla bajo la forma que llamamos mamagallismo; forma que, en ciertos casos inspirados, cae en el campo singular de lo real maravilloso, que, por ser más fecundo, espontáneo y auténtico —al decir de Alejo Carpentier— que el cultivado por la escuela literaria y artística fundada por Breton et al. en París en 1924, genera más y mejores prodigios y sorpresas que esta última.UC

* Adelanto del libro Caprichos para prosa sola.

 
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