Número 90, septiembre 2017

Salinas
Camilo Alzate. Fotografías: Rodrigo Grajales

Fotografías: Rodrigo Grajales

1
Reservado.

Excelentísimo señor.

El gobernador del Río del Hacha dirige a usted copia de la noticia que se le ha dado de la trama con que el gobierno francés, que se halla en manos de los negros, intenta propagar el contagio de la insurrección a todas nuestras posesiones. Dios guarde a usted muchos años.

Río Hacha, 14 de febrero de 1800. Joseph de Medina Galindo.

2
Los guajiros fueron y siguen siendo un pueblo de guerreros muy orgullosos. La conquista les doblegó, pero nunca pudo dominarlos por completo. Sus tribus continuaron libres por el desierto de la península de La Guajira, el punto más septentrional de Suramérica, yendo detrás de los rebaños y de los pozos de agua, asaltando y quemando con frecuencia el puerto de españoles de Riohacha, situado en una orilla del Calancala, que los blancos en su idioma habían llamado Río Ranchería. Terminando el siglo XIX el gobierno de la joven república colombiana aún no los sometía y por ello el francés Henri Candelier, que vivió entre ellos varios años, los pintó como un pueblo indómito, fuerte, de caciques desconfiados, impenetrables pero en exceso hospitalarios: “Tenían realmente buena presencia, un aire noble, imponente; en sus venas debía correr una sangre rica y pura, y en estas miradas había una arrogancia nativa, un orgullo racial algo altivo”.

Igual opinaban los demás viajeros que atravesaron los arenales espinosos de La Guajira, tierra donde nunca han regido las leyes colombianas. Por allí galoparon Eliseo Reclús, Wilhelm Sievers, el sacerdote Rafael Celedón, y el escritor Jorge Isaacs, quien sentenció: “Cuán afortunadas fueron las tribus guajiras resistiendo victoriosas en la lid con los conquistadores, porque de otro modo habrían corrido la misma suerte que casi todos los indígenas de nuestro litoral Caribe, muriendo bajo el filo de las espadas castellanas en lucha desigual, o lejos de la patria en cruel esclavitud”. Isaacs juzgaba que, junto con los araucanos de Chile, estos eran los indígenas más valerosos e indomables de todo el continente.

“Si un día se logra someter esa raza —había apuntado Henri Candelier— será a la fuerza. No se civilizará al indio guajiro, se le destruirá”.

3
Excelentísimo señor.

El gobernador de Río Hacha dirige a usted el manifiesto que le han hecho los vecinos de esta ciudad sobre la decadencia del comercio marítimo y poco fomento que experimenta la agricultura. Con este motivo solicitamos que les permita reponer el número de embarcaciones que han perdido en la guerra pasada y presente, comprándolas en colonias amigas, e igualmente se les conceda la gracia de exportar los frutos de los indios guajiros a otras colonias, manteniendo recíproco comercio con ellos, de quienes se adquirían famosas mulas, caballos, bueyes, ganado vacuno y cabrío, el palo brasilero de inferior calidad, con pieles de toda clase de ganado, que exportaban en sus buques, para retornar negros y mercancías, que es el medio más proporcionado de liberarse del rigor y barbaridad de ellos…

Río Hacha, 1798. Joseph de Medina Galindo.

Fotografías: Rodrigo Grajales

4
Los wayúu siempre llamaron “la cosecha” a la recogida de la sal sobre las playas de Manaure y Sorshimana. Era como si en su desierto espinoso, sembrado de cardos secos, tunas y trupillos, la tierra no entregara nada que no fueran pedruscos o serpientes de cascabel, y los únicos frutos vinieran del mar, aunque eran frutos ásperos, con la textura del salitre y el regusto de un terrón de arena.

¿En qué año se instaló el señor Chema Vanegas a revender arrumes de sal sobre la costa? Hay documentos que fechan su llegada a finales del siglo XIX. Luego se sabe de los tratos que el mercader palestino José Abuchaibe tenía con los indígenas para comprar bultos del mineral, que transportaba en barcos hasta Curazao, alrededor de 1914. Los wayúu —guajiros o goajiros, como se los denomina en los manuscritos— ya explotaban las salinas desde mucho antes de la llegada de los conquistadores. Cuánto tiempo atrás, imposible decirlo, quizá siglos. Se ignora cuál fue el primero de sus jefes que comerció la arenilla blanca con los arhuacos de la Sierra Nevada, y luego con los blancos de Santa Marta y Riohacha. Manaure fue uno de tales caciques, aunque habitó en dominios de lo que hoy es Venezuela, lejos de aquel pueblo costero que lleva su nombre, donde se encuentran las mayores salinas marítimas del país.

La sal era el orgullo de los wayúu. La intercambiaban con los piratas ingleses y holandeses fondeados en la bahía, quienes a cambio les proveían de armas, pólvora y municiones. Los expertos negociantes de estas tribus fueron los primeros contrabandistas de importancia en la Nueva Granada, violando las restricciones del rey para el comercio de ultramar. También comerciaban con perlas, fibras, pieles y carne de las cabras que pastoreaban por el desierto. Las autoridades castellanas nunca pudieron hacer mayor cosa, como no fuera acordar la paz con ellos. Una cédula real expedida por la Corona española reconoció a los indígenas la propiedad de las salinas de Manaure y Sorshimana, derecho que las tribus ganaron tras insurrecciones y levantamientos. La mayor de todas fue la rebelión guajira de 1769, cuando el virrey Pedro Messía de la Zerda testimonió que “veinte mil indios de fusil y flecha” asediaban a Riohacha.

En los meses más secos —mayo y septiembre— centenares de familias llegaban a las charcas frente a la costa, desde todos los rincones de la península, para iniciar la recogida de la sal reposada que el mar iba depositando a lo largo de todo el año. Apilaban el mineral encima de la playa hasta acumular hileras de montañas blancas. Así había sido desde que tenían memoria, pero un día de 1862 el gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera decretó otra cosa.

“Los productos de las salinas marítimas de propiedad nacional existentes en el territorio goajiro —dictó el general a su secretario Julián Trujillo— se destinan, también hasta tanto que se reúna la convención, al fomento de la civilización de los indígenas que habitan dicho territorio”.

Lo que siguió fue una interminable disputa entre los wayúu y empresarios particulares por el usufructo del mineral. Cada presidente entregó las salinas en concesión a sus amigos y aliados políticos en la región, mientras los indios explotaban las charcas a destajo, haciendo acuerdos desventajosos con los nuevos dueños. En 1941 las salinas pasaron a ser administradas por el Banco de la República y una concesión privada inició la mecanización del proceso. Aquella industria terminó por quebrar estrepitosamente durante los años noventa en un coctel donde se mezclaron los caprichos de los mercados durante el periodo de la apertura económica y los pésimos manejos administrativos que la estaban carcomiendo desde antes de ser una empresa próspera.

Sobre las playas de Manaure y Sorshimana quedan los vestigios de las maquinarias podridas de óxido, comidas por la brisa marina, y unos edificios ruinosos. Quedan también centenares de familias que continúan cosechando los terrones blancos con barretones y carretas, como han hecho siempre. La suya es la historia del colonialismo y el despojo, el clásico drama de la modernidad. Pero también es la historia del arraigo orgulloso de un pueblo, cuyas abuelas siguen narrando en las rancherías del desierto la leyenda tan antigua: Maleywa hizo el mar y la tierra. Y donde se juntaron se formó la sal. Y puso a los wayúu para cosecharla.

5
Excelentísimo señor.

…vimos el atrevimiento que tuvieron los holandeses al acometer a los españoles en sus mismas costas contra todo lo dispuesto, por lo indefenso que este puerto se halla, no habiendo siquiera un cañón…

Río del Hacha, julio 2 de 1751. Joseph de Valverde.

Fotografías: Rodrigo Grajales

6
“Los celadores de la aduana, los agentes del Resguardo, los recaudadores de impuestos, los vigilantes del Banco de la República que se han empeñado en ponerle bozal a La Guajira me están volviendo esta vida insípida. Sin libertad, le hace falta sal a la vida”.

Eso le dijo alguna vez Claro Cotes al escritor Eduardo Caballero Calderón. Claro Cotes era descendiente de don Luis Cotes, el hombre más rico de La Guajira en su tiempo, quien jugó un rol central en el proceso de despojo de las salinas. Don Luis, comerciante y caudillo liberal de Riohacha, era pariente, compadre y amigo cercano de Alfonso López Pumarejo, quien años más tarde se convertiría en Presidente de la República.

“Las noticias de hoy consignan una rebelión de los indios guajiros en los alrededores de Riohacha. El corresponsal cuenta que los resguardos de las salinas están amenazados por un centenar de indígenas, bien montados, armados de carabinas y dardos, que se pasean por la playa con las largas melenas sueltas, como centauros”, así registró el cronista Luis Tejada la insurrección guajira de 1923, motivada por una disputa en las salinas de Manaure, que acababan de ser entregadas en concesión a don Luis Cotes. Cotes era bastante astuto y conocía la ley que imperaba en el desierto, por eso había desposado a una princesa wayúu descendiente de la poderosa casta epiayú, la tribu del rey de los gallinazos, plantándose en las playas de Manaure donde se portó como un cacique más. Algunos indígenas los respaldaban como a uno de los suyos, otros lo enfrentaron.

La tarde del 28 de julio de 1923 se presentó un altercado entre un funcionario blanco de las salinas y unos cosecheros indígenas. Según aquel, los indios habían entregado los bultos de sal incompletos. Los wayúu dispararon dardos envenenados contra los celadores de la salina sin herirlos, los celadores respondieron con fuego de pistola y al día siguiente cien guajiros armados de flechas y carabinas Winchester asediaban a seis funcionarios atrincherados en las instalaciones de la concesión, otros seis funcionarios huyeron antes. Un velero y una nave guardacostas partieron inmediatamente desde Santa Marta para contener los desórdenes.

Los enfrentamientos se prolongaron por varios días. El 2 de agosto una india de la casta uriana (tribu del jaguar) fue asesinada junto a dos muchachos de las castas ipuana (tribu del halcón) y jusayú (tribu de la culebra blanca). El cacique Germán Mengual, que se hallaba de paso en Manaure, intentó conciliar los ánimos. Lo mismo hizo el cacique Patrocinio de la casta epiayú, pero un jefe de la casta pushaina (tribu del pecarí) al que llamaban Bayoneta y otro denominado Narizón lideraban a los rebeldes y se empeñaron en que los blancos pagaran la sangre de sus hermanos con una fuerte suma de dinero o con la muerte de otros tres blancos, tal y como lo establece la ley wayúu. El 7 de agosto andaban replegados en el desierto y así continuaron hasta septiembre, sosteniendo algunas reuniones con Luis Cotes y Pedro León Mantilla, quienes intentaban calmarlos, según dice un telegrama que este último envió a los ministros de Guerra, Hacienda y Gobierno en Bogotá:

“Aprovecho ofrecimiento Luis Cotes Gómez, para neutralizar Bartolomé Gonzáles y otros jefes Jusayúes, fin no apoyen actitud Bayoneta y compañeros, hago otro tanto con Jumbaré, jefe Ipuana, y mediante esas medidas, conflicto queda reducido a proporciones insignificantes y localizado Manaure…”.

Luis Buenahora, corresponsal de El Tiempo, se internó con don Luis Cotes en el desierto para entrevistar al cacique Bayoneta, como puede leerse en un artículo suyo de comienzos de agosto: “Dijímosle que el gobierno era muy buen padre y que había que respetarlo. A esto Bayoneta contestaba que el gobierno no conocía las Leyes de la Goajira, únicas que debía respetar y a las cuales debía someterse en casos como el ocurrido. Repetímosle que no era posible pagar la indemnización; movió la cabeza y agregó: comprendo que el gobierno es poderosísimo, pero los españoles [se refería a los blancos] deben pagar. Dijímosle que cuando ellos mataban a un civilizado, nadie lo cobraba, y respondió que él no tenía la culpa de que no lo hicieran”.

Comandados por Bayoneta, los rebeldes atacaron de nuevo las salinas en la madrugada del 4 o 5 de septiembre. Rompieron unos diques que aislaban el agua del mar, destruyendo parte de la infraestructura de la salina principal, lo que casi ocasiona la pérdida total de la cosecha. Bayoneta terminó preso aquella noche y las autoridades no quisieron enviarlo a Santa Marta. “Se teme que esta medida ocasione un nuevo conflicto”, informó el corresponsal. La última de las rebeliones guajiras había llegado a su fin.UC

 
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